Narración de Daniel Pennac, "Mal de escuela" (2009) de Daniel Pennac, premiada narración sobre el paso del protagonista de mal alumno a buen profesor, delicia de libro con momentos mágicos como este:
Nuestros malos alumnos, de los que se dice que no tienen futuro, nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de presadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su familia a cuestas en la mochila.
En realidad la clase solo puede empezar cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo.
Naturalmente el beneficio será provisional, la cebolla se recompondrá a la salida y sin duda mañana habrá que empezar de nuevo. Pero enseñar es eso: volver a empezar hasta nuestra necesaria desaparición como profesor. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente de indicativo de nuestro clase, si nuestro saber y gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término, su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida. Está claro que no habremos sido los únicos en excabas aquellar galerías o en no haber sabido colmarlas, pero esas mujeres y esos hombres habrán pasado uno o más años de su juventud aquí sentados ante nosotros. Y todo un año de escolaridad fastidiado no es cualquie cosa: es la eternidad en un jarro de cristal.
Para los profes de lengua:
"Los males de gramática se curan con la gramática, las faltas de ortografía con la práctica de la ortografía, el miedo a leer con la lectura, el de no comprender con la inmersión en el texto y la costumbre de no reflexionar con el tranquilo refuerzo de una razón estrictamente limitada al objeto qu e nos ocupa, aquí, ahora, en esta aula, durante una hora de clase, ya puestos a ello.
Heredé esa convicción de mi propia escolaridad. Me sermonearon bastante, a menudo intentaron hacerme entrar en razón y con benevolencia, pues entre los profesores no falta gente amable. El director del colegio (...) era marino, un antiguo capitán de navío acostumbrado a la paciencia de los océanos, padre de familia y atento marido de una esposa que, según se decía, padecía un mal misterioso. Un hombre muy ocupado por los suyos y por la dirección de aquel internado donde no faltaban casos como el mío. (...)Me gustaba que se interesara por mí, él que tenía tantas preocupaciones y prometía enmendarme, sí, sí, enseguida.
Pero en cuanto me encontraba de nuevo en clase de mates o en el estudio verspertino inclinado sobre una lección de ciencias naturales, nada quedaba ya de la invencible confianza que yo hubiera obtenido de nuestra entrevista. Y es que el director y yo no habíamos hablado de álgebra, ni de fotosíntesis, sino de voluntad, de concentración, habíamos hablado de mí, yo, un yo, que era del todo capaz de progresar, estaba convencido de ello, si realmente me lo proponía. Y ese yo, henchido de súbita esperanza, juraba que se aplicaría, que no seguiría contando historias; lamentablemente, diez minutos más tarde, confrontando a la algebraicidad del lenguaje matemático, ese yo se vaciaba como un globo y, durrante el estudio vespertino, ya solo era renuncia ante la inexplicable afición de las plantas al gas carbónico a través de la extraña clorofila. Volvía a ser el cretino habitual que nunca comprendería nada de nada, por la simple razón de que nunca había comprendido nada.
De esa desventura tantas veces repetida, conservo la convicción de que era preciso hablar con los alumnos en el único lenguaje de la materia que yo les enseñaba. ¿Miedo a la gramática? hagamos gramática. ¿Falta de apetito por la literatura? ¡leamos! Pues, por muy extraño que pueda pareceros, oh alumnos nuestros, estáis amasados con las materias que os enseñamos. Sois la propia materia de todas nuestras materias. ¿Infelices en la escuela? Tal vez. ¿Sacudidos por la vida? Algunos, sí.
Pero, a mi modo de ver, hechos de palabras, todos vosotros, tejidos con gramática, llenos de discursos, incluso los más silenciosos o los menos armados de vocabulario, obsesionados por vuestras representaciones del mundo, llenos de literatura en suma, cada uno de vosotros, os ruego que me creáis".
Y un último apunte sobre la presencia en clase:
Su presencia en clase....NO es cómodo para esos chicos y chicas aportar cincuenta y cinco minutos de concentración en cinco o seis horas de clases sucesivas, según esa distribución tan especial que la escuela hace del tiempo.
¡Menudo rompecabezas la distribución del tiempo! Reparto de clases, de materias, de horas, de alumnos, en función del número de aulas, de la constitución de los desdobles, del número de optativas, de la disponibilidad de los laboratorios, de los incompatibles deseos del profesor de esto o de la profesora de aquellos...Cierto es que hoy en día la cabeza del jefe de estudios se salva gracias al ordenador al que confía esos parámetros: "Siento lo de su miércoles por la tarde, sra. Tal, es cosa del ordenador..."
-Cincuenta y cinco minutos de francés, les explicaba yo a mis alumnos, son una horita con su propio nacimiento, su parte media y su final, una vida entera, en suma.
Eso es hablar por hablar, habrían podido responderme, una vida de literatura que enlaza con una de matemáticas, que a su vez enlaza con toda una existencia de historia, que te propulsa sin razón alguna a otra vida, inglesa en ese caso, o alemana, o química, o musical...¡Son un montón de reencarnaciones en una sola jornada! ¡Y sin lógica alguna! La distribución del tiempo es "Alicia en el país de las maravillas": tomas el té en casa de la liebre de marzo y te encuentras, sin transición, jugando al croquet con la reina de corazones. Una jornada en la coctelera de Lewis Carroll, privada de lo maravilloso, es toda una gimnasia(...)
Limitarnos a lo que hemos decidido: esa hora de gramática debe ser una burbuja en el tiempo. Mi trabajo consiste en hacer que mis alumnos sientan que existen gramaticalmente durante esos cincuenta y cinco minutos..
Para lograrlo, no debe perderse de vista que las horas no se parecen: las horas de la mañan no son las de la tarde; las horas del despertar, las horas de la digestión, las que preceden al recreo, las que le siguen, todas son distintas...
Estas diferencias no tienen demasiada incidencia en la atención de los buenos alumnos. Estos gozan de una bendita facultad: cambiar de piel de buen grado, en el momento adecuado, en el lugar adecuado, pasar del adolescente revoltoso al alumno atento, del enamorado rechazado al empollón concentrado. del pasado al presente, de las matemáticas a la literatura...Su velocidad de encarnación es lo que distingue a los buenos alumnos de los alumnos con problemas. Estos, como les reprochan sus profesores, están a menudo en otra parte. Se liberan con mayor dificultad de la hora precedente, se arrastran por un recuerdo o se proyectan en un deseo cualquiera de otra cosa. Su silla es un trampolín que los lanza fuera de la clase en cuanto se sientan en ella. Eso si no se duermen.
Si lo que espero es su plena presencia mental, necesito ayudarles a instalarse en mi clase. ¿Los medios de conseguirlo? Eso se aprende sobre todo a la larga y con la práctica. Una sola certeza, la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en la materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cincos minutos que durará mi clase."
1 comentario:
Me encantó este libro. Lo tengo subrayado. Y creo que influyó en mi práctica pedagógica durante años...
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