Eugenio Ímaz. Extraordinario humanista injustamente semiolvidado. |
Prologuista genial
El prólogo puede ser considerado como un género literario o,
al menos, como un subgénero de la didáctica. Conozco al menos cuatro maestros
del prólogo: José Ortega, Alfonso Reyes[1], Eugenio Ímaz o el polaco Stanislaw
Lem, este último escribió un libro fantástico con prólogos humorísticos y satíricos de obras posibles, imaginadas, casi
inconcebibles, peregrinas ocurrencias futuristas, delirios cósmicos.
La faceta de prologuista de Eugenio Ímaz (1900-1951) fue al
menos tan excelente como sus dimensiones de profesor y traductor. Sus prólogos demuestran un
profundo conocimiento de la obra que proemian y de la que suelen ofrecer una económica sinopsis
(¡qué difícil es resumir bien!). Pero no se queda ahí, sino que añade: por
una parte, un marco histórico desde el cual comprender el sentido de la obra
que preludia; y por otra parte, no renuncia a una mirada crítica, original,
valiosa, a veces graciosa e irónica, la cual supone una filosofía suya, de
Eugenio Ímaz.
Su perspectiva es la del humanismo clásico, cristiano y
español, una simbiosis de vocación didáctica, cultural, política y espiritual.
Para Ímaz, el humanismo se confunde con la filosofía porque tienen el mismo
origen en la obra de Platón: “El comienzo de la metafísica en el pensamiento de
Platón representa al mismo tiempo el comienzo del humanismo”[2].
Muchos de los artículos, discursos y prólogos de Ímaz tocan
recurrentemente el tema del humanismo: “El destino del homo sapiens” (1942), “Conquista
de la libertad” (1942), “Palabras de aniversario” (1945), “Heidegger y el
humanismo” (1948), “¿Qué es el hombre?”[3].
El humanismo de Ímaz toma su sentido de la metafísica de la
historia, de la historización de la filosofía que, a su juicio, es proeza de Giambattista Vico:
“El gran revolucionador de la filosofía, el que la hizo girar definitivamente los 180 grados para que pudiera llamarse plenamente moderna, fue Vico al perpetrar la fabulosa hazaña de suplantar la milenaria teología natural, o metafísica, por una teología civil o metahistoria, entregándole por primera vez al hombre su propio mundo”[4].
Tal vez sea “Angeología y humanismo” (1950) el opúsculo en
que más claro expone Ímaz su apuesta intelectual. La pregunta por el humanismo
era entonces de rabiosa actualidad internacional, Jean Beaufret había
preguntado en 1946 a Martin Heidegger “Comment redonner un sens au mot
Humanisme”. Lo que provocó el ensayo Ueber
den Humanismus. Poco antes, Sartre también había contestado a la pregunta L’existencialisme est un humanisme?
Construcción histórica de la dignidad humana
Ímaz empieza reconociendo que la tradición humanista es más
larga que la cristiana. Los hijos de buena familia solían acudir a Grecia a
desbastarse, a “civilizarse”, estudiando con retóricos y filósofos los buenos
pareceres y las buenas palabras (eruditio et institutio in bonas artes). Como
en la Academia, dicha formación clásica del espíritu tenía una finalidad
política. Cicerón, tras estudiar en Atenas, encarnó en su persona y definió el
humanismo grecorromano. Hizo así hablar en latín a la filosofía. Tradujo la voz
griega philantropía por humanitas, dándole nombre a la renovada Paideía.
En el Renacimiento, para Petrarca los studia humanitatis eran el mejor camino para promover la dignidad del hombre. La filantropía, el
amor a la humanidad, era así reinterpretado como “dignidad humana”. Las
humanidades fueron incentivadas frente al “ávido ergotismo escolástico” y la
todavía fantástica filosofía de la naturaleza, con el fin de sacar del homo barbarus el homo humanus. Proceso educativo de civilizadora humanización.
A juicio de Ímaz, los humanistas cristianos no interpretaron
la filantropía como caridad porque el
amor a los hombres era algo más universal que el “amor al prójimo” (al
próximo). La filantropía no declaraba así una “hermandad de filiación”, sino
una “hermandad de naturaleza”.
Este humanismo renacentista recoge el voluntarismo latino.
Exalta la libertad, apoyándose más en Cicerón y Séneca que en el estoicismo
griego con su determinismo.
El texto canónico es por supuesto el Diálogo de la dignidad del hombre de Giovanni Pico della Mirandola,
en el que el hombre aparece creado por Dios como un ser sin esencia definida.
El hombre es aquella criatura cuyo deber principal es darse forma a sí mismo,
elegir el solar, la forma y la función que quiera. “Tú, que no tienes límites,
ordenarás por ti mismo los límites de tu naturaleza”.
Esta libertad tiene una dimensión dramática, pues el hombre
puede elegir bien o mal, puede degenerar en las formas de vida más bajas o “renacer
en formas superiores, que son divinas”.
El elegante Diálogo de
la dignidad del hombre del cordobés Fernán Pérez de Oliva (1492-1531), autor
de los siete emblemas del patio de la Universidad de Salamanca, recoge el mismo
afán humanista. El hombre “tiene libertad de ser lo que quiera”…, animal bruto
o “ángel, hecho para contemplar la cara del Padre; y en su mano tiene hacerse
tan excelente, que sea contado entre aquellos a quien Dios dijo: ‘Dioses sois
vosotros’”.
Las formas más próximas a la divinidad son los Tronos,
símbolos de la firmeza práctica; los Querubines, símbolos de la vida
contemplativa; y los Serafines, símbolos del entusiasmo amoroso. “Quien es un
serafín –escribe Pico- es un amante, está en Dios y Dios en él”.
Aspiración seráfica
Luis Vives dejó escrito un “auto misterial”, Fabula homini, en el que, con motivo del
aniversario del dios Juno, Júpiter crea el universo mundo como un escenario en
el que desempeñan su papel las diversas criaturas para diversión de los dioses,
hasta que le llega el turno al hombre que resulta capaz de imitar a todos los
seres vivos: la vida adormilada de las plantas, la furia del león, la rapacidad
del lobo, la fiereza del jabalí, la astucia de la zorra, la sucia
concupiscencia del cerdo, la timidez de la liebre, la envidia del perro, la
estupidez del asno. Con ello divierte al divino público de lo lindo.
Pero la cosa no acaba ahí. Cae el telón y el actor más
aplaudido se acerca a los dioses haciendo de sí mismo, haciendo de hombre “prudente,
justo, leal, amable y amigable, que anda por las ciudades con sus compañeros,
manda unas veces y obedece otras, se cuida del bien público y es siempre un ser
social y político”.
Los dioses no esperaban verlo con más figuras, pero hete
aquí que el hombre toma la figura de uno de ellos, sobrepasando su propia naturaleza. Al
principio, a los dioses les choca, no esperaban ser ellos también imitados por
una de sus criaturas. Se quedan serios, confunden al hombre con Proteo, el hijo
del Océano. Pero pronto prorrumpieron en un aplauso cerrado.
Le invitan a subir al proscenio, ¡pero entonces el hombre
empieza a imitar al mismo Júpiter, soberano de los dioses inmortales! Penetra
así en esa luz inaccesible, rodeada de tinieblas, donde Júpiter mora. Esta vez
no hay aplausos, sino un silencio de asombro. Y el hombre, que se ha
desprendido de su disfraz –de su cuerpo- para sentarse entre los dioses, se lo
vuelve a poner para siempre “ya que le ha prestado tan buenos servicios”.
Es significativo que Vives escribiese esta obrilla poco
después de su primer encuentro con Erasmo (Lovaina, 1518) y que la edición de
Basilea de la Utopía de Moro lleve
esa misma fecha. La idea de la dignidad del hombre roza el endiosamiento, el “estusiasmo”,
pero no parece olvidarse por ello de sus negocios terrenales al volver a
calzarse su cuerpo mortal el actor principal de la Fábula.
Si la aspiración suprema es la seráfica, también busca el
hombre la firmeza de los Tronos, su claridad de juicio. Dice Pico: “por encima
del Trono, esto es, por encima del buen juez, se sienta Dios como Juez de las
edades”.
Philosophia Christi y Renacimiento español
Erasmo fue el primero que se llamó y llamó a sus amigos “humanistas”. Profesores del entusiasmo humanista, compartían también una Philosophia Christi, que quieren ver
realizada en la tierra en sus tres dimensiones o niveles: práctico,
contemplativo y místico. Dejaban los dos últimos a merced de la vocación, pero
no el primero, el práctico. Alfonso Valdés lo expresa con franqueza castellana: “¿Qué
ceguera es esta? Llamámonos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos
animales”.
Ímaz denuncia el prejuicio de algunos historiadores, según
el cual España no tuvo Renacimiento. Insiste en que lo tuvimos en ambos
sentidos:
1. Como exaltación antimedieval del individuo y la
naturaleza, y
2. Como un revival
de la religiosidad medieval.
Erasmo de Roterdam |
Recoge las pruebas ofrecidas por el gran hispanista
Bataillon (Erasmo y España). En
ningún país de Europa fue Erasmo –el del Enchiridion o El caballero cristiano-
tan precozmente popular como en España. Como se sabe, hasta el mismísimo
emperador Carlos fue erasmita.
Es verdad que la cristianización del humanismo
tuvo en España rasgos peculiares. Era España, más que una democracia frailuna –como pensaba
Menéndez Pelayo- una democracia caballeresca, propiciada por las posibilidades
que ofrecía la frontera para hacerse hidalgo, hijo de algo, donde ese algo eran
las hazañas bélicas, los méritos del verdadero aristócrata que tras la espada
tomaba también la pluma. El análogo americano fue el pionero, cuya aventura
está en el origen de la creación de esa democracia plutocrática en la que la
posibilidad de hacerse rico está abierta a todos.
Tal sesgo caballeresco de nuestro humanismo cristalizó –y podríamos
también añadir que degeneró- en el concepto del honor, que tanto impresionará el imaginario barroco, pero que por
desgracia ya no es el ideal educador del humanismo. En este sentido, don Quijote
encarna en parte lo mejor del viejo ideal del caballero cristiano de frontera (aunque
ya cómica, extemporáneamente) y por eso –según Ímaz- don
Quijote no tiene todavía nada de calderoniano.
Además del honor, la mentalidad caballeresca tiene otro
rasgo importante, cultivado por Lope y también por Calderón: el de la hombría. No se trata ya de la
dignidad de los humanistas, pues no procede de las letras, sino de las armas.
Pero tal ideal alcanzará gran vigor y popularidad. Es lo que esgrime el
agraviado que “sale por sus fueros” o lo que enarbola todo un pueblo al ser injustamente tratado por la
autoridad (¡Fuenteovejuna, todos a una!).
Tronos y Querubines
El penoso esfuerzo civilizador (conversión del alma, esforzada salida de la
caverna) tiene así como ángeles tutelares a Tronos, Querubines y Serafines.
Primero los Tronos: el héroe trágico griego y su areté, el caballero romano y
su virtus, el arte y la independencia
mercenaria del condottiero, el
gentleman inglés y su fair play, el francés y su bonhomie, la generosa hombría del
español.
Después, los Querubines que son siempre filósofos o poetas. Como el
búho de Minerva, emprenden su vuelo de noche, siempre precedidos por el claro
día de los Tronos. Pero su labor no es ociosa. El querubín humanista humaniza
lo estamental y regional, es decir, universaliza. Imaz sentencia: “Cuando el universalismo de los Querubines y la democracia de los Tronos escriban a una el 'discurso de las armas y de las letras' es
cuando se habrá dado un sentido
definitivo a la palabra humanismo."
El artículo de Ímaz concluye con una aguda crítica a los “dominios
banales del Das Man heideggeriano –Don Nadie y todo el mundo, lo que ‘se’ dice
o lo que se dice ‘se’".
Es evidente el tono irónico, mordaz y hasta sarcástico
de Ímaz cuando refiere al alemán. Y no podemos achacar –como se hace frecuentemente-
la posición de Ímaz a su desconocimiento del idioma alemán. (Cuando se critica la logomaquia de Heidegger, su feo retoricismo, los heideggerianos -si queda alguno-, suelen alegar
que su maestro es tan genial como intraducible). Ímaz estaba casado con una
alemana y tradujo obras fundamentales –sobre todo de Dilthey- de ese idioma.
Ironiza sobre al arte heideggeriano de buscar cinco pies al
gato para conjurar objeciones, donde ese quinto pie del gato es la etimología,
el procedimiento de buscar –o inventar- la raíz o “palabra elemental”.
El humanismo de Heidegger es, simplemente, un imposible,
pues como Nietzsche, Heidegger se queda con el calicles moderno: el “hombre de
poder del Renacimiento”. Prescinde de la historia de la filosofía o la
convierte en escombros que le sirven de escalera para ahondar en su angustia.
Se queda con el “ser”, pero en realidad no sabemos con qué se queda. Y esta
voluntad de arrostrar el ser, de dejar que hable (etimológicamente) es una
voluntad trágica, como si Heidegger estuviera cumpliendo la voluntad de
Nietzsche, voluntad de restaurar (atrasar) la filosofía en donde se hallaba antes de Sócrates.
Probablemente fue Schopenhauer, el misántropo, el primero en
romper con el concepto humanista de la dignidad del hombre, tal concepto
reconocía un orden racional y jerárquico en los seres. Aunque –al contrario que
Rousseau-, los humanistas no se hacían demasiadas ilusiones respecto a la
bondad natural del hombre, y equilibraban su racionalismo con una apuesta
seráfica, más franciscana que tomista.
En Goethe todavía había un respeto religioso respecto a la
raíz desconocida y misteriosa del universo. Todo eso desaparece con Hegel, pues
para él “nada hay que resista el coraje de la razón”. Conviene recordar del tesoro de errores que es la historia, que
en nombre de la diosa Razón se
aguillotinó a inocentes sin juicio previo. Frente a este racionalismo asfixiante, se
levantará el personalismo de Kierkegaard, el pesimismo de Schopenhauer y la
voluntad trágica de Nietzsche con su arte de la sospecha (Kunst des Mistrauens):
“Pero la identificación que hace Nietzsche de los ‘buenos sentimientos’ con la ‘degeneración’, fruto de su experiencia de enfermo depauparado, y del ‘cristianismo’, secularizado –democracia social- o no, con la ‘decadencia’, fruto de su experiencia alemana y de su educación calvinista, es una identificación que, para muchas gentes europeas, y no digamos nada para la española, resulta, literalmente, su ‘consideración más intempestiva’. Por nuestra tradición humanista, tan irónicamente ‘racionalista’, por nuestra tradición caballeresca, que hace hincapié en la hombría, y por nuestro catolicismo popular, que no tiene remilgos con la carne, el ideal del ‘superhombre’ nos viene estrecho. Sabemos que ‘no hay iguales ante Dios’ y que, por eso, ‘todos somos iguales’ y sentimos, vitalmente, que la carencia de sentimientos generosos es un síntoma, no ya de salud, sino de ‘deficiente potencial biológico’”.
Cabe aceptar, eso sí, que Nietzsche fue un genio psicológico
y un desenmascarador del filisteísmo hipócrita de la cultura puritana, con
un estilo poético deslumbrante. De hecho, ha ejercido una importante influencia
en la generación del 98 (excepción de Machado y Unamuno). Influencia que tal
vez explique el "narcisismo de superhombría" de algunos de nuestros escritores.
Para Ímaz, ni la actitud de Heidegger ni la de Sartre
respecto del humanismo inspiran confianza. Menos que nunca –concluye- podemos
prescindir ahora de lo que profundamente somos:
“de aquello que nos sirve de asidero para juzgar en firme el mundo terrible en que vivimos y no dejarnos anonadar por él. Que la física interprete el Universo como le dé la gana: nosotros interpretamos ‘humanísticamente’ el trabajo de los físicos e incluimos el estudio de su labor, como la de los biólogos o los naturalistas, dentro de los studia humanitatis. En este sentido hemos ampliado el campo de los primeros humanistas: queremos que abarque también la Historia de las ciencias, pues el orden que le han sabido sonsacar al Universo es una hazaña humana que cuenta entre las universales y, por lo mismo, humanizadoras. La tradición humana, históricamente decantada, en forma de humanidades y en forma de hombría –dos recoldos que no se apagan nunca gracias al soplo amoroso del Serafín- nos dice que no estamos ya ‘arrojados en el mundo’”[5]
Notas
[1]
Corto y bellísimo el que el mejicano escribe para Luz en la caverna de Eugenio Ímaz, FCE, México 1951. Para este
artículo he manejado la edición de la colección Heteroclásica/Pensar en Español,
FCE 2009: Luz en la caverna: introducción
a la psicología y otros ensayos.
[2]
Es muy posible, desde luego, ver en Heráclito (Ἦθος
ἀνθρώπῳ δαíμων) y en otros
presocráticos una perspectiva humanista anticipadora: el hombre dueño de su
destino o de su divinidad personal pues es responsable de su carácter (êthos).
[3]
Alusión a la obra de M. Buber, traducida por Ímaz para el FCE.
[4]
Nos sorprende que Ímaz soslaye el claro precedente de Kant con los opúsculos que
él mismo tradujo para FCE en 1941 bajo el título de Kant, Filosofía de la historia.
[5]
Las últimas dos largas citas son de la edición citada, pgs. 257ss.
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