Resulta
oportuno criticar esta imagen idílica después de los lamentables sucesos que siguen enfrentando al Islam con el Mundo Occidental y con su modo de vida, particularmente si los políticos no aprenden de su historia ni la leen. La evidencia es
frágil porque en general preferimos lo que se
dice o se sueña, sobre todo si se
nos repite con autoridad mediática. Pero la idealización y reforma de la realidad es
un deber que sólo puede hacerse eficazmente desde un diagnóstico realista.
Américo
Castro y otros propalaron la exageración de que al-Andalus fue un paraíso en el
que convivieron felices tres religiones hasta que los cristianos desmantelaron aquella fructífera armonía.
Incluso la decadencia del Imperio español sería un efecto directo de la
expulsión de sefarditas y moriscos. Aunque no cabe duda de que dicha expulsión empobreció a España, la leyenda de una convivencia pacífica entre las tres culturas no se sostiene. Los
documentos prueban que la convivencia
pacífica, continua y feliz de tres religiones no es más que una ilusión. Tal convivencia fue una
excepción coyuntural y forzada: la cooperación fue a veces un mal necesario, pero no regla ni fin
querido y, por supuesto, careció de continuidad. Todos desconfiaban de todos y todos intentaban sojuzgar a todos. Lo que hubo fue un sistema de aislamiento y recelos permanentes desde
los tiempos más remotos.
Salvo
para arabófilos de salón (¡salón europeo, claro!), el Islam no está libre de
propensión racista: “¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los
cristianos!” -receta el Corán. El Islam contemporáneo reproduce represiones superadas del todo en el
mundo civilizado. Los tres millones setecientos mil pecados diarios que las
autoridades religiosas atribuyen a las mujeres, por cada roce con varones, son los que
les calculan a las que osaban montarse en
los minibuses de Teherán. Esto no es más que una ridícula muestra de una moral
medieval que ofende brutalmente la más elemental libertad de movimientos de las personas (persona es un concepto metafísico occidental).
Los
judíos, por su parte, ya aportaron al pensamiento racista su noción de “pueblo
elegido”, en el que la sangre resulta
teológicamente determinante. No debió servirles de mucho, porque en Castilla,
“el pueblo de Dios” fué considerado propiedad particular del Rey, ya que los
Padres de la Iglesia habían decidido su condena a eterna servidumbre. La
Inquisición católica cuidó que aquello no quedara en teología teórica. El concepto
de “pureza racial” está presente en la tradición bíblica, pero tiene también
importancia para cualquier minoría empeñada en sobrevivir y conservarse mediante la
endogamia, aunque dicha minoría cultural viva enquistada parasitariamente, como subcultura, dentro de otra más civilizada y mejor educada...
Contra
el mito de una Andalucía mudéjar, se puede decir que la castellanización del
sur de España fue profunda y radical. Andalucía es la Nueva Castilla. Pretender que los andaluces actuales
descendamos sólo de “los moros” y de los judíos es tan iluso como pretender que los castellanos
descienden de “los godos” o los gallegos de los celtas y los suevos. De todas formas no fue la “raza” (¿existe tal
invento?) ni el idioma (el hebreo era una lengua muerta), sino la
patrimonialización de lo divino y, por supuesto, el afán de poder, gloria y recursos económicos, la causa de conflictos. Por eso la repetición
periódica de encuentros y otros “juegos florales” entre religiones acaba invariablemente en un
callejón sin salida; todos se creen en posesión de la Verdad.
La
posibilidad de una integración efectiva resultará imposible si una parte está
desesperada o en la miseria y la otra asustada, si una padece tiranías y la otra infantilismo voluntarista, imposible sin una educación
civil independiente del adoctrinamiento religioso. Por fuerza, quien carece de
derechos personales, de dignidad individual, carece también de deberes o compromisos sociales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario