Gracias a Antonio por enviarnos este maravilloso escrito de un autor coreano que da las claves de Melancholia. Una película de Lars Van Trier. Fui consciente desde el primer momento de que me faltaban las abundantes referencias estéticas de la película, tanto pictóricas como musicales. Este coreano las conoce bien.
No me queda claro si toda la primera parte del texto que nos has enviado es de Barthes. Si es así, me reconcilio con el filósofo estructuralista que no era de mi agrado por incomprensible.
En el desastre está la salvación
¿no era esa una cita de un poeta admirado por Heidegger? algo de ello hay en esta película. Más vulgarmente dicho: "cuánto peor mejor."
Al volver a escuchar Tristan e Isolda me parece que el planeta amenazador se está acercando a nosotros...en recuerdo de Melancholia.
Merece la pena sentir y ver Melancholía y descubrir que sólo se disfruta con un buen "culturón" pictórico en la mochila.
Por otra parte,este film es un inmejorable broche de oro para nuestro año utópico. Melancholia nos enseña que Eros sólo es posible si hay "a-topía" del otro, y en nuestra sociedad consumista nos cargamos precisamente al otro. Todo es comparable, todo se compra, se vende, equivale, todo lo miramos desde nuestro punto de vista interesado y utilitario, y no sabemos abrirnos a lo diferente y al misterio, no nos dejamos sorprender porque calculamos demasiado.
Melancolía
Byung-Chul
Han
“La
agonía del Eros”
Editorial
Herder. 2014
En tiempos recientes se ha
proclamado con frecuencia el final del amor. Se piensa que hoy el amor perece
por la ilimitada libertad de elección, por las numerosas opciones y la coacción
de lo óptimo y que, en un mundo de posibilidades ilimitadas, no es posible el
amor. También se denuncia el enfriamiento de la pasión. Eva Illouz, en su obra ¿Por
qué duele el amor?, atribuye este enfriamiento a la racionalización del
amor y a la ampliación de la tecnología de la elección. Pero estas teorías
sociológicas desconocen que hoy está en marcha algo que ataca al amor más que
la libertad sin fin o las posibilidades ilimitadas. No solo el exceso de oferta
de otros otros conduce a la crisis del amor, sino también la erosión del
otro, que tiene lugar en todos los ámbitos de la vida y va unida a un
excesivo narcisismo de la propia mismidad. En realidad, el hecho de que el
otro desaparezca es un proceso dramático, pero se trata de un
proceso que progresa sin que, por desgracia, muchos lo adviertan.
El Eros se dirige al otro
en sentido enfático, que no puede alcanzarse bajo el régimen del yo. Por
eso, en el infierno de lo igual, al que la sociedad actual se asemeja cada vez
más, no hay ninguna experiencia erótica. Esta presupone la asimetría y
exterioridad del otro. No es casual que Sócrates, como amado, se llame atopos.
El otro, que yo deseo y que me fascina, carece de lugar. Se sustrae
al lenguaje de lo igual: «Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se
puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso,
torpe, mortificante». (1) 1. R. Barthes,
Fragmentos de un discurso amoroso, México,
Siglo XXI,
2006, p. 32.
La cultura actual del constante igualar no permite
ninguna negatividad del atopos. Comparamos de manera continua todo con
todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual, puesto que hemos perdido
precisamente la atopía del otro. La negatividad del otro atópico se
sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad
atópica a favor de diferencias consumibles, hetera tópicas. La
diferencia es una positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la
negatividad desaparece por todas partes. Todo
es aplanado para convertirse en objeto de consumo.
Vivimos en una sociedad
que se hace cada vez más narcisista. La libido se invierte sobre todo en la
propia subjetividad. El narcisismo no es ningún amor propio. El sujeto del amor
propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo.
En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta
forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta solo
como proyecciones de sí mismo. No es capaz de conocer al otro en su alteridad y
de reconocerlo en esta alteridad. Solo hay significaciones allí donde él se reconoce
a sí mismo de algún modo. Deambula por todas partes como una sombra de sí
mismo, hasta que se ahoga en sí mismo.
La depresión es una
enfermedad narcisista. Conduce a ella una relación consigo mismo exagerada y
patológicamente recargada. El sujeto narcisista-depresivo está agotado y
fatigado de sí mismo. Carece de mundo y está abandonado por el otro. Eros y depresión
son opuestos entre sí. El Eros arranca al sujeto de sí mismo y lo conduce fuera,
hacia el otro. En cambio, la depresión hace que se derrumbe en sí mismo. El
actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito.
Los éxitos llevan consigo una confirmación del
uno por el otro. Ahora bien, el otro, despojado de su alteridad, queda
degradado a la condición de espejo del uno, al que confirma en su ego. Esta
lógica del reconocimiento atrapa en su ego, aún más profundamente, al sujeto narcisista
del rendimiento. Con ello se desarrolla una depresión del éxito. El
sujeto depresivo del rendimiento se hunde y ahoga en sí mismo. En cambio, el
Eros hace posible una experiencia del otro en su alteridad,
que saca al uno de su infierno narcisista. El
Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento de sí mismo, un
voluntario vaciamiento de sí mismo. Una especial debilidad se apodera
del sujeto del amor, acompañada, a la vez, por un sentimiento de fortaleza que
de todos modos no es la realización propia del uno, sino el don del
otro. En el infierno de lo igual, la llegada del otro atópico puede asumir
una forma apocalíptica. Formulado de otro modo: hoy solo un apocalipsis puede
liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro. Del
mismo modo, la película Melancholia, de Lars van Trier, comienza con el
anuncio de un suceso apocalíptico, desastroso. Desastre significa,
literalmente, no astro (lat. des-astrum). En el cielo nocturno,
Justine descubre, en presencia de su hermana, una estrella resplandeciente de
color rojo que más tarde se revela como un no astro.
Melancholia
es un desastrum («Melancholia» es también el nombre con el que
se bautiza
a esta «estrella resplandeciente». N.
del E.) con el que inicia
su curso todo el infortunio. Pero allí
hay algo negativo
de lo que parte un efecto salvador, purificador. En este sentido, «Melancholia»
es un nombre paradójico, en la medida en que produce una cura para la depresión
como una forma especial de la melancolía. Se manifiesta como el otro atópico que
saca a ]ustine del pozo narcisista. Así, florece realmente ante el planeta que
trae la muerte.
El Eros vence la depresión. La
relación tensa entre amor y depresión domina desde el principio el discurso de
la película Melancholia. El preludio de Tristán e Isolda, que flanquea musicalmente la cinta, conjura la fuerza del amor. La
depresión se presenta como la imposibilidad del amor. O bien el amor imposible
conduce a la depresión. Por primera vez, el planeta Melancholia, como un otro atópico,
que irrumpe en el infierno de lo igual, concita en Justine la aspiración
erótica. En la escena junto a la roca del río se ve el cuerpo desnudo de una
amante envuelto en voluptuosidad. Llena de esperanza, Justine se tumba bajo la
luz azul del planeta portador de muerte. En esta escena parece como si Justine
anhelara el choque mortal con el atópico cuerpo celeste. Ella espera la catástrofe
que se aproxima como una unión dichosa con el amado. Nos vemos forzados a pensar en la muerte de amor de Isolda.
Ante la muerte que se acerca, también Isolda se entrega con sumo placer al
«todo que sopla en la respiración del mundo». No es ninguna casualidad que justo
en esa única escena erótica de la película resuene de nuevo el preludio de Tristán
e Isolda. Este conjura mágicamente la cercanía entre Eros y muerte, apocalipsis y redención. De manera paradójica, la
muerte que se aproxima da vida a Justine. La abre para el otro. Justine,
liberada de su prisión narcisista, se aboca al cuidado de Claire y su hijo. La magia real de la película
es la prodigiosa transformación mediante la cual Justine deja de ser una
depresiva y se convierte en una amante. La atopía del otro se muestra como la
utopía del Eros. Lars van Trier intercala con clara intención conocidos cuadros
clásicos para dirigir discursivamente la película y dotarla de una semántica
especial. Así aparece, en la intro surrealista, el cuadro de Pieter
Brueghel Los cazadores en la nieve, que sume al espectador en una
profunda melancolía invernal. En el fondo del cuadro el paisaje linda con el
agua, lo mismo que la finca de Claire, insertada delante del cuadro de Brueghel.
Ambas escenas muestran una topología semejante, de modo
que la melancolía
invernal de Los cazadores en la nieve se extiende a la propiedad de Claire. Los cazadores, con un
vestido oscuro, vuelven a casa profundamente encorvados. Los pájaros negros en
los árboles hacen que el paisaje invernal parezca todavía más sombrío. El
letrero de la posada «Zum Hirschen», con la
imagen de un santo, está torcido y casi se cae. Este mundo lleno de
melancolía invernal produce un efecto de abandono de Dios. Lars von Trier hace
que del cielo caigan lentamente fragmentos negros, que devoran el cuadro como
una fogata. A este melancólico paisaje invernal le sigue una escena que produce
un efecto similar al de una pintura, en la cual Justine imita a la Ofelia de
John Everett Millais. Con una corona de flores en la mano, flota en el agua
como la bella Ofelia.
Justine, después
de una disputa con Claire, cae de nuevo en la desesperación, y su mirada se desplaza con desamparo a
través de los cuadros abstractos de Malevic. Luego, en un ataque, arranca del
estante los libros abiertos y los reemplaza ostensiblemente por cuadros que refieren, todos ellos,
a pasiones abismales del hombre. En este momento preciso suena de nuevo el
preludio de Tristán e Isolda.
Por tanto, de nuevo se trata de amor,
deseo y muerte.
Justine primero centra su mirada en Los
cazadores en la nieve de Brueghel. Luego se dirige presurosa a Millais con
su Ofelia y enseguida
a David con la cabeza de Golíat, de Caravaggio, a El país de Jauja de
Brueghel y, finalmente, a un dibujo de Cad Fredrick Hill en el que se
representa
a un ciervo que
ronca en soledad.
La bella Ofelia,
flotando en el agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el
espacio, semejante a la de un santo o un amante,
sugiere de nuevo
la cercanía entre Eros y muerte. Cantando igual a las sirenas, leemos en
Shakespeare, muere Ofelia, la amada de Harnlet, rodeada de flores caídas. Ella
tiene una bella muerte, una muerte de amor. En la Ofelia de
Millais puede reconocerse una flor que no se menciona en Shakespeare, una
amapola, que alude a Eros, al sueño y la embriaguez.
También David con la
cabeza de Golíat, de Caravaggio, es un cuadro de deseo y de muerte.
En cambio, El país de Jauja, de Brueghel, muestra una sobresaturada sociedad
de la positividad, un infierno de lo igual. Los hombres yacen con apatía aquí y
allá con sus cuerpos repletos, agotados por la saciedad. Incluso el cactus no
tiene ninguna espina. Es de pan. Aquí todo es positivo siempre que pueda
comerse y disfrutarse. Esta sociedad sobresaturada se parece a la mórbida
sociedad de la boda de Melancholía. Es interesante que Justine coloque El
país de Jauja inmediatamente junto a una ilustración de William Blake que
representa a un esclavo colgado vivo por una costilla.
El poder invisible de la positividad contrasta aquí con la violencia brutal de
la negatividad, que explota y expolia. Justine abandona la biblioteca justo
después de haber extendido en el estante el dibujo de Un ciervo que ronca, de
Cad Friedrick Hill. El dibujo expresa de nuevo el deseo erótico o la añoranza
de un amor, que Justine nota en su interior. También aquí se representa su
depresión como la imposibilidad del amor. Sin duda, Lars von Trier sabía que
Cad Frederik Hill padeció toda su vida psicosis y depresión severa. Esta
sucesión de cuadros presenta de manera intuitiva todo el discurso de la
película. El Eros, el deseo erótico, vence la depresión. Conduce del infierno de
lo igual a la atopía; es más, a la utopía de lo completamente otro.
El cielo
apocalíptico de Melancholia se parece a aquel cielo vacío que para Blanchot representa la
escena originaria de su niñez. Ese cielo le revela la atopía de lo
completamente otro, cuando de
pronto interrumpe
lo igual:
Yo
era un niño de siete u ocho años de edad, me encontraba en una casa aislada,
cerca de la ventana cerrada, miraba hacia fuera, y
de pronto, ¡nada podía ser más súbito!, fue
como si el cielo se abriera, como si se abriera infinitamente a lo infinito,
para invitarme a través de este arrollador momento de apertura a reconocer lo
infinito, pero lo infinito infinitamente vacío. El resultado era extraño. El
súbito y absoluto vacío del cielo, no visible, no oscuro -vacío de Dios: esto
era explícito, y en ello superaba con mucho la mera referencia a lo divino-,
sorprendió al niño con tal encanto y tal alegría, que por un momento se llenó
de lágrimas, y -añado preocupado por la verdad- yo creo que fueron sus últimas
lágrimas. (M . Blanchot, « .. . absolute Leere des Hirnrnels ... ), en Coelen, M. ed., Die andere Urszene, Berlín, Diaphanes, 2008,P. 19)
El niño se ve
arrebatado por la infinitud del cielo vacío. Es arrancado de sí mismo y
desinteriorizado hacia un afuera atópico, es des-limitado
y des-vaciado. Este
acontecimiento desastroso, esta irrupción del afuera, de lo totalmente
otro, se realiza como un des-propiar (expropiar), como supresión y
vaciamiento de lo propio; a saber, como muerte: «Vacío del cielo, muerte
diferida: desastre».(Íbd., La escritura del desastre, Caracas, Monte-Ávila, 1990, p. 125)
Pero este desastre llena al niño de una «alegría
devastadora», es más, de una dicha de la ausencia. En eso
consiste la dialéctica del desastre, que también estructura la película Melancholia.
El infortunio desastroso se trueca de manera inesperada en salvación.
4. Íd., La
escritura del desastre, Caracas, Monte-Ávila, 1990,
p. 125·
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