Zubiri, Ortega y Manuel Gª Morente |
Humanismo radical
A Manuel García Morente, ell filósofo de Arjonilla (Jaén) se le ha tildado de afrancesado,
por su formación racionalista y laica, y de espíritu germánico por su indudable
filiación al neokantismo marburgués durante su madurez filosófica, pero Rafael
Gambra, que le conoció como alumno suyo en la universidad después de la guerra,
afirma que uno y otro carácter respondían a una adhesión más profunda de su
personalidad intelectual: el humanismo helenista.
La sencillez estructural del cartesianismo, el rigor de las
críticas kantianas no podían ser indiferentes a una mente conformada en el
ideal de inteligibilidad del espíritu clásico. García Morente, con su
competencia de gran pedagogo explicaba la interpretación moderna de ese
espíritu griego en sus lecciones de Ética: su humanismo radical.
Aquellas primeras reflexiones éticas de presocráticos y
sofistas, éticas avant la lettre, se desentendían de cuanto excediera los
límites de lo humano. Los griegos edificaron la civilización dentro de esos
límites, en su forma, número y medida. “En el êthos o sentido moral de los
griegos –decía Morente- se admiraba, antes que nada, la obra de los hombres
comedidos, armónicos, virtuosos”[1]. El héroe es el excelente
por antonomasia, el poseedor de la areté. Odiseo, el prudente.
En Platón la facultad dinámica, el ánimo noble, representado
por el caballo obediente a la logística del alma en la inmortal alegoría del
carro alado (Fedro), ha de estar guiado y enmarcado por los dos imperativos y
hábitos de mesura y armonía que rigen la parte apetitiva y racional del ser
humano, la inferior y la superior: templanza y prudencia.
En Aristóteles, el comedimiento, el obrar armónico es
constitutivo formal de la excelencia misma (areté), “el hábito operativo del
término medio”. La formación helénica educaba la mente en la música y el cuerpo en
la gimnasia, así pretendía lograr al hombre armónico, haciendo de él icono o
prototipo de la armonía universal, de la razón común. Esta era para los grandes
sistemas éticos –desde los cirenaicos a los estoicos- la gran meta del saber y
obrar humanos: constituir un microcosmos humano “homologoumenos”, representando
la armonía del cosmos.
Serenidad y armonía
Al contrario que el arte oriental que representa las fuerzas
inhumanas, los poderes divinos y superiores a lo humano, el arte griego clásico
aspira a producir en el espectador la impresión de serenidad en la que se
expresa y se vive el ideal de armonía en que el alma humana se diviniza.
La paideia es la
formación del espíritu del hombre según ese ideal de armonía cósmica (ánthôpos kalos-kai-agathós). Más allá de
este ideal de lo formado, de lo sometido a orden y medida, está el caos, lo
informe, lo ápeiron, el no-ser, lo
inextricable, lo inmenso, lo que no se puede numerar. El apeirókalos es el grosero, el falto de gusto, el vulgar. Y apeiría acabará siendo sinónimo de
desconocimiento, de ignorancia.
Este elemento caótico y desmedido aparece siempre en la
tragedia como lo opuesto al hombre, a su espíritu y a su interna armonía,
aunque cabe a este elemento el papel de producir en el alma, mediante la
vivencia de lo tremendo, de lo terrorífico (tò
deinón)[2],
la kátharsis de las pasiones, su
purificación. Esta purga catártica es imprescindible para devenir excelente.
Para ese heleno de la época clásica el bien supremo no es
como en los sistemas religiosos la entrega a la divinidad o la fusión con el Ser, al modo panteístico, sino el momento culminante de la suprema
inteligibilidad. No extraña que los primeros cristianos helenísticos tiraran
hacia el gnosticismo. Ya lo había cantado Parménides:
“… Las doncellas indicaban el camino (…)
Las doncellas Helíadas, abandonadas
ya las moradas de la noche
hacia la luz, habiendo con sus manos
los velos de la cabeza retirado” (fr. 1).
Morente –cuenta Gambra- interpretaba este ideal como una
prolongación infinita de la fruición íntima que se experimenta al entender con
evidencia o claridad una cosa. Es la nóesis
platónica, la percepción intelectual de la idea bienaventurada.
Permanencia y nostalgia
Hay quien interpreta este ideal humanista de la mesotés clásica como una especie de
entrega a la Naturaleza o Cosmos por cuanto este tiene de bello e inteligible.
Un designio de vivir en consonancia y armonía con la Naturaleza. Se trataría,
en contraste con otras culturas (sobre todo la semítica hebrea), de una visión
estática de la realidad, al margen de todo sentido histórico. La guerra de
Troya, por ejemplo, no era pensada por Aristóteles como algo superado hacia un
desenlace escatológico de los tiempos.
Según otros, el ideal de la armonía entraña la nostalgia
colectiva de un primitivo estado de inocencia y libertad, antes de la caída del
alma en el tiempo; una interpretación congruente con la tendencia
órfico-pitagórica recogida en parte por el platonismo. Antes de dicha “caída”,
la vida del hombre no tenía el sentido preparatorio, de camino hacia la meta de
la salvación en otra vida sobrenatural, sino que tendría valor en sí misma,
hallándose bajo la constante mirada, atención y presencia de la divinidad. El
hombre no pagaba su injusticia de existir allá dominando su naturaleza, sino
expandiéndola sin desenlace mortal.
Esa profundísima nostalgia[3], latente desde los
primeros versos de la Odisea homérica, añoranza del ideal de una serena mesotés
y armonía universal, justificaría el vasto eco que ese ideal ha encontrado en
épocas posteriores y la sugestión que aún ejerce entre nosotros. Tal vez la
imposibilidad de retornar a esa Ítaca paradisíaca, la imposibilidad de remontar
el tiempo, expliquen por qué la mitología griega es tan rica en relatos
desesperados: Sísifo subiendo una piedra que no consigue asentar en la cumbre,
Tántalo sufriendo por objetos que desea y necesita, pero que se le escapan y huyen retrocediendo, Prometeo devorado por el águila divina[4].
[1]
En el “Estudio preliminar” de Rafael Gambra.
Manuel García Morente, Ideas para
una filosofía de la historia de España, Madrid, 1957.
[2]
Déos, déous es el temor reverencial, próximo al timor dei latino.
[3]
“nostalgia” es etimológicamente el dolor del retorno.
[4]
La interpretación que aquí se sugiere del mito de Prometeo sería muy distinta a
la que ofrece Gide en su genial “Disertación de Prometeo”, donde el titán
filántropo purga su pecado de haber entregado a los hombres el principal
instrumento de todo progreso: el fuego, pero con él el deseo irrefrenable de
dominar y mejorar.
3 comentarios:
En cuanto a perfeccionamiento moral me quedo con lo que
escribe Safranski en su memorable biografía de Goethe:
"Goethe estuvo entrelazado de la manera más íntima con la vida social
y cultural de su época, pero se las co mpuso para seguir siendo un individuo. Adoptó como principio la máxima de acoger en sí tanto mundo como pudiera elaborar.
Pasaba de largo ante aquello a lo que no podía dar de alguna manera
una respuesta productiva, dicho de otro modo, tenía una admirable capacidad de
ignorar." dejando claro y por delante que ya entonces y hoy mucho más los tiempos
no son propicios para el nacimiento de la individualidad.
Solidaria insolidaridad. Tutti e soli, tal es la dialéctica armonía que imprime a sus conciertos Il Prete Rosso. Sabee disgregarse y recogerse -decía Baudelaire, ça c'est tout! Apolo y Dionisio. No le niegues la divinidad a este último, o te pasará lo que a Penteo en Las Bacantes.
estoy leyendo sus lecciones preliminares de filosofía
y es una delicia de claridad filosófica
Muy buena exposición de realismo e idealismo
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