La República de Badiou es una
recreación del texto platónico realizado a gusto del filósofo
francés. Se trata de un texto que no sigue el orden ni siquiera la
división en libros tradicional sino que arranca en 327 a con una
conversación de Sócrates con Glaucón y Amaranta, mujer amiga de la
filosofía que sustituye a Adimanto. Y en el que Badiou hace gala de
un conocimiento exhaustivo de la literatura griega que mezcla con
referencias filosóficas e históricas contemporáneas. El resultado
es fascinante, un Sócrates de hoy, que nos habla de la justicia y la
injusticia en nuestra sociedad contemporánea, con envidiable estilo
literario.
Badiou ha trabajado durante diez años
sobre el texto de la República para escribir la suya, y explica que
hoy más que nunca necesitamos que se nos recuerde que “lo sensible
que nos teje participa de la construcción de las verdades eternas”
( del Prefacio).
He escogido un fragmento:
-“Se puede llevar más lejos el
paralelismo, dice Glaucón. La desmesura anárquica en la cultura del
espíritu produce una desorientación colectiva. La desmesura
anárquica en el cuidado del cuerpo produce la proliferación de
enfermedades imaginarias.
-Es cierto, aprueba Sócrates, Y si
desorientación y enfermedades mentales se esparce en un país, sólo
se verán florecer, en términos de instituciones, tribunales y
hospitales. Incluso la gente inteligente y de buena salud se
precipita allí. La necesidad endiablada de médicos y abogados es el
signo más seguro de una enseñanza pública declinante y vulgar. Por
eso esa necesidad termina por afectar a todos los sectores de la
sociedad. Si reflexionamos bien, es una vergüenza, y la prueba
decisiva de una ausencia de educación, que lo que es justo para uno
mismo sólo pueda ser fijado por otros, a quienes erigimos así en
déspotas de nuestra alma, sólo porque nosotros mismos somos
incapaces de dirigirla.
Ahí Sócrates se embala. Su tono
enfebrecido deja atónita a la asistencia:
-¡Vergüenza a aquel que no solamente
pasa lo esencial de su vida en los tribunales, ya como acusado, ya
como querellante, sino que, colmo de la vulgaridad, estima
perfectamente normal vanagloriarse de ser un experto en injusticia!
¡Vergüenza a aquel que se pavonea porque es capaz de insinuarse en
las sinuosidades del sentido, de deportarse a buen puerto por las
puertas que importan tan sigiloso en los trasfondos de los embates
que veloz evitará se haga justicia! Y todo eso por asuntos
insignificantes desprovistos de todo valor, porque nuestro hombre
ignora que la vida verdadera se ordena según la belleza de su verdad
inmanente, sin que haga falta recurrir a un juez indiferente que
ronca y vaticina.
-¡Por todos los dioses, qué
diatriba!, -puntualiza Amaranta.
-Y -retoma Sócrates- otro tanto diré
de aquellos que siempre están metidos en el consultorio de su
médico,, y singularmente en el de sus “psi”. Desde luego si uno
resulta herido en un accidente, si una epidemia lo clava en la cama
con una fiebre caballuna, si un cromosoma mal formado le eclipsa el
cerebro, tiene que hacerse tratar. Y aquel cuya organización
simbólica está afectada por un drama originario, lo cual
obstaculiza su devenir Sujeto, tiene mucha razón en echarse en el
diván de un analista. Pero muy a menudo se trata, mirándolo bien de
cerca, de nuestra pereza, de una voracidad que disimula la
inapetencia por toda verdad, de una melancolía inducida por nuestra
cobardía política, DE LA IMPOTENCIA NEURÓTICA EN LA QUE NOS
SUMERGE LA INFECTA ACEPTACIÓN DEL MUNDO TAL COMO ES. Es todo eso lo
que a los sutiles descendientes de Charcot, de Freud, de Lacan, les
impone clasificar, mediante la ciencia de los nombres complicados,
nuestros humores pantanosos, los vapores de nuestras noches
macilentas: psicosis maniaco-depresiva, neurosis de angustia,
paranoia, histeria, fobia, neurosis obsesiva, síndrome de abandono,
depresión severa, astenia psíquica... ¿No es este un panorama
erudito de la vergüenza moderna?
-Sí -dice Glaucón- con sólo oír
esos nombres ya soñamos con una noche de vampiros.
-No hay más que ver -agrega Amaranta-
el paquete de filmes gores y sórdidos donde pululan los locos, que
son el símbolo de nuestra fascinación por lo que descompone a los
sujetos.
-¡Ah! -exclama Sócrates- volver a los
tiempos de Asclepio, incluso antes de Hipócrates! Esa medicina
campechana que se ve en Homero... En el canto 11 de la Ilíada, creo,
Euripilo está herido y para curarlo, una mujer le da un remedio
inventado por Patroclo: vino de Pramno, espolvoreado con harina y
queso rallado. Hoy en día, se diría que un remedio de este tipo no
puede sino aumentar la fiebre. En Homero todo el mundo está
encantado con él, ¡incluso el enfermo!
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