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Depósito de ponencias, discusiones y ocurrencias de un grupo de profesores cosmopolitas en Jaén, unidos desde 2004 por el cultivo de la filosofía y la amistad, e interesados por la renovación de la educación y la tradición hispánica de pensamiento.

sábado, 9 de enero de 2016

HUMANISMO Y ANGEOLOGÍA

Eugenio Ímaz. Extraordinario humanista injustamente semiolvidado.
Prologuista genial

El prólogo puede ser considerado como un género literario o, al menos, como un subgénero de la didáctica. Conozco al menos cuatro maestros del prólogo: José Ortega, Alfonso Reyes[1], Eugenio Ímaz o el polaco Stanislaw Lem, este último escribió un libro fantástico con prólogos humorísticos y satíricos de obras posibles, imaginadas, casi inconcebibles, peregrinas ocurrencias futuristas, delirios cósmicos.

La faceta de prologuista de Eugenio Ímaz (1900-1951) fue al menos tan excelente como sus dimensiones de profesor y traductor. Sus prólogos demuestran un profundo conocimiento de la obra que proemian y de la que suelen ofrecer una económica sinopsis (¡qué difícil es resumir bien!). Pero no se queda ahí, sino que añade: por una parte, un marco histórico desde el cual comprender el sentido de la obra que preludia; y por otra parte, no renuncia a una mirada crítica, original, valiosa, a veces graciosa e irónica, la cual supone una filosofía suya, de Eugenio Ímaz.

Su perspectiva es la del humanismo clásico, cristiano y español, una simbiosis de vocación didáctica, cultural, política y espiritual. Para Ímaz, el humanismo se confunde con la filosofía porque tienen el mismo origen en la obra de Platón: “El comienzo de la metafísica en el pensamiento de Platón representa al mismo tiempo el comienzo del humanismo”[2].

Muchos de los artículos, discursos y prólogos de Ímaz tocan recurrentemente el tema del humanismo: “El destino del homo sapiens” (1942), “Conquista de la libertad” (1942), “Palabras de aniversario” (1945), “Heidegger y el humanismo” (1948), “¿Qué es el hombre?”[3].


El humanismo de Ímaz toma su sentido de la metafísica de la historia, de la historización de la filosofía que, a su juicio, es proeza de Giambattista Vico:

“El gran revolucionador de la filosofía, el que la hizo girar definitivamente los 180 grados para que pudiera llamarse plenamente moderna, fue Vico al perpetrar la fabulosa hazaña de suplantar la milenaria teología natural, o metafísica, por una teología civil o metahistoria, entregándole por primera vez al hombre su propio mundo”[4].

Tal vez sea “Angeología y humanismo” (1950) el opúsculo en que más claro expone Ímaz su apuesta intelectual. La pregunta por el humanismo era entonces de rabiosa actualidad internacional, Jean Beaufret había preguntado en 1946 a Martin Heidegger “Comment redonner un sens au mot Humanisme”. Lo que provocó el ensayo Ueber den Humanismus. Poco antes, Sartre también había contestado a la pregunta L’existencialisme est un humanisme?

Construcción histórica de la dignidad humana

Ímaz empieza reconociendo que la tradición humanista es más larga que la cristiana. Los hijos de buena familia solían acudir a Grecia a desbastarse, a “civilizarse”, estudiando con retóricos y filósofos los buenos pareceres y las buenas palabras (eruditio et institutio in bonas artes). Como en la Academia, dicha formación clásica del espíritu tenía una finalidad política. Cicerón, tras estudiar en Atenas, encarnó en su persona y definió el humanismo grecorromano. Hizo así hablar en latín a la filosofía. Tradujo la voz griega philantropía por humanitas, dándole nombre a la renovada Paideía.

En el Renacimiento, para Petrarca los studia humanitatis eran el mejor camino para promover la dignidad del hombre. La filantropía, el amor a la humanidad, era así reinterpretado como “dignidad humana”. Las humanidades fueron incentivadas frente al “ávido ergotismo escolástico” y la todavía fantástica filosofía de la naturaleza, con el fin de sacar del homo barbarus el homo humanus. Proceso educativo de civilizadora humanización.

A juicio de Ímaz, los humanistas cristianos no interpretaron la filantropía como caridad porque el amor a los hombres era algo más universal que el “amor al prójimo” (al próximo). La filantropía no declaraba así una “hermandad de filiación”, sino una “hermandad de naturaleza”.

Este humanismo renacentista recoge el voluntarismo latino. Exalta la libertad, apoyándose más en Cicerón y Séneca que en el estoicismo griego con su determinismo.

El texto canónico es por supuesto el Diálogo de la dignidad del hombre de Giovanni Pico della Mirandola, en el que el hombre aparece creado por Dios como un ser sin esencia definida. El hombre es aquella criatura cuyo deber principal es darse forma a sí mismo, elegir el solar, la forma y la función que quiera. “Tú, que no tienes límites, ordenarás por ti mismo los límites de tu naturaleza”.

Esta libertad tiene una dimensión dramática, pues el hombre puede elegir bien o mal, puede degenerar en las formas de vida más bajas o “renacer en formas superiores, que son divinas”.

El elegante Diálogo de la dignidad del hombre del cordobés Fernán Pérez de Oliva (1492-1531), autor de los siete emblemas del patio de la Universidad de Salamanca, recoge el mismo afán humanista. El hombre “tiene libertad de ser lo que quiera”…, animal bruto o “ángel, hecho para contemplar la cara del Padre; y en su mano tiene hacerse tan excelente, que sea contado entre aquellos a quien Dios dijo: ‘Dioses sois vosotros’”.

Las formas más próximas a la divinidad son los Tronos, símbolos de la firmeza práctica; los Querubines, símbolos de la vida contemplativa; y los Serafines, símbolos del entusiasmo amoroso. “Quien es un serafín –escribe Pico- es un amante, está en Dios y Dios en él”.

Aspiración seráfica

Luis Vives dejó escrito un “auto misterial”, Fabula homini, en el que, con motivo del aniversario del dios Juno, Júpiter crea el universo mundo como un escenario en el que desempeñan su papel las diversas criaturas para diversión de los dioses, hasta que le llega el turno al hombre que resulta capaz de imitar a todos los seres vivos: la vida adormilada de las plantas, la furia del león, la rapacidad del lobo, la fiereza del jabalí, la astucia de la zorra, la sucia concupiscencia del cerdo, la timidez de la liebre, la envidia del perro, la estupidez del asno. Con ello divierte al divino público de lo lindo.

Pero la cosa no acaba ahí. Cae el telón y el actor más aplaudido se acerca a los dioses haciendo de sí mismo, haciendo de hombre “prudente, justo, leal, amable y amigable, que anda por las ciudades con sus compañeros, manda unas veces y obedece otras, se cuida del bien público y es siempre un ser social y político”.

Los dioses no esperaban verlo con más figuras, pero hete aquí que el hombre toma la figura de uno de ellos, sobrepasando su propia naturaleza. Al principio, a los dioses les choca, no esperaban ser ellos también imitados por una de sus criaturas. Se quedan serios, confunden al hombre con Proteo, el hijo del Océano. Pero pronto prorrumpieron en un aplauso cerrado.
Le invitan a subir al proscenio, ¡pero entonces el hombre empieza a imitar al mismo Júpiter, soberano de los dioses inmortales! Penetra así en esa luz inaccesible, rodeada de tinieblas, donde Júpiter mora. Esta vez no hay aplausos, sino un silencio de asombro. Y el hombre, que se ha desprendido de su disfraz –de su cuerpo- para sentarse entre los dioses, se lo vuelve a poner para siempre “ya que le ha prestado tan buenos servicios”.

Es significativo que Vives escribiese esta obrilla poco después de su primer encuentro con Erasmo (Lovaina, 1518) y que la edición de Basilea de la Utopía de Moro lleve esa misma fecha. La idea de la dignidad del hombre roza el endiosamiento, el “estusiasmo”, pero no parece olvidarse por ello de sus negocios terrenales al volver a calzarse su cuerpo mortal el actor principal de la Fábula.

Si la aspiración suprema es la seráfica, también busca el hombre la firmeza de los Tronos, su claridad de juicio. Dice Pico: “por encima del Trono, esto es, por encima del buen juez, se sienta Dios como Juez de las edades”.

Philosophia Christi y Renacimiento español

Erasmo fue el primero que se llamó y llamó a sus amigos “humanistas”. Profesores del entusiasmo humanista, compartían también una Philosophia Christi, que quieren ver realizada en la tierra en sus tres dimensiones o niveles: práctico, contemplativo y místico. Dejaban los dos últimos a merced de la vocación, pero no el primero, el práctico. Alfonso Valdés lo expresa con franqueza castellana: “¿Qué ceguera es esta? Llamámonos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales”.

Ímaz denuncia el prejuicio de algunos historiadores, según el cual España no tuvo Renacimiento. Insiste en que lo tuvimos en ambos sentidos:

1. Como exaltación antimedieval del individuo y la naturaleza, y

2. Como un revival de la religiosidad medieval.

Erasmo de Roterdam

Recoge las pruebas ofrecidas por el gran hispanista Bataillon (Erasmo y España). En ningún país de Europa fue Erasmo –el del Enchiridion o El caballero cristiano- tan precozmente popular como en España. Como se sabe, hasta el mismísimo emperador Carlos fue erasmita. 

Es verdad que la cristianización del humanismo tuvo en España rasgos peculiares. Era España, más que una democracia frailuna –como pensaba Menéndez Pelayo- una democracia caballeresca, propiciada por las posibilidades que ofrecía la frontera para hacerse hidalgo, hijo de algo, donde ese algo eran las hazañas bélicas, los méritos del verdadero aristócrata que tras la espada tomaba también la pluma. El análogo americano fue el pionero, cuya aventura está en el origen de la creación de esa democracia plutocrática en la que la posibilidad de hacerse rico está abierta a todos.

Tal sesgo caballeresco de nuestro humanismo cristalizó –y podríamos también añadir que degeneró- en el concepto del honor, que tanto impresionará el imaginario barroco, pero que por desgracia ya no es el ideal educador del humanismo. En este sentido, don Quijote encarna en parte lo mejor del viejo ideal del caballero cristiano de frontera (aunque ya cómica, extemporáneamente) y por eso –según Ímaz- don Quijote no tiene todavía nada de calderoniano.

Además del honor, la mentalidad caballeresca tiene otro rasgo importante, cultivado por Lope y también por Calderón: el de la hombría. No se trata ya de la dignidad de los humanistas, pues no procede de las letras, sino de las armas. Pero tal ideal alcanzará gran vigor y popularidad. Es lo que esgrime el agraviado que “sale por sus fueros” o lo que enarbola todo  un pueblo al ser injustamente tratado por la autoridad (¡Fuenteovejuna, todos a una!).

Tronos y Querubines

El penoso esfuerzo civilizador (conversión del alma, esforzada salida de la caverna) tiene así como ángeles tutelares a Tronos, Querubines y Serafines. Primero los Tronos: el héroe trágico griego y su areté, el caballero romano y su virtus, el arte y la independencia mercenaria del condottiero, el gentleman inglés y su fair play, el francés y su bonhomie, la generosa hombría del español. 

Después, los Querubines que son siempre filósofos o poetas. Como el búho de Minerva, emprenden su vuelo de noche, siempre precedidos por el claro día de los Tronos. Pero su labor no es ociosa. El querubín humanista humaniza lo estamental y regional, es decir, universaliza. Imaz sentencia: “Cuando el universalismo de los Querubines y la democracia de los Tronos escriban a una el 'discurso de las armas y de las letras' es cuando se habrá dado un sentido definitivo a la palabra humanismo."

Adversus Heidegger

El artículo de Ímaz concluye con una aguda crítica a los “dominios banales del Das Man heideggeriano –Don Nadie y todo el mundo, lo que ‘se’ dice o lo que se dice ‘se’". 

Es evidente el tono irónico, mordaz y hasta sarcástico de Ímaz cuando refiere al alemán. Y no podemos achacar –como se hace frecuentemente- la posición de Ímaz a su desconocimiento del idioma alemán. (Cuando se critica la logomaquia de Heidegger, su feo retoricismo, los heideggerianos -si queda alguno-, suelen alegar que su maestro es tan genial como intraducible). Ímaz estaba casado con una alemana y tradujo obras fundamentales –sobre todo de Dilthey- de ese idioma.

Ironiza sobre al arte heideggeriano de buscar cinco pies al gato para conjurar objeciones, donde ese quinto pie del gato es la etimología, el procedimiento de buscar –o inventar- la raíz o “palabra elemental”.

El humanismo de Heidegger es, simplemente, un imposible, pues como Nietzsche, Heidegger se queda con el calicles moderno: el “hombre de poder del Renacimiento”. Prescinde de la historia de la filosofía o la convierte en escombros que le sirven de escalera para ahondar en su angustia. Se queda con el “ser”, pero en realidad no sabemos con qué se queda. Y esta voluntad de arrostrar el ser, de dejar que hable (etimológicamente) es una voluntad trágica, como si Heidegger estuviera cumpliendo la voluntad de Nietzsche, voluntad de restaurar (atrasar) la filosofía en donde se hallaba antes de Sócrates.

Probablemente fue Schopenhauer, el misántropo, el primero en romper con el concepto humanista de la dignidad del hombre, tal concepto reconocía un orden racional y jerárquico en los seres. Aunque –al contrario que Rousseau-, los humanistas no se hacían demasiadas ilusiones respecto a la bondad natural del hombre, y equilibraban su racionalismo con una apuesta seráfica, más franciscana que tomista.


En Goethe todavía había un respeto religioso respecto a la raíz desconocida y misteriosa del universo. Todo eso desaparece con Hegel, pues para él “nada hay que resista el coraje de la razón”. Conviene recordar del tesoro de errores que es la historia, que en nombre de la diosa Razón se aguillotinó a inocentes sin juicio previo. Frente a este racionalismo asfixiante, se levantará el personalismo de Kierkegaard, el pesimismo de Schopenhauer y la voluntad trágica de Nietzsche con su arte de la sospecha (Kunst des Mistrauens):

“Pero la identificación que hace Nietzsche de los ‘buenos sentimientos’ con la ‘degeneración’, fruto de su experiencia de enfermo depauparado, y del ‘cristianismo’, secularizado –democracia social- o no, con la ‘decadencia’, fruto de su experiencia alemana y de su educación calvinista, es una identificación que, para muchas gentes europeas, y no digamos nada para la española, resulta, literalmente, su ‘consideración más intempestiva’.          Por nuestra tradición humanista, tan irónicamente ‘racionalista’, por nuestra tradición caballeresca, que hace hincapié en la hombría, y por nuestro catolicismo popular, que no tiene remilgos con la carne, el ideal del ‘superhombre’ nos viene estrecho. Sabemos que ‘no hay iguales ante Dios’ y que, por eso, ‘todos somos iguales’ y sentimos, vitalmente, que la carencia de sentimientos generosos es un síntoma, no ya de salud, sino de ‘deficiente potencial biológico’”.

Cabe aceptar, eso sí, que Nietzsche fue un genio psicológico y un desenmascarador del filisteísmo hipócrita de la cultura puritana, con un estilo poético deslumbrante. De hecho, ha ejercido una importante influencia en la generación del 98 (excepción de Machado y Unamuno). Influencia que tal vez explique el "narcisismo de superhombría" de algunos de nuestros escritores.

Para Ímaz, ni la actitud de Heidegger ni la de Sartre respecto del humanismo inspiran confianza. Menos que nunca –concluye- podemos prescindir ahora de lo que profundamente somos:

“de aquello que nos sirve de asidero para juzgar en firme el mundo terrible en que vivimos y no dejarnos anonadar por él. Que la física interprete el Universo como le dé la gana: nosotros interpretamos ‘humanísticamente’ el trabajo de los físicos e incluimos el estudio de su labor, como la de los biólogos o los naturalistas, dentro de los studia humanitatis. En este sentido hemos ampliado el campo de los primeros humanistas: queremos que abarque también la Historia de las ciencias, pues el orden que le han sabido sonsacar al Universo es una hazaña humana que cuenta entre las universales y, por lo mismo, humanizadoras. La tradición humana, históricamente decantada, en forma de humanidades y en forma de hombría –dos recoldos que no se apagan nunca gracias al soplo amoroso del Serafín- nos dice que no estamos ya ‘arrojados en el mundo’”[5]


Notas


[1] Corto y bellísimo el que el mejicano escribe para Luz en la caverna de Eugenio Ímaz, FCE, México 1951. Para este artículo he manejado la edición de la colección Heteroclásica/Pensar en Español, FCE 2009: Luz en la caverna: introducción a la psicología y otros ensayos.
[2] Es muy posible, desde luego, ver en Heráclito (Ἦθος ἀνθρώπῳ δαíμων) y en otros presocráticos una perspectiva humanista anticipadora: el hombre dueño de su destino o de su divinidad personal pues es responsable de su carácter (êthos).
[3] Alusión a la obra de M. Buber, traducida por Ímaz para el FCE.
[4] Nos sorprende que Ímaz soslaye el claro precedente de Kant con los opúsculos que él mismo tradujo para FCE en 1941 bajo el título de Kant, Filosofía de la historia.
[5] Las últimas dos largas citas son de la edición citada, pgs. 257ss.

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