Ruinas del Valle de los Templos de Agrigento (Sicilia) |
Sin duda, Atenas es uno de nuestros tubérculos alimenticios, tal vez el principal, el más racional, aquel que germinó en la conformación, transformación (o deformación) antrópica del planeta, sobre todo a causa del poder desatado por la revolución tecnocientífica, y cuyo germen sembró en su hoyo milesio, mientras su criada creía que caía, el genio extraordinario de Tales.
Pero Atenas no es nuestro único bulbo fértil, siemprevivo. Comparto con Juan Larrea su notable valoración de ese otro leitmotivo que viene de la zarza ardiente semita, de lo locura proclamada en voz alta de Pablo de Tarso y, en fin, de la mística heterodoxa cristiana. Ya tendré ocasión de hablar por extenso de esto cuando me toque, de la llama del espíritu, de pájaro del espíritu que voló donde quiso hasta que tan bien lo hizo con envergadura de búho real en el idealismo alemán.
Manifesté mi opinión en nuestra junta de mochuelos de que una gran parte del excepcional dinamismo aventurero, odiseico, de nuestra civilización se debe a esa contradicción o conjunto de contrariedades mal resueltas siempre entre Jerusalén, Atenas y Roma.
Volviendo a la ponencia de Martín... ¡Se la ha currado! Aúna la erudición histórica de A. Toynbee con la filológica de Rodríguez Adrados. Recomienda obras para el alumnado de bachillerato, tanto para la asignatura de Filosofía como para las de Cultura clásica y Griego (M. Albadalejo. Los griegos). Su ponencia está a disposición del público curioso en este cajón de Drive.
Creo que estuvimos bastante de acuerdo en que la superioridad de los griegos, su metamorfosis de larva en mariposa, o de mera cultura en civilización (ese ideal civilizador y ecuménico de toda cultura que aspire a la verdad, la belleza y la justicia), se debió, no sólo al invento de los grandes géneros literarios, sino también al precurso de la ciencia, la reflexión crítica y la democracia, que no fue más que la racionalización ilustrada de la vida de la polis, o sea, al invento de la política, siendo este como es el título original de la República de Platón, Politeia, o sea, Política.
Me gustaría llamar aquí la atención respecto a la antigüedad y el valor del género gnómico o sapiencial (las sentencias de los siente sabios, las fábulas de Esopo, el epigrama, concentrado recipiente del esprit griego, de origen elegíaco...), todo eso que suele ser ensombrecido por el prestigio de la violenta epopeya y la imaginativa novela homérica. (Precisamente el documento más antiguo que conservamos, las Instrucciones de Shurupak, que tienen la friolera de cinco mil años, no son un texto narrativo, sino gnómico: consejos dirigidos por un padre a su hijo Ziusudra en escritura mesopotámica, cuneiforme, y entre los cuales se cuentan algunos tan sabrosos y útiles como el de no juzgar mientras se bebe cerveza, o el de no flirtear con una joven casada para evitar calumnias.)
Es evidente que los griegos fueron un crisol maravilloso y fecundo, ¡con decir que para ellos la téjnê (τέχνη) no se ocupaba sólo de lo útil sino también de lo bello!, que dio su particular impronta a inventos de otros pueblos más antiguos. A los fenicios, semitas como los árabes y los hebreos, debieron la escritura, como recoge el mito de Cadmo, si bien los griegos completaron los grafemas consonánticos con vocales, a veces también de origen semita, arameo. Es posible que Tales fuese un mestizo, como Aspasia, la famosa hetera de Pericles que, según algunos, le escribía los discursos al gran estratega ateniense. El mestizaje fue cosa frecuente y beneficiosa en esa costa de Asia Menor y en esa Magna Grecia en la que, hace dos milenios y medio, nació todo lo moderno, y el viajar resultó también ser la mejor medicina contra el peso muerto del dogma paleto y el gusto por el olor a establo. Los griegos aprendieron de otros pueblos, relativizaron sus creencias al medirlas con otras más útiles o veraces... Ya dejó dicho Aristóteles que fueron los sacerdotes egipcios, los que no teniendo que trabajar para vivir, inventaron las matemáticas.
Fue la necesidad la que obligó a los griegos a saltar desde su árida y estéril península para colonizar las costas jonias y sicilianas, donde entraron en contacto con culturas más antiguas y en principio superiores. Fueron las necesidades de la navegación y del comercio las que propiciaron el desarrollo de la escritura fonética, del cálculo, de la astronomía, tan útil para orientarse en el piélago nocturno. Y es que enseña más la necesidad que la universidad. Y el hambre, si no es absoluta, aclara la inteligencia. Fueron también otros, tal vez los lidios si no recuerdo mal, los primeros que acuñaron moneda, antes que los griegos.
Es cierto que la forma poética de la religión griega facilitó el desarrollo del pensamiento racional, pues en dichas formas de culto no existía un dogma fijo ni una jerarquía sacerdotal con suficiente poder político como para frenar la diversidad de pensamiento o acabar con el escepticismo. Y ya sabemos que la filosofía -y la ciencia- deben mucho a la puesta en marcha de la duda. Y que nos urge pensar cuando ya no podemos creer.
Y es cierto también que el teatro, el gran espectáculo público de los griegos junto con los agónicos juegos atléticos, facilitó la representación de las costumbres, su propaganda, sí, estimada Amelia, pero también su discusión y progreso. ¡Y qué decir de la historiografía!, esa narración que permite conservar como un tesoro los errores y disparates del pasado para ensayar no volver a cometerlos. Y por último citaré la medicina hipocrática, modelo de saber veraz, bello y bueno, en los diálogos de Sócrates, quien siempre se consideró un terapeuta psíquico.
Con los griegos empezaron a desarrollarse formas especializadas de organizar la justicia, como la logografía, formas a las que luego los romanos darán un empleo excepcional con su consagración del Derecho como instrumento para resolver conflictos, probablemente la aportación más decisiva de su genio práctico. El de los griegos era más bien un talento teórico, entendiendo la θεωρíα (visión, contemplación, especulación) como libre asistencia a un espectáculo, el de la naturaleza o el de la ciudad, ocio este que le es posible al eupátrida, al ciudadano libre -o al meteco rico-, los cuales no tienen que pringarse con la sucia labor diaria, ni trabajar para ganarse el pan, la sal, el aceite, el vino..., esos artículos de primera necesidad entonces y ahora en el mundo mediterráneo. Y es que los griegos, los ciudadanos atenienses o los dorios espartanos -como insiste una y otra vez y con toda razón Jacob Burckhardt en su monumental Historia de la cultura griega-, eran muy "señoritos", lo suyo, si no era hacer la guerra, era no dar palo al agua, incluso los escultores eran mal vistos por ser su oficio manual, banaúsico (Hesíodo es en esto excepción pues alaba el trabajo físico en Los trabajos y los días).
En la Odisea, Euríalo compara desdeñoso al mercader navegante, sólo pendiente de la mercancía y la ganancia, con el hombre versado en campeonatos. Y aunque Ulises sea capaz de construir una balsa y Aquiles trinche la carne a sus convidados, lo noble es la competición y la lucha cuerpo a cuerpo, muy parecida como guerra entre ciudades a lo que un ecólogo actual llamaría depredación. Esas cosas, es decir los oficios manuales así como los mercantiles e industriales, se dejaban para la "gentuza", para los esclavos y metecos. Todavía se burlan en tiempos de Isócrates del gran pedagogo porque su padre hizo fortuna con una fábrica de flautas. Y ni que decir tiene que la administración y oficio de las tareas domésticas, recaían sobre las espaldas de las mujeres, libres o siervas, mujeres que jamás tuvieron derechos civiles, aunque, a la chita callando, ejercieron, como han hecho siempre, el poder que pudieron, a través de la seducción o los vínculos emotivos y familiares. Se conserva una antigua anécdota que se refiere a un importante estratega ateniense, ahora no recuerdo cuál. Este le dice a su hijo: hijo mío, eres el dueño de Atenas, porque yo mando a los atenienses, tu madre me gobierna a mí, y tú mandas en tu madre...
La anécdota y otras muchas que se nos han conservado, dan mucho juego didáctico, elevadas, claro, a la dimensión abstracta de categoría. A este respecto, recomiendo el magnífico libro de Javier Murcia Ortuño: De banquetes y batallas. La antigua Grecia a través de sus anécdotas (Alianza, 2007), que iba por la tercera edición en 2014.
Igual pasa con el mito, interpretado desde el plano emocional, psicológico, o disfrutado desde el plano estético... La obra magnífica de Robert Graves permite una lectura histórica también de estos cuentos que, al decir de Salustio, "no sucedieron, pero son para siempre". Y, por supuesto, los grandes valores éticos: la "calocagatia", integración de elegancia y corrección moral; o la "sofrosina", cálculo de los placeres. (Uso las trasliteraciones sin complejos de Antonio Tovar, presentes en su traducción directa de la obra de Burckhardt. Sobre la influencia de la interpretación del maestro de Nietzsche en la del sofista ateo, véase mi artículo en A pie de clásico) .
En la última parte de su disertación, Martín propone valiente algunas sugerencias para revitalizar Europa desde el ejemplo griego y la obra de los filósofos estudiados, entre ellos Husserl y Ortega, Heidegger, Gadamer y Habermas, además de los ya citados. Ante el fenómeno de la inmigración, nuestro colega hace una apuesta clara por la integración cultural, antes que por la multiculturalidad que como muy bien vio el sociólogo italiano Giovanni Sartori sólo produce guetos y, más tarde o más temprano, un "enfrentamiento de civilizaciones", a lo Hungtinton.
Entre los valores reapropiables figuran el respeto a la integridad y belleza del cuerpo humano: "el peplo salva a Europa y Occidente mientras que el burka nos destruirá"; las excelencias clásicas, las aretai áticas y el sentido de la medida aristotélico, la prudencia o sofrosina, absorbidas todas ellas por el cristianismo como "virtudes cardinales"; el valor del ágora y la discusión libre en la plaza pública, de donde emergieron esas imprescindibles condiciones de la democracia que son isonomía e isegoría, o sea, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión. Propone por último el diá-logo en la sempiterna controversia entre racionalismo y oscurantismo religioso. Nadie duda del valor del Lógos frente a un mito dogmático e intolerante, pero es también preciso reconocer el valor de los símbolos y de lo religioso, el valor de la Imaginación creadora (a este respecto os remito a mi ponencia en el último congreso de la AAFi, y a la futura sobre Juan Larrea). Me parece imprescindible la ilustración del mito, o sea, su interpretación alegórica y su uso vicario, pedagógico. Y coincido con Martín en que la Filosofía, en fin, invento griego y, en sentido estricto, platónico, es el telos de Europa.
Previene por último Martín sobre los enemigos de la civilización occidental y los peligros del "buenismo". El principal peligro no es otro que el de siempre, el mismo que combatieron griegos, romanos y bizantinos, el acoso secular de la miseria, la ignorancia y la barbarie, la cual, por cierto, nunca ha dejado de estar también dentro, incluso dentro de nosotros mismos, frente a la cultura de la libertad y la dignidad de las personas (esta última de origen judeocristiano) que puso las semillas del progreso global, cosmopolita.
Para mí que la forma más sofisticada, insidiosa, incluso ilustrada de barbarie es el nihilismo, también de una parte importante de nuestros intelectuales, alimentado por el relativismo pseudoantropológico del todo vale y el olvido o desautorización de los valores y tradiciones que nos identifican como europeos, valores, por cierto, que a veces aprecian más los que vienen con una mano delante y otra detrás, que los que están.
Cita Martín a tal efecto a Hungtinton y a la valiente escritora somalí Ayaan Hirsi Alí, quien defiende la herencia ilustrada grecoeuropea y los derechos humanos frente al machismo, el fanatismo y el terror.
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