Ana Azanza
He intentado extraer de este pequeño libro de Jacques Rancière las sugerencias que me parecen pertinentes en la actualidad. "Odio a la democracia" tiene ya más de diez años y se nota que su autor lo escribió pensando en determinados oponentes políticos de los que ignoro su identidad. Al parecer hubo una polémica en el vecino país sobre la crisis de la "escuela republicana" francesa, laica y única desde Jules Ferry. Nada dura cien años, ni siquiera los mejores inventos y hace una década bajo la presdencia de
Sarkozy curiosamente se hicieron gestos en favor de una escuela menos republicana y más elitista. Creo que fue esa polémica la que llevó a Rancière a profundizar y plantearse que el debate educativo escondía raíces más profundas de odio a la democracia.
Han pasado variados acontecimientos desde 2005 y lo curioso es que esos acontecimientos confirman y remachan muchas de las reflexiones de Jacques Rancière.
Como ciudadana española que lamenta la falta de ética, una ética mínima y una decencia mínima, sin aspiraciones de santidad, algo más de limpieza en la vida política de mi país esta lectura me ha resultado muy estimulante.
En particular por el tratamiento esmerado del concepto de República, que era probablemente lo que menos importaba a Rancière pero que es lo que más me ha llamado la atención.
ODIADA REPÚBLICA, ODIADA DEMOCRACIA
La democracia se ve hoy rodeada de un gran coro de voces
críticas. La democracia es el gobierno de los que no saben, presiona a los
gobiernos, corroe la autoridad. Los años 60 y 70 se recuerdan desde los
baluartes antidemocracia como años excesivos, demasiada protesta, demasiadas
zancadillas a los gobiernos por parte
del “pueblo”. De entonces a hoy sin duda el bienestar material ha jugado un
papel insustituible como estrategia para despolitizar, querida o no.
El buen gobierno democrático se las tiene que ver con Escila
y Caribdis: es un mal el exceso de actividad política, es otro mal que la gente reclame derechos, salarios,
para satisfacer sus necesidades.
Hay incluso quien hace derivar los males de la democracia de
muy lejos. Ya en el Terror revolucionario francés estaba profetizado el terror
estalinista. La democracia liberal no es violenta, la democracia de los
girondinos. La democracia igualitaria desemboca en el terror. La revolución
francesa deshizo las viejas solidaridades del antiguo régimen, basadas en las
creencias religiosas y políticas sobre el derecho divino de los reyes y el
orden del mundo. Al romper las solidaridades había que sustituirlo por algo,
¿cómo conseguir el orden? Con el terror.
La búsqueda de la igualdad arruina el bien común. Los
individuos egoístas, ávidos consumidores de bienes y servicios tienen la culpa
de los fallos de la democracia. El hombre democrático se impaciente ante la
competencia del médico, del profesor…”quiero esto y lo quiero ya”
El individualismo democrático tiene la culpa de la crisis en la educación. El alumno es un
consumidor egoísta que cuestiona la autoridad del profesor. “La individualidad
está bien para las élites pero es un desastre cuando todos se apuntan a ella.”
La vida democrática se transforma en la vida apolítica del
consumidor indiferente de mercancías.
Son reediciones de las críticas que ya Platón hacía a la
democracia, es un gobierno sin constitución, el reino de los individuos que
hacen lo que les da la gana, pone patas arriba todas las buenas costumbres,
iguala lo que no es igual: hombre y mujer, padre e hijo. El desorden se
establece cuando nos cargamos los títulos tradicionales del mando: la
filiación, el saber, el ser mejor.
El escándalo democrático es precisamente aquello que se
critica. La política empieza cuando se invoca una naturaleza que no se confunde
con la relación padre-hijo, hombre-mujer, sabio-ignorante. El escándalo
democrático es aceptar que en tanto miembros de ese sistema no hay superioridad
y la expresión más neta de lo que esto significa estaba en la práctica del
sorteo para elegir a los cargos públicos.
Se dice entonces que el sorteo equivale a la anarquía, es
mejor elegir a quien se presenta. Hoy damos por hecho que el primer título para
ejercer el poder es querer ejercerlo, pero precisamente en Grecia se dieron cuenta de que el buen gobierno es el de los que no
quieren gobernar.
El principio del gobierno separado de las diferencias
naturales y sociales crea la política. Es la paradoja del buen político. La
democracia rompe con que el mando lo tengan los “mejores” de la ciudad, es
decir, los más ricos o los más nobles. La mejor política no se basa ni en el
dinero, ni en la filiación, ni en el saber. Es el título anárquico, el título
de los que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados.
El poder de los mejores no se puede legitimar más que por el
poder de los iguales, la igualdad no es una ficción, también el rey la nota
como la más banal de las realidades, la sociedad desigual no puede funcionar
más que sobre la igualdad de las relaciones. Sin igualdad ni se enseña ni se
manda. Igualdad y desigualdad están inextricablemente liadas en la sociedad.
El gobierno de los “pastores” del pueblo suprime la
democracia, la filiación acaba siendo la filiación divina. Las quejas sobre la
democracia se deben a que la democracia es lo ingobernable, sobre lo que todo
gobierno se encuentra fundado.
Todas las sociedades se organizan por el juego de la
oligarquías, propiamente hablando no hay gobierno democrático. Todos los
gobiernos son de una minoría sobre una mayoría.
La representación ha existido siempre, no sólo en las
sociedades modernas de millones de ciudadanos. La representación es ya una
forma oligárquica del poder. Decir democracia representativa empezó siendo oxímoron.
Porque representación, era
representación de estados, de órdenes, de posesiones.
La elección es la expresión de un consentimiento pedido por
un poder superior y ese poder superior no es tal sin la unanimidad en la
elección.
Al principio representante es lo opuesto a democracia, lo
sabían los Padres fundadores de EEUU, la representación es el medio que tiene
la élite para ejercer el poder en nombre del pueblo, el pueblo no puede ejercer
el poder sin arruinar el gobierno.
El sufragio universal ha tardado en llegar y la oligarquía
hace lo posible para dominarlo, aunque puede que el pueblo no obedezca. Ha
ocurrido. En España por nuestra historia somos un pueblo muy obediente,
disciplinado en las votaciones, votamos lo que nos dicen. Se vota lo que el
consenso pide: Sí al Fuero de los españoles, Sí a la constitución del 78, No a la OTAN, Sí a Europa.
Sin embargo en otros países europeos ha habido sorpresas en
las votaciones en las que la oligarquía, como siempre, no pedía opinión sino
ratificación. Por ejemplo Francia votó no a Maastricht en 2005 y lo mismo hizo
Holanda. El Brexit también fue una sorpresa para el oligarca dominante, Cameron
entendió tras el fracaso del referéndum que se tenía que marchar. En 2016 el
italiano Renzi hizo una pregunta complicada que le costó el puesto, el pueblo
votó en contra de lo que él había pedido.
Democracia es lucha contra la privatización del poder,
contra el reparto de lo público y lo privado que asegura el dominio de la
oligarquía en el Estado y en la sociedad. La práctica espontánea del poder
tiende a estrechar la esfera de lo público y a convertirlo en esfera privada,
es una batalla que nunca está ganada.
La democracia no es como dicen sus actuales detractores la
forma de vida de los que se dedican a su felicidad privada y que lo público
sufrague gastos de vagos. Ensanchar la esfera pública no significa que el
Estado invada la sociedad, sino que se reconozcan derechos políticos a todos
los que no se les reconocían ni reconocen.
La lógica “policial” excluye porque la riqueza excluye. Las antiguas
luchas por la democracia significaron sacar del ámbito doméstico a los que en
él estaban recluidos: asalariados asimilados a criados, las esposas sometidas
al marido. Cuando se habla del derecho al trabajo o del derecho laboral
simplemente se quiere decir que el trabajo es una estructura de la vida
colectiva y como tal debe ser reconocida, porque la riqueza pone sus
condiciones, también es evidente, y una buena gestión política democrática debe
de poner límites al carácter de ilimitado crecimiento que tiene.
El asunto de los salarios se llevó a la esfera pública para
afirmar que no se trataba de una relación “uno a uno”, sino que como asunto
público tiene que ver con las formas de vida colectiva. El movimiento
democrático, por el sufragio universal buscaba extender la igualdad del hombre,
reafirmar que la espera pública pertenece a todos.
Burke y H. Arendt se encuentran entre los críticos de los
derechos del hombre. Los derechos del hombre están vacíos o son tautológicos.
El hombre desnudo, sin comunidad no tiene derechos. Los derechos humanos son
los derechos vacíos de los que no tienen derechos.
O son los derechos de los ciudadanos de una comunidad
determinada, entonces son tautológicos, son los derechos de los que tienen
derechos.
¿Cómo salir del atolladero?
En efecto el ciudadano de los textos constitucionales no es
un sujeto político. Los sujetos políticos no se identifican ni con “hombres” ni
con “asambleas de poblaciones”. Hay que inventar, creer en “el intermediario”,
el obrero como sujeto político es el que se separa de la asignación al mundo
privado, hombre y ciudadano son términos de extensión en litigio, se prestan a
un “suplemento político”, a un ejercicio. Sin ejercicio de los derechos del
hombre en efecto no hay tales derechos. Sin ejercicio de los derechos del
ciudadano aunque la constitución los reconozca tampoco hay derechos.
Olimpia de Gouges escribió que si la mujer tiene “el
derecho” a ser guillotinada también tiene el derecho a hablar desde la tribuna.
Los derechos de la mujer y de la ciudadana son los derechos de las que no
tienen los derechos que tienen y de las que tienen los derechos que no tienen. La Declaración del 4 de
agosto las había excluido de los derechos de los miembros de la nación francesa
y de la especie humana. Pero la propia Olimpia y sus compañeras se tomaron los
derechos que les fueron rechazados.
Tener y no tener se desdoblan, como los negros en EEUU que
realizando acciones en contra de la ley que les negaba por ejemplo montarse en
un autobús, demostraban tener ese derecho.
El proceso democrático está siempre “reconfigurando” la
distribución universal y particular. La “privatización” de los derechos es una
dinámica “cuasi-natural” y la dinámica democrática consiste en seguir
ensanchando, abriendo camino, nunca dar por ganada la batalla contra
nacimiento, riqueza, competencia, aparentes o reales, que pugnan por imponerse.
Si hay democracia es protestando sin parar, porque la injusticia siempre acecha
y se impone.
Desgraciadamente en España carecemos de una tradición
republicana en el sentido de la república de los ciudadanos que ostentan,
persiguen, valoran, basan su actuación como tales en las virtudes ciudadanas.
La república tiene muy mala prensa entre nosotros. Se nos ha enseñado a
identificarla con el caos, la anarquía, la inseguridad y la revolución. El
poder de las armas es el que se acabó imponiendo y el régimen que disfrutamos
hoy es una prolongación de la victoria en una guerra civil iniciada por un
ejército que se levantó contra la legalidad republicana. Franco puso orden y se
nos ha enseñado a venerar el orden, al precio que sea, como él mismo declaró al
principio de la guerra a un periodista inglés.
Pero la república en principio se ha definido como el reino
de la ley igual para todos, no hay nacimiento que dé derecho al mando supremo
en el Estado. Todos, en teoría pueden acceder y no hay privilegios ni órdenes
particulares. Los “fueros” y particularidades legales que todavía existen y que
diferencian territorios son una anomalía. Si España fuera una “democracia de
los ciudadanos”, no puede haber diferencias frente a la ley y los impuestos.
Los ciudadanos de una república tienen que tener exactamente el mismo régimen
legal vivan en la parte del territorio en el que vivan.
En las repúblicas realmente existentes república es un término
equívoco. Incluye lo político y el exceso
de lo político, es decir, el derecho a protestar o rebelarse contra la
injusticia. Pero también las virtudes republicanas, según enseñó el divino Platón
en su libro de referencia.
Rancière explica que la utopía platónica se proponía la
construcción de una comunidad en la que la ley no fuera letra muerta sino la
respiración de la sociedad, la vida de la sociedad, que se expresa en las
virtudes de los ciudadanos, cada uno en su puesto, pero cualidades personales
al fin necesarias para el funcionamiento de todo el organismo “republicano”:
templanza, valentía, prudencia, justicia.
La república además de la igualdad de la ley y los no privilegios implica costumbres
republicanas y la educación platónica tiene el objetivo de dotar a cada uno de
la virtud que necesita para el puesto que va a ocupar. La idea republicana va
por tanto muy unida a la educación del pueblo que básicamente se ha mostrado en
dos modelos: o bien como los Padres Fundadores americanos, la lógica del
nacimiento y de la riqueza produce una élite de las capacidades que se acaba
imponiendo a la anarquía; o bien lo que ocurrió en la tercera república
francesa, Jules Ferry propuso una educación republicana que rehiciera el tejido
social deshecho por la revolución, una instrucción en cultura y virtudes
republicanas sustituta del poder de la iglesia católica y la monarquía en el
imaginario y la formación.
Hoy en día y curiosamente en el país donde nació la
república moderna modelo de tantas otras una élite cuestiona este modelo.
Piensan que la escuela pública tiene dos funciones determinadas: formación del
pueblo en lo útil, formación de una élite capaz de elevarse por encima del
utilitarismo. El mal estará en la confusión de la élite con el pueblo. Los
males de la democracia se curan enfrentando tradición y familia al
“individualismo”. Pero ese es otro tema que me aleja de mi propósito, explicar
el sentido de la república y su unión estrecha con la educación de los
ciudadanos.
FE EN EL CAPITALISMO, ODIO A LA DEMOCRACIA
Todo Estado es oligárquico, pero la oligarquía da más o
menos espacio a la democracia. Vivimos en la predación por parte de los ricos
de lo público. Los males de las democracias los provocan quienes abusan, los
oligarcas y su insaciable apetito.
Los derechos del hombre y del ciudadano son inseparables de
las luchas, son los derechos de los que dan realidad a esos derechos. No basta
su reconocimiento en un papel, cuando se presenta la ocasión, y se presenta mil
veces, es momento de no conformarse y actuar. Los derechos son luchas.
Las reglas de un sistema parlamentario correcto incluyen:
-separación real de poderes, no bancos azules en el
parlamento. El ejecutivo no debería emanar del legislativo.
-representación real del electorado, no del jefe del partido
como ahora.
-mandatos electorales cortos, no acumulación de cargos
(senador y alcalde)
-monopolio de los representantes del pueblo en la
elaboración de las leyes.
-reducción al mínimo de las campañas electorales y de los
gastos electorales.
-control de la ingerencia de los poderes económicos en el
proceso electoral.
Al lado podríamos poner la columna de todos los puntos
“conculcados” en la realidad. No todo es negro en el panorama, las libertades
individuales se respetan, se pueden expresar diferencias de opinión, cualquiera
puede su propio medio de comunicación, hay libertad de asociación…
Pero el sistema oligárquico tiende a paralizarse por la contradicción
entre dos principios de legitimidad, la soberanía popular y la representación oligárquica. La ficción
del pueblo soberano sirve para unir la lógica gubernamental y las prácticas
políticas que incluyen siempre división del pueblo. La vitalidad de los
parlamentos se ha alimentado de la acción política extraparlamentaria.
Lamentablemente todo degenera y el sistema parlamentario también, las luchas
sociales y los movimientos emancipatorios se han debilitado.
Particularmente tras la caída del sistema soviético se ha
instalado el consenso, la “realidad inevitable”, la economía, el poder
ilimitado de la riqueza. Los gobiernos tienen que quitar los frenos a ese
crecimiento. Pero como ese crecimiento no tiene límites y no se preocupa de la
población de tal o cual Estado, le toca al gobierno controlar, someter ese
crecimiento al interés de la población.
Los gobiernos tienen esa tarea de gestionar la economía, los
efectos locales de la necesidad mundial sobre su población. Su autoridad se ve
pillada en pinza: por una parte la elección popular les ha dado el cargo y es
la base de su legitimidad, por otra están ahí porque los suponemos capaces de
dar con las soluciones correctas, es decir las soluciones que vienen del
conocimiento experto de las cosas, no del pueblo.
Ya no hay equilibrio entre experto solucionador y pueblo que
legitima. Ese es el drama.
La alianza del experto científico y la riqueza reclama todo
el poder excluyendo al pueblo y sus divisiones naturales. Pero la división que
se echa por la puerta entra por la ventana y las divisiones vuelven: extrema
derecha, integrismos religiosos, movimientos identitarios que frente al
consenso oligárquico reclaman la vuelta a la vieja filiación, religión, suelo
de los antiguos. O los que no están dispuestos a aceptar la necesidad económica
mundial como excusa para cuestionar los sistemas de salud, pensiones, protección
a la dependencia.
De vez en cuando como ya dijimos antes ocurre que el pueblo
vota lo que no estaba previsto y descompone los planes. Los franceses dijeron
no a Maastricht y Giscard se quejó de la iniciativa tomada por el Presidente
Chirac de convocar el referendum: no se deben dejar ciertos asuntos en manos
del pueblo ignorante, que no entiende cuál es el progreso ni hacia donde hay
que dirigirse.
La palabra clave que se usa en tono despectivo es entonces “populismo”,
que se aplica a todo el que se sale en la actualidad del consenso dominante. El
populismo se debe a la ignorancia, al apego al pasado y a la religión de los
antiguos.
El populismo esconde el conflicto entre legitimidad popular
y legitimidad de los sabios. Y oculta el gran deseo de la oligarquía: gobernar
sin el pueblo molesto, deshacerse de él, que no haya política ni
reivindicaciones.
¿Cómo se determina la medida entre el bien que procura el
crecimiento ilimitado de la riqueza y el que procura su limitación?
Hay leyes que regulan el crecimiento del capital pero que
hayamos de inmolar a esas leyes las pensiones, jubilaciones, seguridad social…no
es ciencia sino fe. El pueblo es ignorante porque le falta fe en el
capitalismo. La fe de la oligarquía en el capitalismo satisface su pulsión
profunda por deshacerse del pueblo. No tiene fe en que mayor rentabilidad es la
ley que nos va a conducir a la felicidad.
Hoy la fe la tienen los gobiernos y los expertos, se
declaran meros gestores para expulsar la política.
Las instituciones supraestatales no se deben a ningún
pueblo, la despolitización de los asuntos es total. Los Estados y sus expertos
se entienden con Bruselas y el pueblo queda aparte.
La necesidad histórica de la que hoy se nos quiere convencer es la conjunción del
crecimiento ilimitado de la riqueza y el crecimiento del poder oligárquico. Hoy
el reparto del poder con el capitalismo tiende a reforzar el poder de los
Estados, cierran las fronteras a los pobres que buscan trabajo al tiempo que las
abren a los capitales.
La dilapidación del Estado providencia no es que el Estado
se retire, es la redistribución entre la
lógica capitalista del seguro y a gestión estática directa de instituciones y
funcionamientos que se interponían entre ambos.
La oposición simplista entre asistencia estatal e iniciativa
privada enmascara los dos asuntos políticos del proceso: la existencia de
formas de organización de la vida material que escapan al gobierno.
La dificultad del combate democrático está en que defender
un servicio público o un sistema de jubilación son acciones tachadas de individualismo,
de particularismo.
El odio a la democracia despolitiza la vida pública, niega
las estructuras de dominio que forman la sociedad, enmascara la dominación de
las oligarquías del Estado, identificando la democracia con una forma de
sociedad.
Y enmascara el dominio de la oligarquía económica asimilando
su imperio al apetito de los “individuos democráticos”.
La democracia no puede dejar de suscitar el odio. Se ríen de
la intolerable condición igualitaria de la misma desigualdad.
La democracia no es ni la forma de gobierno que permite a la
oligarquía reinar en nombre del pueblo ni esa forma de sociedad que regula el
poder de la mercancía. Es la acción que arranca a los gobiernos oligárquicos el
monopolio de la vida pública y a la riqueza la omnipotencia sobre nuestras
vidas.
La democracia no se basa en ninguna naturaleza de las cosas
ni está garantizada por ninguna institución, depende de la constancia de sus
propios actos. No dejará de suscitar odio de los que presentan títulos para
gobernar: nacimiento, riqueza, ciencia. Pero entre los que comparten con
cualquiera el poder igual de la inteligencia, suscita valentía y alegría.
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