(Recensión y crítica de Sacando consecuencias (Una filosofía para el siglo XXI),
tecnos, Madrid 2017.)
Una metafísica inferencialista
Jesús Zamora Bonilla (1), catedrático de filosofía de la ciencia
en la UNED, ha escrito un libro valiente y ameno, en el sentido en que puede
ser ameno un libro de filosofía: valiente porque se atreve con una tesis
propia, autorizándola con argumentos originales y bien hilvanados más que con citas o argumentos
de autoridad; ameno, porque combina graciosamente el relato significativo y el
discurso declarativo.
Toda su obra –o, al menos, una parte considerable de la
misma- se anuda a partir del principio de que la acción de inferir es el
proceso cognitivo primario: “una cosa está viva si es capaz de sacar
consecuencias”. Esto mismo se contradice, o por lo menos contrasta, con la
pretensión de elaborar una filosofía sin fundamentos, de “desinflar la
metafísica”.
Podría adherirme a esta consecuencia
bajo una interpretación de “metafísica” que pretenda hacer de la filosofía
primera, hoy, una especulación vana al margen de la ciencia. Pero entendida la
metafísica de otro modo, como una propuesta coherente sobre el sentido de la
realidad, del conocimiento, de la dignidad de la persona y del valor de la
historia, y que tenga en cuenta el saber más fiable, el saber científico, la filosofía primera no sólo no me parece
desechable, sino que siempre corre y correrá implícita, como venero subterráneo, o explícita, como fértil
río, en mitad de cualquier discurso, implícita o explícita, dogmática o crítica. También
por supuesto esto sucede en el libro de Zamora Vicente.
A mi juicio, una filosofía
crítica como la que propone el autor sería inevitablemente una filosofía
primera o la supondría, esto es, contendría una metafísica, una apuesta por una
cierta idea de verdad, justicia, unidad o pluralidad, bien y mal, belleza, etc.
“Sacar consecuencias” también se dice de diversas maneras. 1) Las “criaturas darwinianas” hacen lo correcto a causa de su programa genético,
porque sólo los que han hecho lo apropiado en sus ecosistemas han madurado y se
han reproducido. 2) Las “criaturas eskinerianas” aprenden conductistamente a sacar
consecuencias mediante el método de ensayo y error, regulado por el par
placer/dolor. Repiten lo que les gusta y evitan lo que les fastidia. 3) En tercer lugar, las “criaturas popperianas”, o sea,
nosotros, imaginamos conjeturas, inventamos hipótesis, creamos realidades
virtuales, de modo que no sólo aprendemos a no repetir lo que nos hizo daño, sino
que también elegimos entre modelos alternativos y previstos de acción siendo muy capaces de hacer lo que debemos aunque nos disguste.
A Zamora Bonilla le parece muy “natural” que los sistemas
operativos que llamamos “mentes” y cuya autonomía funcional es evidente sobrevengan
o emerjan evolutivamente a partir de otros más simples y automáticos.
Respecto al instrumento operativo por excelencia del pensar,
el lenguaje, el autor nos anima a abandonar la concepción representacionista.
Para él no es tanto la relación entre palabra y realidad lo que dota al
lenguaje de significado, sino sobre todo la relación
de consecuencia entre una frase y otra. Pensar no sería entonces el arte
intencional de referir lo que decimos a lo que hay, sino la práctica de inferir
unos pensamientos a partir de otros.
Los seres humanos nos constituimos como mentes en redes inferenciales. Somos los sistemas
de extracción de inferencias más eficaces producidos por la naturaleza. Queda
por averiguar también en qué sentido podamos considerar a esa Naturaleza
sustantiva como un agente inferencialista,
aunque creo que en tal caso, se da por hecho que sólo puede serlo en sentido
darwiniano y tal vez eskineriano.
Entre las inferencias, ocupan un lugar eminente las frases
declarativas, hijas de lo que Zamora llama “intencionalidad conjunta” o “colectiva”
que, más allá de las aptitudes del resto de los primates, nos permite a
nosotros, primates con grandes poderes cognitivos, la transmisión altruista de
información (¡el logos apofantikós de
Aristóteles!).
Valor normativo del concepto
Dar y pedir razones
es lo que nos distingue, de lo cual se deriva muy “naturalmente” una responsabilidad respecto a lo que damos
y pedimos. Así se concluye ipso facto
que las redes inferenciales están formados por hilos de carácter moral. Este salto de lo declarativo a lo imperativo (más
antiguo, genuino y arraigado) nos parece como mínimo un poco brusco. Y es que
las “criaturas popperianas” tenemos la posibilidad de sentir que una consecuencia debe
ser aceptada al margen de que nos guste o no. Es decir, más allá de las
“criaturas eskinerianas” (behavioristas) podemos hacer lo que no nos da la gana para sentirnos (¿o
sabernos?) congruentes.
Las normas de inferencia despliegan el significado de los
conceptos, pues para Zamora un concepto
es un nódulo de normas de inferencia, o sea, la entelequia de un “espacio lógico”. Podemos
establecer cierta identidad o analogía entre este concepto de campo inferencial
y el concepto kuhniano de paradigma o
el foucaultiano de episteme. Tales
campos delimitan dinámicamente lo que nuestros recursos cognitivos pueden
pensar.
Tres serían las virtudes de un campo inferencial: 1) que
prediga mucho, 2) que prediga correctamente; y 3) que podamos navegar sus redes
de la manera menos costosa posible. Aunque Zamora admite que la capacidad de
previsión, tan valiosa en las ciencias naturales, se ve muy limitada en las
ciencias humanas y sociales, donde prima más la comprensión de los hechos.
El sujeto y su intencionalidad trascendente o trascendental contaría poco en este juego donde más bien resultamos ser marionetas de la capacidad sorprendente que tiene el propio Lenguaje para llevarnos de unas frases a otras.
Este inferencialismo ilumina sin duda un aspecto importante
del concepto (normativo) y del lenguaje, pero resulta con todo bastante
restrictivo, pues, por decirlo con Wittgenstein, con el lenguaje se puede jugar
a muchas otras cosas o, por decirlo con Ricoeur, no es el lenguaje el que
refiere, sino los interlocutores que dan y reciben razones los que se comunican
intenciones (primeras, segundas y terceras, verdaderas o falsas…, ese es otro
problema).
Si nuestras afirmaciones requieren justificación pública y
el sujeto debe aceptar lo que se siga de ellas asumiendo responsabilidades,
entonces no es una simple pelota en el futbolín lingüístico de las redes
inferenciales.
Filosofía crítica y razón socrática
Para Zamora, la principal función de la filosofía como
crítica racional es ayudarnos a entender qué pensamos exactamente cuando
pensamos lo que pensamos. Yo llamaría a esto reflexión, más que análisis.
Desustancializa con motivo la Razón, la cual saca consecuencias –como la
inteligencia- en cada ser natural. La razón y la inteligencia se dan en todos
los seres vivos en distintos grado. Otra cosa es la conciencia, claro.
“Lo que hay en la naturaleza son animales más o menos inteligentes, más o menos capaces de inferir” (pg. 47).
Se atiene -y hace bien- al método socrático, en el sentido
de razonar con el objetivo primario de comprobar si nuestras redes de conceptos
son fiables. Tal "testeo" nos serviría para escrutar cuánto aguantan sin romperse,
es decir, cuando acaban haciéndonos caer en contradicciones. A este escrutinio
lo considera Zamora un “pensar sin fundamentos”, no reparando en que el propio
ideal de fiabilidad o no contradicción ya está operando como principio o
fundamento. ¿Por qué va a ser peor no contradecirse que contradecirse?
¿Sobreviven mejor los organismos que no se contradicen? Lo dudo. Y es que
ningún tipo de nihilismo, aún siendo
un nihilismo débil, puede asumir en la práctica su aspiración de operar sin fundamento.
Por supuesto, admito que “todos los conceptos son
irremediablemente chapuceros en alguna medida” y que la generalidad y la
extensión de un concepto, como ya sabía Porfirio, es inversamente proporcional
a su comprensión, pero la jerarquización de conceptos, la clasificación, es uno
de los instrumentos preferido por la ciencia, sobre todo por las ciencias naturales. La clasificación es una herramienta de lógica general, legítima, racional y útil, aunque tampoco
está de más –como hace Zamora- llamar a la modestia y provisionalidad de
nuestras jerarquizaciones. En efecto, la racionalidad perfecta es un ideal y
jamás podrá satisfacer ninguna relación comunicativa, al menos ninguna relación
comunicativa propiamente humana.
Materialismo de hechos notorios y herramientas inferenciales
Desde un realismo empirista Zamora asigna a la notoriedad pública la condición de
criterio objetivo de existencia o patencia. Parece que lo que hay es lo que
nuestra biología ha dictado que haya. Por supuesto, si hay más, no lo sabemos,
aunque las hipótesis espiritualistas y teológicas parecen a Zamora poco probables.
Distingue el autor muy sutilmente entre primacía ontológica
y prioridad epistemológica para salvar la capacidad predictiva de la ciencia.
Dicha capacidad predictiva es una entre otras virtudes deseables que le
atribuimos al saber mejor, al saber verificado y falsable.
La cuestión de la
verdad científica parece cruzarse con el poder de ser citado o tenido en
cuenta por otros científicos en una economía de la información en la que manda
quien en justa competencia deliberativa de argumentos impone el propio como más
útil para explicar cuanto acontece. Enfatiza con ello la naturaleza antagónica
del proceso de investigación, pues los científicos de carne y hueso persiguen
dos cosas: conocimiento y reconocimiento.
La clave del reconocimiento
está en que otros científicos decidan aceptar como premisas en sus trabajos las
condiciones defendidas por el aspirante a reconocimiento. El colmo del reconocimiento
está en ocupar lugar en un libro de texto, aparte, claro está, de las
aplicaciones tecnológicas eficaces a un campo específico.
Para Zamora –él sabe que aquí disentimos- sólo sabemos lo
que las ciencias dicen que sabemos. Un cientifismo sincero. Tal restricción,
obviamente, priva de cualquier relevancia gnoseológica a otros discursos como
el religioso, el artístico o el metafísico. De ahí su voluntad de “desinflar la
metafísica” (capítulo III) a la que entiende en un sentido demasiado medieval. La Verdad no tendría nada de profundo o misterioso,
sería sólo un palabro económico para referir a series de asentimientos sin
tener que nombrarlos todos, como cuando decimos que “el teorema de Tales es
verdadero” sin tener que declarar el teorema propiamente dicho. No hay ninguna esencia profunda de la verdad, pues todo el problema
de la verdad estaría en la superficie,
en las necesidades expresivas del lenguaje.
Un análisis así no puede en consecuencia sino resultar él
mismo superficial. Se desecha muy a la ligera la concepción clásica de la
verdad como adaequatio intellectus et rei
o la más contemporánea del isomorfismo
wittgensteniano, o la venerable concepción de la a-letheia como descubrimiento dialéctico, y apenas se alude a la
concepción óntica de la verdad como autenticidad, tan emparentada, sin embargo,
con la noción de consecuencia lógica. Mucho menos se tiene en cuanta la
concepción de la verdad como iluminación, inspiración o revelación. Lo que no
se restringe a una concepción formal de la verdad, de raigambre tarskiana, es
eludido con la palabra mágica “trivial”.
La distinción sustancia/accidente es reducida
pragmáticamente. Vale porque nos facilita el proceso de sacar consecuencias, lo
cual ha sido útil porque nos ha permitido sobrevivir. Queda por explicar por
qué es más útil sobrevivir que perecer, ser que no ser. Puede que descubrir,
inventar o crear sentido en este
asunto le resulte a nuestro autor perfectamente “trivial”.
La distinción esencia/existencia apenas merece un párrafo,
en el que se afirma que los filósofos medievales terminaron reconociendo la
identidad (pg. 113) en los seres existentes de esencia y existencia, ¡cuando fue
precisamente al contrario!, pues sólo en la Idea de lo perfecto coinciden la
potencia y el acto, la posibilidad y la existencia. Por lo visto, tal
distinción sólo sintomatiza la aversión del Lenguaje (ese genio todopoderoso y
caprichoso, con espontaneidad propia) a tener una sola palabra para cada
concepto.
La existencia se reduce al cuantificador existencial de la
proposición categórica particular afirmativa del tipo “algunos físicos creen en
Dios” (Vx (Fx & Dx)). Desprecia Zamora la relevante analogía lógica entre
el existencial categórico (dogmático) y la posibilidad modal; y entre el existencial negativo (Vx (Fx & Dx),
“Algunos físicos no creen en Dios) y el modal contingente. Pero los enunciados modales
también procuran consecuencias.
El Ser y el Estar, ¿son lo mismo? ¿Cuál es el
estatuto de las realidades virtuales? A estas y otras posibles preguntas
metafísicas Zamora responde como el jugador de fútbol al que entrevistan tras
un partido perdido: “Esto es lo que hay”. Pero lo posible, el proyecto, también cuenta en lo que hay, ¿qué sería de nosotros
sin nuestros planes? Somos también eso que todavía no somos pero podemos ser,
como decía Hegel.
Y ¿qué es lo que hay?
Hechos notorios y herramientas inferenciales. A esto se reduce la metafísica de
Zamora. Lo demás -como diría un Hume resucitado-, ¡cuentos de viejas! ¿Y qué hay
de la verdad de los cuentos de viejas, de los grandes mitos teológicos y trágicos? Según Zamora, las ideas de verdad,
existencia, ser, etc. no tienen nada de “antropológico” y no guardan
absolutamente ninguna relación especial con la manera en que los seres humanos
nos relacionamos (pg. 117).
Una afirmación así, más que valiente, parece
temeraria. Si hay un saber con fundamento antropológico ese es, precisamente,
la metafísica y el relato mítico. Es en los cuentos donde aprendemos lo fundamental sobre el bien
y el mal, el origen y el destino, lo justo y lo injusto, lo deseable y lo
indeseable, lo digno y lo indigno, lo trágico y lo cómico... La cuna del hombre se mecerá siempre con cuentos. No hay humanidad que
no invente o descubra una visión del mundo y no la transporte en forma de relato. Y decir
esto no significa que renunciemos a la ciencia o a la importancia de tenerla
muy en cuenta a la hora de elaborar un relato sostenible en el Lógos, en la razón común.
A la filosofía compete, además del análisis, también una
función sinóptica. “Sinopsis” fue la palabra griega que usó Platón en la República para referirse al poder de la
dialéctica. Sinopsis es Visión de conjunto. Es cierto que ninguna visión de
conjunto, ninguna síntesis, valdrá hoy si no tiene en cuenta lo ya descubierto,
el saber probado, la ciencia. Pero nadie vive científicamente o, por decirlo con palabras de Nietzsche, la ciencia no sabe nada sobre el hombre.
Sustraer toda relevancia gnoseológica, cognitiva –si se
prefiere-, a las entidades de ficción o a los mitos sería como creer que Homer
Simpson es solo un sueño de Max Groening y no, también y sobre todo, un concepto, un
modelo, un paradigma crítico del pequeño burgués norteamericano..., o sería como
creer que Edipo es simplemente una ficción de Sófocles y no un profundo y
trágico sentido posible de la condición humana.
Ideales, valores, hechos mentales, no son reducibles sin más
a “platonismo trivial”. Supongo que el platonismo “no trivial” sería el de los
objetos matemáticos, pero resulta que precisamente los valores y los números
comparten algunas propiedades esenciales, entre ellas su intangibilidad. Igual
que no te puedes comer un bocadillo de raíces cuadradas, tampoco la justicia
huele a nada, pero no puedo esperar que obre justamente un caudillo que no crea
en la Justicia. Inespacialidad y atemporalidad son ciertamente propiedades de
los números, ¡pero también de los valores!, que cuentan como ideales,
como síntesis prácticas y como objetos de análisis metafísico.
A este respecto también conviene recordar positivamente a
Kant y no despreciar su concepción de la geometría como una analítica
imaginativa del espacio y, de la aritmética, como una analítica imaginativa de
la duración.
No puedo estar sino de acuerdo con el autor en que el mundo
físico no es un “hecho matemático”. Tampoco, desde luego, es el mundo un hecho
ético. No para nuestra perspectiva ética, ¡pero los números y los valores
también forman parte de él, poseen un estatuto ontológico! La Filosofía Primera
se ocupa precisamente de delimitar razonablemente dicho estatuto, estudia su
modo de participación en el Ser, y en el Bien.
Sorprende que tras su ataque al idealismo Zamora se
horrorice ante uno de los postulados más señalados del mismo: la infinita y
abrumadora superabundancia de tantas cosas que no podemos llegar a conocer ni a
disfrutar jamás. Comparto este horror
pleno ante la gran cadena del ser y el infinito ámbito de la posibilidad.
¿La ilusión de la libertad?
A juicio de Zamora, la noción de alma ha sido descartada en
la visión científica del mundo, por lo tanto, hablar del alma carece de sentido.
En cuanto a la reducción de lo mental a lo físico-químico matiza su materialismo,
una especie de emergentismo, consciente de la irreductibilidad de ambos
lenguajes, el neurológico y el mentalista. Zamora usa el término superveniencia para una reducción
ontológica –no epistemológica- de lo superior a lo inferior. (Por cierto, si la
metafísica es inútil, vana o trivial, ¿por qué se procede a reducción
ontológica alguna?).
Me parece bien la superación del dualismo psico-físico, que
Descartes acentuó aún más que el orfismo-pitagorismo, pero dudo mucho que de lo
que sabemos científicamente se siga necesariamente cualquier tipo, por moderado
que sea, de materialismo. De hecho, no tenemos ni puñetera idea de qué sea la
materia, ese "no sé qué" al que refería Aristóteles como sustrato último de la
realidad que sólo podemos conocer por su estructura o forma. Podríamos –como hace
Penrose- especular con la emergencia de la realidad física a partir de la
realidad matemática y, muy particularmente, de los números irracionales. No hay
ningún motivo para privilegiar a la materia frente al estar en acto (energeia)
de la forma o “idea” (en sentido griego, no cartesiano).
La libertad, hecho notorio aunque limitado, libertad
condicional pero libertad a fin de cuentas y cuentos, para nuestro bien y nuestra desgracia, es sencillamente
inexplicable desde el saber hoy alcanzado del funcionamiento del cerebro. Igual
que la conciencia. Conciencia y libertad son perfectos misterios. Lo cual no significa que no podamos
suponer que tanto la libertad como la conciencia sean en el futuro fenómenos explicables desde su reducción biológica, físico-química o cuántica, ontólógica y epistemológicamente.
Decir que la libertad es sólo una sensación, o una ilusión
espinociana, es lo mismo que negarla. Sólo un modo de hablar. Dicho sea de
paso, es un mito biologicista que la libertad o la inteligencia estén ahí sólo
porque sean darwinianamente útiles. También se puede decir que son darwinianamente
útiles porque hay libertad e inteligencia en la creación, o en el big-bang. Decir que la libertad es sólo
una sensación, es lo mismo que negar cualquier responsabilidad. Si no elijo, no
soy imputable.
Y es que uno no se comporta correctamente sólo por
congruencia. De hecho, los fanáticos criminales suelen ser mucho más congruentes que las
personas inocuas y pacíficas. El fanático no peca de intolerancia ni atenta
contra el que no cree lo que él cree por inconsecuencia, sino más bien por exceso de
consecuencia, por no admitir el lado problemático y hasta contradictorio de
todo comportamiento decente.
Agradezco a Jesús Zamora que hable de Voluntad y no la aniquile en motivación, como
hace toda la psicología conductista y todo el psicopedagogismo cientifista, tan
nefasto pedagógicamente, ¡cómo si no hubiera un comportamiento
espontáneo y automotivado en las criaturas popperianas! Pero decir que la
voluntad es la sensación de estar al
mando pero que no hay decisión voluntaria es lo mismo que decir que en
realidad hacemos siempre lo que nos da la gana, pero racionalizando en sentido freudiano lo que nos
da la gana como lo correcto, lo justo. O sea, que el gusto es el criterio de lo
justo. Y si tal hiciésemos, la vida social sería imposible. Pero el análisis de
la utilidad social o cultural de la corrección moral no es lo mismo que el
problema ético, y por tanto metafísico, de la determinación de lo
universalmente conveniente.
Ciertamente, es ingenuo concebir que la mera razón sea
resorte de la voluntad, que sola ella asigne dirección y valor a nuestras acciones o regule
su energía. Ya sabemos el importante papel que juegan las emociones en el
comportamiento moral. ¡Sólo que estas son racionalmente gestionables! Piensa el
sentimiento, siente el pensamiento –mandaba Unamuno. Cabe pensar en una economía de las emociones y hasta en una matemática de las mismas.
No puedo sino aceptar las reservas de Zamora respecto a la
posibilidad de una ética de fundamentación meramente racional. Pero mucho menos
acepto que sea posible, o explicable o debido, el comportamiento ético sin
proyecto razonable. Dudo también que las causas finales -o teleonómicas, como las llamó
Monod para no torcerse el brazo mecanicista- pueda desaparecer
algún día de las explicaciones científicas, en física cuántica o en biología. La "segunda navegación" o, en una palabra, la Teleología no ha muerto ni morirá mientras el hombre aliente vivo.
Como Zamora o Voltairre, prefiero vivir entre ateos tolerantes antes que
entre religiosos fanatizados, pero también dudo que "el meme Dios", o "el meme Alma”, dejen de contar en las culturas prácticas y en los modos de conocimiento
y de actuar con conciencia de cualquier pueblo del mundo. La religión es como el
vino, unos lo tienen malo y otros bueno, pero la religión constituye una
dimensión esencial de toda cultura, incluso si se degrada en ideolatría o la
política se pervierte en religión. Y sobre todo dudo que sea posible, o
explicable o debido, un comportamiento ético sin planes o ilusiones racionales.
Aunque todo proyecto cuente como contaba la luna para aquellos honderos baleares que se
entrenaban apuntando al satélite sin darle jamás, aunque todo plan ideal sólo cuente como mera ilusión utópica, es evidente su poder mental
como tónico de la voluntad.
Hume acertó al atacar el intelectualismo ético. No es la
razón lo que nos mueve, o no sólo la razón. Pero su propuesta emotivista es
insuficiente. ¿Cómo distinguimos entre buenos y malos sentimientos, o entre
emociones contructivas y destructivas, o entre buenas y malas pasiones? Si bien
no podemos fundamentar todos los mandatos morales en la razón, tampoco es
posible la moral como mero sentimentalismo o sensualismo, precisamente porque
las consecuencias de nuestros actos también cuentan y porque el infierno está
empedrado de buenos sentimientos y de inútiles arrepentimientos.
Un Super-ser con una super-inteligencia y un “super-buen-corazón”
tendría seguramente otro concepto de deber y otro sentimiento de corrección que
el que nosotros tenemos. Justamente por eso, la teología tradicional afirma que
los caminos de Dios son inescrutables.
La Ética será siempre un saber problemático, pero de ahí no
se deduce el relativismo. Es
perfectamente pertinente y hasta obligatorio un juicio cosmopolita por encima
de los intereses de las culturas y de la propia vida. La vida no es justa. Ni
el interés de la vida, por muy notorio que sea, ni el de la cultura justifican
por ejemplo la mutilación genital femenina, por mucho que las emociones morales
de quienes la practican (sus costumbres) les lleven a ello. Es un cálculo
racional el que nos permite distinguir entre una costumbre conservable y un
hábito descartable, ese observador imparcial íntimo del que habla Adam Smith o
ese demon que a Sócrates le impide vivir sin examinarse desde el ideal de
excelencia (areté). O, si se quiere, tal exigencia es una consecuencia de la Idea
de Soberano Bien. Y es que la idea –los ideales- son algo más que axiomas,
teoremas o conceptos. Y la filosofía primera, como ciencia de ideas, es algo
más que escrutinio de conceptos o de nódulos inferenciales.
Búsqueda sin término
Celebro el sexto capítulo de Sacando consecuencias. Su concepto de política y democracia es muy
interesante. En este campo, la concepción inferencialista recuerda la ética de
la responsabilidad de Max Weber. Una concepción naturalista resulta aquí, en lo social, particularmente pertinente. Aunque una ética de la responsabilidad puede
degenerar en maquiavelismo si no se equilibra y armoniza con una ética de los
principios.
Su definición de la política es impecable:
“Proceso de transformar los múltiples deseos, preferencias y opiniones de muchos individuos en una única decisión sobre cuáles van a ser las leyes vigentes”.
Hay que
asegurarse de que en el proceso de
aprobación de las leyes la opinión de cada individuo cuente al máximo. A este
respecto, y aunque no hay ninguna regla de votación perfecta, la democracia
representativa resulta más justa que la asamblearia o directa, pues en esta la
opinión de los ciudadanos que votan en contra de la opción ganadora acaba no
valiendo nada, mientras que en la democracia representativa las minorías tiene
posibilidad de intervenir en la redacción de leyes.
Creo que Zamora Bonilla tiene razón al afirmar que los
procedimientos democráticos más que procesos de representación, son procesos de
negociación y deliberación. El proyecto –porque es un proyecto- es que las
leyes vigentes en una sociedad tengan el mayor grado de consenso posible. El arte de la política es, pues, el arte de
negociar. (El consenso es también un criterio veritativo-funcional, y -como consecuencia- la verdad es mucho
más que una redundancia lógica.)
Resulta sorprendente que alguien que se confiesa
materialista y ateo, aunque sea en un sentido matizado y débil, acabe su libro
citando la Fenomenología del espíritu
de Hegel, ello tal vez se debe a que…
“El inferencialismo considera esencial el hecho de que un concepto o una afirmación significan lo que significan sólo a causa de las relaciones inferenciales en las que ese concepto o esa afirmación pueden desempeñar algún papel, es decir, sólo a causa de que son elementos de un argumento, de una inferencia, y por lo tanto, están esencialmente conectados con otros conceptos y afirmaciones”.
Esta sería la reconstrucción del espíritu hegeliano, un
espíritu abierto –tal vez en conversación interminable- para el que no hay
ni fundamentos primeros ni conclusiones últimas.
nota bene
(1) Jesús Zamora Bonilla es también novelista y un filósofo muy activo y asequible en las redes sociales (@jzamorabonilla en Twitter).
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