Esteticismo crepuscular. En
Melancholia (Cannes, 2011) todos los personajes están agotados. La novia no es la promesa de nuevas y renovadas vidas, sino el final de una ejecutiva “creativa” (o sea, una publicista que odia su trabajo), entre desesperada y depresiva. La alegría de su boda resulta postiza, mientras el mundo está amenazado por un planeta errante, cuyo nombre da título a la peli. El baile de la boda se convierte en una danza macabra.
La película es hermosa, pero decadente. Y al final, resulta que la “lúcida” propuesta de la protagonista, “que sabe cosas”, es una “cueva mágica”, construida por unos cuantos palos, para engañar a un niño y esperar el fin del mundo allí, cogidos de la mano.
Gracias a la película del danés Lars von Trier, me he dado cuenta de lo bien que se lleva la música del Tristán de Wagner con las inercias esteticistas del nihilismo contemporáneo y los ecos de Kubrick. Asusta el hecho de que resulten tan verosímiles estos personajes incapaces de amar y de dejarse amar. Recuerdan la banalidad del mal de Hannah Arendt.
El peor de los empresarios posibles, jefe de la protagonista, que contrata a un sobrino del que se burla y al que desprecia; una madre (Charlotte Rampling) que solo acude a la boda de su hija con el propósito, seguramente deliberado, de reventársela; un padre libertino (John Hurt) que huye cuando su hija más lo necesita y que se complace en la crueldad de molestar al camarero. Incluso la protagonista, Justine
(Kirsten Dunst), melancólica y deprimida, es incapaz de tratar con amabilidad a su hermana, que se esfuerza en complacerla. Abandona al novio para tirarse al primero que se encuentra. Sólo un baño, desnuda, de melancólica luz, parece redimirla, estéticamente, claro, ante el espectáculo de su lunática y helada belleza. Cuando Claire (
Charlotte Gainsbourg) le propone tomar un vino en la terraza ante la inminencia del fin del mundo, Justine le escupe que su propuesta le parece una “mierda”.
¿Podemos descansar de la hipnosis y el vértigo estéril de efectos especiales, velocidad y violencia, que propone el cine usamericano, con estas sugestiones nórdicas inspiradas en la depresiva imagen de una soledad irredimible y absoluta, en un universo cruel, en mitad de un mundo que se acaba, y por el que ni siquiera merece la pena llorar?… Ya Eco se percató de que entre el canto de cisne de los "apocalípticos" y la candidez de los "integrados" podemos hallar una cesura fértil. En ella, tal vez, se estén ya incubando, en el Oriente, los huevos de nuevas y fantásticas utopías, como jóvenes promesas para el futuro.