Sobre una conferencia del profesor Pedro Cerezo, la cual tuvo la amabilidad de enviar dedicada a esta Quinta de sus amigos.
Al gran maestro de filosofía Pedro Cerezo no se le escapa la
potencia simbólica de la gran literatura, que entiende como transposición o
experimentación del mundo de la vida
en sentido husserliano (Lebenswelt).
El saber narrativo interpela y orienta la filosofía en su tarea de aclaración
reflexiva de la condición humana en sus primordiales intereses. Por ello, el
espíritu del mito resulta imprescindible si queremos completar y limitar
razonablemente el objetivismo cientifista, pues en efecto, mediante la
reflexión crítica de los grandes relatos, vivimos y asumimos la experiencia de
nuestras paradojas, procurando transformarlas en sentido histórico, pero también biográfico.
El Quijote no es
solo importante por iniciar la fórmula de la novela moderna, sino que también ilustra
un símbolo del sujeto moderno, empeñado en la invención de sí mismo, una vez se
ha deshecho el universo ético de la épica medieval. El mito recoge la paradoja, y paradójico es que mirando don Quijote nostálgicamente atrás, al mundo medieval de
los caballeros andantes, lance su proyecto vital hacia adelante, para remedio de entuertos y desafueros presentes y futuros.
Obviamente, el Quijote no se agota en su dimensión de sátira
burlesca de los libros de caballerías, ni don Quijote es sólo un loco
estrafalario cuyas ridículas aventuras nos hacen reír. A juicio del profesor
Cerezo, el enigma del Caballero de la Triste Figura reside en la ambivalencia que atraviesa todo el texto
cervantino.
El Quijote –dijo Ortega- es la epopeya del eterno y esencial
derrotado: la imaginación poética idealizadora sometida a la crítica realista
deviene ilusión, decisiva ilusión pues la ilusión es un tónico
imprescindible de la voluntad. El Quijote es crítica, pero también restablecimiento
de la belleza imaginativa frente a todo posible escepticismo.
Si bien el gran error de don Quijote fue confundir la
literatura con la vida, también es acierto de Cervantes probar que la vida es
poca cosa sin la literatura. Sin la ficción sublimadora, los encantos y la
perfección de Dulcinea del Toboso se reducen al prosaísmo aldeano de Aldonza
Lorenzo, mencionada mucho en la novela y que jamás aparece “en persona”.
La continuidad de la novela de Cervantes con los intereses
humanistas del Renacimiento es indudable. Representa el buen sentido, lo razonable.
Lord Shaftesbury fue –según Cerezo- quien mejor calibró el alcance moral de la
crítica cervantina al ver en ella, en el humor del Quijote, un antídoto eficaz contra el entusiasmo.
Pero también aquí asoma la ambigüedad y al paradoja porque no cabe duda que el
entusiasmo, don y manía divina según Platón, está en el origen tanto de la
creación poética en particular, como de la actitud creadora en general, incluida la creación científica. De ahí que el Quijote se
preste, tanto a una lectura ilustrada, que acentuará su racionalismo, como a
una lectura romántica.
Don Quijote es a la vez un héroe ridículo y visionario: un héroe irónico. F. Schlegel escribió que
la actitud irónica nace precisamente de la comprensión de la esencia paradójica del mundo. Únicamente
una actitud ambigua puede abarcarlo
en su contradictoria totalidad. Su tema, el del Quijote, es por ello: la lucha
entre lo real y lo ideal.
En español, fue Miguel de Unamuno quien recreó apasionadamente
la condición romántica del personaje de Cervantes en clave existencial de
agonismo quijotesco: contraste irresoluble y doloroso entre la idealidad de la
libertad, justicia, belleza, amor a la gloria…, y la prosa utilitaria del
mundo. El caballero de la fe y la virtud (don Quijote) con su desnuda voluntad
se empeña en espiritualizar el mundo mediante la propuesta de un humanismo tan
perfectamente heroico como inútil.
En su interpretación, Ortega prefirió la línea ilustrada,
hegeliana. El Quijote critica a los héroes del “puro esfuerzo” cuyas acometidas
contra la realidad conducen a la melancolía. De la contradicción entre el
idealismo abstracto y el crudo realismo sólo puede surgir un morboso conflicto
de funestas consecuencias, pues
“si la idea triunfa, la materialidad queda suplantada
y vivimos alucinados. Y si la materialidad se impone y penetrando el vaho de la
idea reabsorbe a esta, vivimos desilusionados”.
Ortega aprecia el régimen de
equilibrio entre cultura y vida que Cervantes nos propone para no vivir ni
alucinados ni desmoralizados.
¿Realismo versus idealismo? Entre las virtudes mismas hay
contienda (también entre los vicios, todo hay que decirlo). Como en el derecho
(‘summum ius, summa iniuria’), igual existen contradicciones en la justicia. Y
la sabiduría, ¿no se vuelve presunción en la imprudencia de no reconocer sus
límites? Tragedia de la vida que se vuelve cómica (aún en los entierros),
heroico alarde, brava embestida transformados en bufonada. Secretamente, la tragedia linda con la comedia. Cuando todos se tumban
borrachos o adormilados, Platón pone en boca de Sócrates que sólo el poeta
trágico es también autor de comedias. Si a la estatua del Laocoonte se le quitan las serpientes, su lucha trágica
deviene bostezo cómico. Ambigüedad de la virtud y el vicio. Kierkegaard nos
recuerda que el lujurioso puede ser un fino amante; poseer el disoluto un fino
olfato ético; y el ateo –tal que Nietzsche-, un profundo espíritu religioso.
Don Quijote es un loco entreverado de cordura y un
visionario frenético. A despecho de la realidad, se empeña valeroso en
determinar libérrimamente el sentido de su vida. Sus rasgos son la hipérbole
prematura del sujeto moderno, engastados en un hidalgo antiguo y decadente: el
yo como autoconciencia volitiva, la autoestima inalienable de la propia
dignidad, forjada en el mérito del esfuerzo y la virtud. Se trata de una identidad
que abreva sus sueños de gloria y de futuro en la utopía de una remota y
pretérita edad dorada.
La exageración del personaje ilustra los excesos de tal
sujeto moral: su actitud absolutista le lleva a la arrogancia y la desmesura.
Y la visión del ideal le vuelve ciego para el valor de lo cotidiano. Ambas
lecturas, la ilustrada y la romántica son legítimas. Doble faz del héroe
ambiguo, de lo sublime a lo ridículo, como el sileno de Alcibíades que
representó a Sócrates al final del Banquete,
feo y bello a la vez.
Cabría desde luego una tercera lectura que, a través de la
sátira de todo entusiasmo condujese a la angustia existencial, nihilista, cuya salida
solo cabe en el salto mortal de la fe (Kierkegaard) o en la caída bestial a la
nada. Pero para el humanismo cervantino, muertos los caballeros andantes, sólo
quedan los hombres a secas. Muerto el héroe, nos salva el llano y sencillo buen
humor, el buen sentido, el instinto de sociabilidad, la voluntad de
comunicación con el otro, el juicio reflexivo elaborado en común.