Extracto de un interesante libro que no me ha gustado en todas sus partes por igual: Sobrevivir al naufragio, El sentido de la política (2020) de Félix Ovejero (1957). Intuía que el republicanismo era algo más serio que pretender que en el futuro no nos gobierne Leonor. Con independencia de ese hecho, ¿se puede razonar con independencia de una casa real en la jefatura del Estado por voluntad dictatorial? a lo mejor no. Estamos construyendo castillos en el aire.
Algo contra lo que Ovejero se manifiesta a menudo en esta obra. Es interesante, aún siendo un recogido de escritos anteriores, si alguien quiere leer una reflexión bien hecha sobre la relación entre la teoría política y la realidad política es su libro. incluso no compartiendo todas las opiniones, hay que reconocer que se "lo ha currado".
Me hago eco de mi parte preferida que está al final y que me ha aclarado que significa "ser libre en la república" :
El republicanismo es, en lo esencial, una tradición política con una larga historia comprometida con la defensa de la libertad, más exactamente con una libertad inseparable de la ley democrática. Si la formulación suena a poca cosa, es porque para bien, buena parte de nuestro paisaje civilizatorio es el resultado de la decantación de muchas tesis republicanas.
La gracia como siempre sucede con las ideas, esta en los detalles, en los matices. Atendiendo a esta consideración, dedicaré unos párrafos a desgranar la trama conceptual en la que se basa tan poca cosa; esto es, abordaré el sentido preciso que cobran ideas como libertad, ley y democracia en la tradición republicana. Se verá que sus implicaciones no son menores.
Comencemos con la idea de libertad republicana. La sentencia de Cicerón en su defensa de Aulo Cluentio, Legum omnes servi sumus, ut liberi esse possimus (Somos siervos de las leyes para poder ser libres), es tal vez la presentación clásica que mejor sintetiza la convicción republicana de que la ley es garantía última de la libertad, entendida ésta como ausencia de dominación.
Con todo, quizás resulta más eficaz presentar la idea republicana de libertad contraponiéndola a otra idea, muy extendida y bastante acorde con elementales intuiciones, que ha sido defendida por muchos liberales, al menos por el Locke que nos enseñó que "allí donde termina la ley, empieza la tiranía". Esta idea de libertad la resumió Isaiah Berlin en Dos conceptos de libertad:
"soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interiferen en mi actividad. En este aspecto, la libertad política es, simplemente el espacio en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros."
Por precisar un poco más, para esta perspectiva liberal, una persona es libre de hacer X si nadie le impide hacer tal cosa, si nadie le coarta para que no lo haga, que no pueda hacerlo por falta de capacidad o de recursos nada tendría que ver con la libertad. Por lo tanto, una sociedad será más libre cuantas menos intromisiones se produzcan.
La música suena bien. Eso, algunas implicaciones chirrían un poco. La primera: la melodía invita a desconfiar de la ley, y hasta de las instituciones. Dicha ley, obviamente, nos prohibe realizar ciertos actos. Y, en la medida en que establece prohibiciones, supondría un engorro para la libertad. Vista así, la libertad liberal acaba por resultar prepolítica y hasta presocial: nadie más libre que Robinson Crusoe, ajeno a toda intromisión de los demás. Y hay otra implicación no menos enojosa: la libertad se lleva mal con la democracia.
Inevitablemente, cuando tomamos decisiones sobre cómo organizar nuestra vida compartida, interferimos en la vida de cada cual. Y, en este sentido, para una parte importante del liberalismo, el autogobierno colectivo es una amenaza para el autogobierno individual, para la libertad del individuo. Así lo admite el propio Berlin:
"La libertad, considerada en este sentido, como libertad negativa, no tiene conexión lógica alguna con la democracia o autogobierno."
Pues bien, el republicanismo tiene otro punto de vista sobre la ley, la libertad y la democracia: sin ley, no hay libertad, es decir, la ley es condición de posibilidad de la libertad.
Así lo escribió J Adams en 1776 en sus Pensamientos sobre el gobierno:
"La definición misma de república es un imperio de leyes y no de hombres". Y 4 años más tarde lo consagró de su propia mano en la Constitución de Massachussets, con palabras similares ya clásicas: "un gobierno de las leyes no de los hombres".
Es decir, hablamos de libertad frente al poder despótico. La libertad republicana se entiende como no dominación: los ciudadanos son libres cuando no están sometidos a interferencias arbitrarias, tanto reales como potenciales. No es libre ni el siervo al que su señor impide hacer X, ni tampoco aquel otro al que su amo se lo permite pero, en cualquier momento, según su voluntad, se lo puede impedir. Aunque dicho esclavo no se ve interferido, no por ello abandona la condición servil: su señor podría cambiar de humor. En otros términos, quien es libre porque le consienten no es realmente libre. en contra de lo que sostiene cierto liberalismo, la ausencia de intromisiones sin más, no asegura la libertad.
De hecho, hay intromisiones que aseguran la libertad. La ley, por ejemplo, que castiga a quien nos amenaza. Eso sí, no cualquier ley, sino la ley justa. Porque no hay libertad cuando allá van leyes, do quieren reyes, para decirlo con la paremia que se extendió después de que Alfonso VI impusiese el rito romano en la España cristiana medieval. Y es que, detrás de las leyes que quieren los reyes, irán también las gentes: así el cuius regio, eius religio sirvió a los príncipes protestantes para imponer la Reforma en sus territorios y, consiguientemente, expulsar a quienes no participaban de su religión. No muy distinto proceder de los nacionalismos identitarios.
(...)
Así pues para apuntalar la ley justa, la que garantiza la libertad, debe estar ausente la arbitrariedad. Y es ahí donde asoma la democracia: las leyes no serán despóticas si son el producto final de decisiones en las que se han ponderado todos los intereses y escuchado todas las razones. Lo dijo Robespierre, quien no siempre estuvo a la altura de sus palabras:
"La libertad consiste en obedecer las leyes que uno mismo se ha dado, y la servidumbre es estar obligado a someterse a voluntad ajena".
Si he participado en las decisiones y mis argumentos han sido atendidos, esas decisiones de todos son también mías. He ejercido mi autogobierno. Y en ese caso, si me desvinculo de los resultados, me desvinculo también de la razón y la justicia. Si digo "como no me gusta lo decidido, no me siento comprometido", entonces incurro en una incoherencia pragmática. Eso supone aceptar el procedimiento (argumental) pero no sus implicaciones. Es decir, si amenazo con romper el diálogo porque los resultados no me convienen, entonces los argumentos dejan paso a los chantajes, la razón cede su lugar a la fuerza....por eso es ajeno a la razón democrática apelar al derecho de manifestación para impedir el funcionamiento de la Administración de Justicia.
En este sentido el republicanismo está comprometido con el ideal deliberativo de de la democracia: cuando en las decisiones se ha atendido a los argumentos de todos, aseguramos un razonable vínculo entre las decisiones adoptadas y la justicia, entre las decisiones y las buenas leyes, las que garantizan la libertad. Y es que la deliberación pública nos obliga a mostrar que, en algún sentido, las propuestas que defendemos resultan consistentes con principios generalmente aceptables de imparcialidad o de interés general: uno no puede decir que hay que hacer una inversión en un pueblo simplemente porque a él y a los suyos les sale a cuenta.
En la deliberación, incluso el tramposo, el que pretende hace pasar sus intereses por los intereses de todos, está obligado a proporcionar razones atendibles por los otros. Tendrá que demostrar que lo que defiende es lo más justo, por ejemplo, que los suyos son los más necesitados. Si no es así, si se demuestra que, apelando a los mismos principios que él invoca, los realmente necesitados son otros, deberá rectificar. En rigor, en la argumentación no importa si las propuestas arrancan con más o menos apoyos, no importa el número de partida sino el de llegada, importan las decisiones democráticas resultado de las deliberaciones.
En otros términos, lo que importa es disponer de buenas razones, algo a tener en consideración, por ejemplo, cuando se apela al número para defender que los Estados deben comprometerse de alguna manera con las religiones mayoritarias de sus ciudadanos. Desde el punto de vista de la buena democracia, es irrelevante si hay muchos católicos o pocos, y más irrelevante es su capacidad de presión. El Estado debe limitarse a asegurar que nadie tenga problemas para regir su propia vida según sus convicciones religiosas.
Otra cosa es que los creyentes, apelando a argumentos religiosos y a su condición mayoritaria, pretendan que sus convicciones gobiernen la vida de los demás. Si esa es su aspiración, han de jugar a la democracia, a proporcionar razones que todos puedan considerar como tales, precisamente lo que no sucede con las razones religiosas que invocan la autoridad de textos sagrados. Si se propone penalizar el aborto habrá que apelar no al "carácter sagrado de la vida" sino por ejemplo a "la dignidad del feto".....ha de exponer sus tesis con razones laicas que puedan ser sometidas al escrutinio público....lo mismo vale para cualquier religión con idénticas aspiraciones.
La democracia deliberativa supone también tomarse en serio la igualdad: en buena sensibilidad democrática, todos los ciudadanos (...) han de tener la misma posibilidad de influir en las decisiones y de ser escuchados. La cristalización más consumada de este principio es seguramente el sufragio universal, una conquista de la izquierda. De hecho, el socialismo encontró históricamente en dicho principio una razón adicional para criticar otras desigualdades, entre ellas, muy fundamentalmente, la desigualdad de acceso a la propiedad que se traducía no solo en desigual riqueza, sino también, una vez más, en desigual capacidad de influencia política.
En este sentido, el compromiso de la democracia con el debate racional supone inexorablemente un compromiso con la igual posibilidad de influencia política, lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo, sino que todas se han de poder escuchar por igual. Algo que no siempre sucede, puesto que el poder económicos está en condiciones de presentar sus problemas como los problemas de todos, de hecho, en condiciones de convertir sus problemas en los de todos, y, por ende de decidir qué es lo que se debate. Y lo está o bien por lo directo, por su control financiero de los medios y porque sus decisiones arrastran a muchos más (en caso de quiebra, por ejemplo), o bien simplemente por vecindad social, porque la convivencia de élites sociales y políticas en el mismo ecosistema permite a quienes ostentan el poder económico hacer llegar sus preocupaciones a quienes están en condiciones de decidir, así con la mayor naturalidad, el presidente de un banco puede llamar a una autoridad política para proponerle cambios legislativos, como hizo en su día el presidente de Caixa con el de la Generalitat (...)
El busilis del ideal republicano radica en atender cabalmente a las razones de todos. Quizás el mejor modo de verlo es sopesar las reivindicaciones de aquellos a quienes, sin mucha precisión, se da en llamar "minorías". Sin duda, desde el punto de vista democrático, hay que tomarse en serio dichas reivindicaciones. Esto es, hay que discutirlas. Eso sí, no por ser minoritarias son buenas. Los banqueros también son una minoría. Las reclamaciones de los grupos minoritarios no son el punto de llegada de la democracia, sino el de partido. Se trata de ponderarlas.
Si el trato especial es resultado de un debate público informado, se podrá decir que tales reclamaciones no son fruto de algún privilegio, p.e aunque no tengamos problemas de movilidad, consideramos razonable asignar recursos para rampas en las aceras...Al mismo tiempo, si las reivindicaciones son sometidas a un proceso deliberativo y fracasan, no será porqué sean minoritarias o porque esas minorías tengan poco poder, sino porque no tienen razones, porque sus reivindcaciones no están justificadas. Tales minorías no pueden estar blindadas frente a la argumentación. No cabe decir que han sido tratadas injustamente porque han fracasado en conseguir concesiones especiales, sino que han fracasado porque carecen de buenas razones, porque buscan un privilegio que resulta injusto con los demás ciudadanos.
Es decir, una reivindicación no es justa por ser reivindicación. No basta con que alguien se sienta oprimido o discriminado para que esté oprimido o discriminado: los ricos pueden calificar de confiscatorios los impuestos y sentir que les roban, pero no por ello están oprimidos. (...)
Lo sucedido en España con el nacionalismo de los ricos (vascos y catalanes) ejemplifica bien el vínculo entre democracia y racionalidad. Con frecuencia, para saltarse la ley de todos, se aduce que los catalanes, en la medida en que constituimos una minoría permanente, nunca podremos conseguir mayorías parlamentarias suficientes para cambiar los marcos de decisión.
El argumento choca con una evidencia indiscutible que lo inutiliza lógicamente: todos formamos parte de una minoría respecto a una potencia mayoría. Los catalanes no somos diferentes de los andaluces, los metalúrgicos o los ciclistas, que también son minorías permanentes, como lo serían, en una Cataluña independiente, los badaloneses, los filatélicos o los míopes. Cada uno de nosotros formamos parte de varias minorías a la vez pero eso no impide que, como ciudadanos, dorados de nuestra plural identidad, tomemos decisiones con los demás en condiciones de igualdad.
Cuando nuestras razones son justas, se materializan en leyes y el mundo mejora. Por tanto, prueben a sustituir "catalanes" por "homosexuales" o "negros", y verán la pobreza del argumento mencionado más arriba: si algo muestra, es que quienes lo manejan confían poco en la posibilidad de respaldar con buenas razones sus exigencias.
El matrimonio homosexual lo hemos aceptado todos porque, aunque afecta a pocos, nos ha parecido justo a todos. Pero el "somos millones a los que no se puede decir que no", la apelación al número antes que a los argumentos, solo se puede sostener si la democracia se desvincula de la deliberación, de las razones y de la calidad de las leyes. El problema no es el número.
De hecho, la democracia consiste en decir no a muchos más que a 2 millones. En España, en estos asuntos, ya se lo estamos diciendo al 21% de españoles que son contrario al Estado de las autonomías y que, con impecable deportividad democrática, aceptan resignadamente que sus opiniones no son mayoritarias (...)
Para que la democracia deliberativa funcione, para que opere el vínculo entre ley y justicia, se requiere sin duda cierto compromiso con el interés general. En principio, no hace falta que todos sean incondicionalmente sinceros en ese compromiso. Basta con que se le honre e invoque. La deliberación no reclama seres sublimes. El énfasis recae menos en los jugadores que en las reglas del juego, en el diálogo que obliga a justificar los puntos de vista, a dar razones. La deliberación nos ata a argumentos de imparcialidad, nos deja desnudos con nuestros intereses parciales.
El mecanismo solo funciona cuando todos comparten la misma comunidad de referencia. De ahí que se atasque con aquellos que, como los nacionalistas, solo prestan atención a sus intereses, aquellos que explícitamente consideran ( y defienden) que los demás les traen sin cuidado. Cuando se produce tal atasco, no cabe la deliberación democrática, solo quedan los intereses compatibles y la negociación. (...)
El ideal democrático del republicanismo no requiere ángeles sin tregua. Ahora bien, es improbable que pueda funcionar con demonios a jornada completa. La buena democracia, la que atiende a las razones de todos, reclama un compromiso mínimo de los ciudadanos o de sus representantes con el interés general, así como calidad de sus juicios.
Para que se impongan los buenos argumentos, es necesaria cierta disposición a escuchar y atender. Y también a sentirse vinculados con las decisiones adoptadas. En mayor o menor grados, la virtud cívica aparece como un requisito de la república, y así lo han defendido los clásicos del republicanismo apelando a distintos topoi. En otros términos, la participación, el compromiso con los intereses generales, la lucha contra la corrupción y la disposición a proporcionar y atender argumentos aceptables para todos asegurarían la buena calidad deliberativa de las decisiones y, con ello, las mejores leyes y, con estas, la libertad. Cuando falta la virtud, la participación conlleva el riesgo de que se impongan intereses sectarios (...)
Un enojoso dilema: las buenas leyes no sirven sin buenos ciudadanos, pero no hay buenas leyes sin buenos ciudadanos. En otros términos, la libertad necesita de la virtud, pero no hay virtud sin libertad. De nuevo, el reto de Kant:
"El problema es el siguiente, he aquí una muchedumbre de seres racionales que desean, todos, leyes universales para su propia conservación, aun cuando cada uno de ellos, en su interior se inclina a eludir la ley. Se trata de de ordenar su vida en una constitución, de tal suerte que, aunque sus sentimientos íntimos sean opuestos y hostiles unos a otros, queden contenidos, y que el resultado público de la conducta de esos seres sea exactamente el mismo que si no tuvieran malos instintos. Este problema ha de tener solución".
La desconfianza liberal hacia la democracia es una resignada manera de reconocer que el problema no tiene solución. Y llegados a este punto, si la presente obra ha cumplido uno de sus propósitos, es muy probable que el lector recele de la bonita descripción del republicanismo. (....) Hoy podemos encontrar académicos que apelando a extravagantes interpretaciones del derecho de manifestación o de contestación están dispuestos a dar su nihil obstat republicano a un amedrentamiento de la ciudadanía alentado por las autoridades públicas con el explícito objetivo de derogar el sistema democrático...
Sí el lector hará bien en desconfiar de las bonitas palabras cuando estas se muestran capaces de bendecir hasta las políticas del miedo, las más alejadas de la realidad republicana. Como decía el replicante de Blade runner: "es toda una experiencia vivir con miedo, eso es lo que significa ser esclavo".
Y no, no hay políticas que se deduzcan de los principios republicanos. Si acaso la teoría republicana permite diversas propuestas compatibles con sus principios. Así, una interpretación radical de la libertad como no dominación nos recuerda que también las desigualdades extremas o la simple pobreza amenazan la libertad puesto que propician vulnerabilidad y desprotección (...)
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