Mentalidad utópica. Utopía
e ideología. Utopías relativas y absolutas
No nos debe extrañar que el pensamiento utópico y la
mentalidad utópica hayan tenido tanta importancia en la historia de la
humanidad, el hombre se ha ocupado con harta frecuencia de los objetos que
trascienden su existencia, y las formas reales y concretas de la vida social se
han edificado sobre la base de estados de espíritu “ideológicos”, incongruentes
con la realidad.
Piénsese en la deformación impuesta al busto y cintura de
las mujeres en la época de los corsés. Lo que pensamos que debemos ser influye
en lo que somos, nuestra concepción de la belleza, de la justicia o de la
verdad, transfiguran lo que somos. Lo que pensamos, aunque no pase, pesa mucho en nuestras vidas, a veces
más de lo que realmente sucede. El mundo no es sólo lo que acontece, más lo que
decimos científicamente que sucede, como pretendieron los neopositivistas;
nuestro mundo está siempre bien poblado de mitos, ilusiones, esperanzas, desafíos,
proyectos, planes, sueños…
Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro, en su libro Ideología y utopía (primera edición en
alemán de 1936; en español, FCE, 1997) habla de la utopía como un estado de
espíritu que se caracteriza por:
1) ser incongruente con el estado real y
2) pretender destruir o revolucionar el status quo.
El imaginario paraíso con el que soñaban los hombres y
mujeres de la Edad media, también utópico, se volvió inmanente con el Renacimiento. Sin embargo, tanto las ideologías
como las utopías trascienden la
situación real, el status quo, el
orden social existente. Como las utopías, las ideologías nunca lograron
realizar su contenido virtual, porque sus motivos bien intencionados de
conducta suelen deformar su sentido al aplicarse. Pensemos en las deportaciones
masivas soviéticas o en el desastre del tercer Reich. Todas las ideologías han acabado manchándose las manos de sangre.
Ninguna utopía se puede vivir aquí y ahora. Pongamos por caso la idea cristiana del amor fraternal, el ágape o la caridad. Vivir de forma
coherente con este principio en una sociedad que no está organizada según el
mismo resulta imposible, por lo que el individuo en su conducta personal se ve
obligado a renunciar a sus nobles principios, se deja arrastrar por la
corriente, si no quiere verse destruido por ella como un mártir.
Por eso, toda mentalidad utópica o ideológica, salvo la del héroe revolucionario,
tiene algo de incongruente, de hipócrita y se basa en un (auto)engaño
deliberado.
Las utopías trascienden el orden social en el que nacen y
orientan la conducta hacia elementos que no contiene la situación. Parecen
irrealizables desde el punto de vista de un determinado orden social, pero
transforman la realidad. Si llamamos “topía” a cualquier orden social
existente, la secuencia o dialéctica histórica se configura:
topía à
utopía à
topía à
utopía, etc.
Mannheim aprecia lo que llama “utopías relativas”, realizables, mientras que condena el utopismo absoluto. El caso que cita como
ejemplo de utopismo absoluto es el
anarquismo, que ve en cualquier orden
social el mal supremo, como si este fuese sólo el residuo maléfico que dejan
las utopías y revoluciones. El sociólogo del conocimiento busca un principio
viviente, dialéctico, que vincule el desarrollo de la utopía con cierto orden
existente.
Toda época consiente que surjan ideas y valores que
contienen tendencias irrealizadas. Dichas tendencias expresan necesidades y
elementos intelectuales explosivos. Y el pensamiento humano va por su propia
naturaleza desde las cosas como son a
las cosas como cree que deberían ser,
desde la percepción y la experiencia, al imaginario. Por eso, como decía Lamartine, « las utopies
ne sont souvent que des vérités prématurées ». Y
quien tilda a una hermosa idea de utópica suele representar el orden social
caduco.
Es natural que el grupo dominante esté de acuerdo con el
orden existente puesto que le va bien en él, y es ese grupo el que –según
Mannheim- determina lo que se debe considerar como utópico, en tanto que el
grupo ascendente, en pugna con las cosas tales como son, es el que determina lo
que se debe considerar como ideológico.
Es difícil segregar completamente lo ideológico de lo
utópico. Entre la interesada e histórica conciencia de la realidad que llamamos,
siguiendo a Marx, ideológica,
determinada por el modo en que producimos y distribuimos los bienes consumibles,
y la idealidad imaginaria de la utopía, hay continuidad. Toda utopía está impregnada de elementos ideológicos. Pongamos por
caso el sueño de “la libertad” de la burguesía ascendente en el XVIII que, como
posibilidad realizable, estuvo vinculada en su génesis al rompimiento del
sistema de gremios y castas del Antiguo Régimen y que, frente a él, partía del
individualismo, de la utopía de un pensamiento autónomo.
Si la ideología es la conciencia interesada de la clase
dominante o emergente, una conciencia que, en cualquiera de sus especies,
falsea u oculta la realidad, es la utopía, sin embargo, la que le asigna un horizonte realizable. Para
Mannheim, el criterio de demarcación entre una y otra sería su realización en la práctica. Las ideas
que a la larga resultan meras deformaciones de un orden social antiguo o
potencial eran ideológicas, las que se realizaron eran utopías relativas.
Al contrario que los mitos, los cuentos de hadas y las
promesas religiosas, las utopías se empeñan en desintegrar el status quo existente. Expresan deseos
espaciales, mientras que los milenarismos (quiliasmos) expresan anhelos
temporales. El primer impulso hacia lo nuevo puede ser una creación personal,
pero sólo tiene éxito si expresa un impulso colectivo y lo adopta un grupo.
Las utopías forman una constelación cambiante en la que el
deseo predominante es el principio organizador de la forma en que
experimentamos el tiempo como destino.
La primera forma de mentalidad utópica de la modernidad fue
–para Mannheim- el quiliasmo orgiástico de los anabaptistas. Joaquín de Flores,
los husitas y Thomas Münzer espiritualizaron la política y politizaron la
espiritualidad. Las clases humildes, especialmente el campesinado, asumían así
una función motriz en el proceso social. Este fue el punto de partida de la
“conciencia proletaria”.
Los milenarismos no se alimentan de ideas, sino de energías
orgiásticas y brotes extáticos. Las raíces de tal erupción yacen en planos
vitales y psíquicos más profundos y elementales de la psique que el pensamiento
racional. Lo imposible engendra lo posible. Münzer habló del “valor y la fuerza
que se necesitan para realizar lo imposible”. Los campesinos proyectaban una
utopía vigorosamente material y altamente espiritual.
La mentalidad utópica racional a menudo nació de la
mentalidad milenarista, pero la utopía liberal también pudo con el tiempo convertirse
en su principal adversaria, pues la mentalidad quiliástica no percibía la
utopía como un devenir, como un proceso, sino únicamente como un momento
abrupto, un presente preñado de sentido, extático. La experiencia milenarista, que
coincidió con la decadencia de la Edad Media fue característica de las capas
más bajas de la sociedad. Serán por el contrario otras capas sociales, aristocráticas y burguesas, las que
desarrollarán la utopía moderna.
Es el segundo tipo de mentalidad utópica, según Mannheim.
Ofrece una concepción racional “exacta” con la que será preciso adornar la fea
y perversa realidad. Aquí “la Idea” no se concibe como en la tradición griega,
estática, sino como una meta formal proyectada hacia el infinito futuro, como
un designio regulador de los asuntos humanos. En Francia, la utopía adoptó un tono
áspero, político; en Alemania, un tono subjetivo. Así, el camino del progreso no
había de orientarse hacia una revolución, sino hacia la constitución interna
del hombre y sus transformaciones. En Kant, la organización de la paz mundial, en un mundo que combine libertad y seguridad, en una unidad internacional que someta los conflictos a derecho, será el fin que más difícilmente alcanzará la raza humana.
La actitud fundamental del liberal se caracteriza por una
aceptación positiva de la cultura[1], por su didactismo o
pedagogismo, junto con la atribución de un tono ético a los asuntos humanos. Se
trata de una actitud que encuentra su elemento en su papel crítico más que en
el de destructor-creador. No pierde contacto con el presente, con el aquí y ahora.
Para el liberalismo humanitario la utopía es ese “otro reino” que, cuando se
absorbe en nuestra conciencia moral, nos inspira. Las ideas importan aquí más
que el éxtasis e irradiaron a todas las esferas de la vida culminando en la
gran filosofía del idealismo alemán, con su hipertrofia de la conciencia de sí.
La moderna filosofía nacía para destruir la concepción clerical
y teológica y fue adoptada tanto por la
monarquía absoluta como por la burguesía. Creación imaginaria,
“la mentalidad idealista rehuye a la vez la visionaria concepción de la realidad que implica la invocación quiliástica a Dios, y también la dominación conservadora, y a menudo mezquina, de las cosas y de los hombres, que implica una concepción del mundo limitada por la tierra y el tiempo”
Al final, el liberalismo burgués construyó su propio mundo
ideal. Elevado y desprendido, sublime, perdió el sentido de las cosas
materiales e incluso el contacto con la Naturaleza. Para nuestro propósito, es
importante darnos cuenta de que historia, arte, filosofía y cultura en general
no son sino la expresión de la utopía central de la época.
La falta de concreción y color del idealismo, su
indeterminación, concedía demasiada importancia a la forma. Predomina lo lineal, y el tiempo histórico se concibe como un progreso y una evolución universales.
Tal concepción procedía de dos fuentes:
1) el desarrollo capitalista. El progreso se concebía como
el ajuste utilitario y el dominio normativo del desorden de la naturaleza al orden
de la razón. El optimismo ilustrado veía a la realidad moverse incesantemente
hacia una aproximación cada vez más estrecha a “lo racional”[2]. No se abandona la meta de
un estado perfecto y la revolución se considera como una etapa transitoria.
2) la idea de progreso. El
girondino Condorcet, en Francia, le dio una forma clásica a la utopía “progresista”.
Por su parte, Lessing, en Alemania, seculariza ciertas creencias del pietismo en
el moderno concepto de “evolución”. De este modo, Dios, o el Espíritu,
adquieren una función histórica. La Razón es una meta para la infinita
perfectibilidad de la especie humana. La utopía pasa así a ocupar un lugar
definido en el proceso histórico, pues es el punto culminante de la evolución de un espíritu que deviene en el tiempo.
Todo esto ya supone, antes de Marx, una fe inquebrantable en
el poder formativo de la política y de la economía.
La utopía liberal apelaba a la libertad y conservaba vivo el
sentimiento del ser indeterminado, incondicionado, el conservadurismo de la época,
que se opone a la misma, insistirá sobre todo en la determinación de nuestro
criterio y de nuestra conducta.
La idea conservadora
La mentalidad conservadora no se entusiasma con las teorías
porque los seres humanos no construyen teorías sobre lo que están
viviendo si están bien adaptados a las situaciones reales. De hecho, podríamos
concluir que la mentalidad conservadora se caracteriza por su ausencia
de utopía. El conocimiento conservador es de índole práctica: orientaciones
habituales y a menudo reflexivas hacia los factores inmanentes a la situación. Aceptado
el orden social circundante con toda la accidentalidad de su concreción, como
si fuera el propio orden del mundo, de lo que se trata es de conservarlo, y así
surge una contrautopía, como medio de orientación y defensa.
Mientras que para los progresistas, la idea precede al acto,
para el conservador Hegel[3] la idea de una realidad
histórica se vuelve visible sólo posteriormente, cuando el mundo se ha
incorporado ya a una nueva forma fija: el mochuelo de Minerva sólo emprende el
vuelo a la caída de la tarde, al acercarse el crepúsculo.
Por supuesto, hay una escasísima verdad en la ilusión “progresista”
de que sólo lo nuevo tiene perspectiva de futura duración, y que todo lo demás
muere gradualmente. “Lo que ocurre –escribe Mannheim- es más bien que lo viejo,
impulsado por lo nuevo, debe constantemente transformarse y adaptarse al nivel
de su adversario más reciente”.
El conservadurismo incorpora la utopía a la realidad
existente, a las leyes del Estado. Ve en el arte o la ciencia una objetivación
de la espiritualidad: la idea expresada en su tangible plenitud. La realidad es
racional, y es por tanto, en su aquí y ahora, no un mal a superar, sino la
encarnación de los valores y los significados más altos. La realidad es
necesaria, por tanto, el conservadurismo tiende al determinismo.
Si las cosas no
pueden llegar a ser de otro modo, podemos pensar que cualquier cambio que ponga en peligro su estabilidad será a peor, pone en riesgo el status quo. Por eso, la metafísica conservadora se inclina hacia el
ser, hacia el “es”, también en el sentido de que la existencia jamás podrá
integrarse completamente en la racionalidad que exige el pensamiento utópico. Y
al final, el quietismo conservador, que sólo busca tranquilidad, propende a
justificar, por medios irracionales, todo cuanto existe.
Si la mentalidad quiliástica abole el tiempo y para el
progresismo liberal sólo cuenta el futuro, el porvernir, el conservadurismo da
importancia al pasado, descubre el tiempo como creador de valores. Como
tradición, el pasado se concibe como un presente virtual:
“Las experiencias que el espíritu parece tener detrás de él, existen también en las profundidades de su ser presente”
Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, 1907
La experiencia conservador inmerge al espíritu, lo vuelve objetivo, dotando a todo
acontecimiento de valor inmanente, intrínseco. Por eso la doctrina prevalente
del conservadurismo es la de la “libertad interior” para sujetarse al orden
establecido convirtiéndose en hábito y en norma, en “libertad objetiva”.
El socialismo se vio obligado por una parte a radicalizar la
utopía liberal, criticando su ceguera respecto a las fuerzas determinantes de
la historia, y, por otra parte, tuvo que oponerse y vencer completamente la
oposición interna de la anarquía en su forma más extrema: el sentido de la
indeterminación histórica que implica el quiliasmo y que tomó la moderna forma
del radicalismo anarquista[4].
Su antagonista conservador fue considerado sólo
secundariamente, lo mismo que en la vida común se pelea con más rigor contra un
adversario cercano. Por eso, el socialismo incluso combate con más energía al revisionismo que al conservadurismo. Esto nos permite comprender por qué el comunismo aprendió
tanto del conservadurismo.
Si soslayamos el socialismo utópico del XVIII, tanto el
socialismo como el liberalismo del XIX rehúsan aceptar el orden existente y coinciden
en reconocer que el reino de la libertad y la igualdad sólo se realizarán en un
remoto futuro. El socialismo acerca ese futuro y cree que coincidirá con el derrumbe del capitalismo.
Ambos rechazan el frenesí quiliástico y reconocen la necesidad de sublimar las
latentes energías extáticas en ideales culturales.
Frente al carácter formal y abstracto de la ideal liberal,
el socialismo coincide con el conservadurismo en su énfasis hacia el estudio de
las condiciones reales. Con su concepto de ideología, el materialismo histórico
desarrolló un potente instrumento de crítica en su intento por aniquilar la
utopía del adversario, demostrando que tenía sus raíces en la injusta situación
vigente. La estructura económica y social se vuelve una realidad absoluta para el
socialista, una totalidad. El primer esfuerzo para comprender la totalidad
cultural como unidad lo halla Mannheim en el concepto conservador del espíritu
popular (Volsgeist).
Para liberales y conservadores esta fuerza propulsora era
algo espiritual; muy al contrario, el socialismo glorificará los aspectos
materiales de la existencia, sobre todo el trabajo.
“Las condiciones ‘materiales’, que antes se consideraban únicamente como malignos obstáculos en el camino de la idea, se hipostasian aquí en el factor que mueve el mundo, en la forma de un determinismo económico que se interpreta en términos materialistas”
Mannheim -con gran agudeza, a mi juicio- ve aquí una
integración del sentido determinista propio de la mentalidad conservadora, con
la utopía progresista que trata de reconstruir el mundo. Para los socialistas,
la estructura social es la fuerza primordial del momento histórico, pero está
determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de
producción. Al contrario que Saint-Simon, Fourier y Owen, que conservaban en su
utopismo socialista el concepto de lo indeterminado, característico de la
Ilustración, el socialismo marxista es un determinismo historicista[5]. No sólo el pasado, sino
el futuro tienen una existencia virtual en el presente. Si calculamos el peso
de los factores sociales presentes podremos determinar las tendencias latentes
en esas fuerzas, a condición de comprender el presente a la luz de su
realización concreta en el futuro. La existencia histórica se convierte así en
un plan estratégico dominado por una profecía.
Pero “cualquier profecía, forzosamente, transforma la
historia en un estricto sistema determinado, privándonos por consiguiente de la
facultad de elegir y decidir”.
¿Se apaga la lámpara
de Utopía?
El determinismo extremo elimina cualquier ilusión utópica.
No destruye al adversario oponiendo una utopía propia, sino desenmascarando
toda utopía como ideología:
“No acusamos al adversario de que está adorando falsos ídolos; destruimos más bien la intensidad de su idea mostrando que histórica y socialmente está determinada”.
Por otro lado, si es muy extensa la clase social que domina
relativamente las condiciones concretas de la existencia y son amplias las
posibilidades de mejora mediante reformas pacíficas, entonces es muy probable
que esa clase tome el camino del conservadurismo y renuncie al utopismo o lo
desacredite. En cualquier caso habrá renunciado a los elementos utópicos en sus
propios modos de vida.
No es de extrañar que con la extensión de la clase media, la
forma más pura de moderna mentalidad quiliástica, el
anarquismo radical, desaparezca casi enteramente de la vida política o se
refugie en el sindicalismo y el bolchevismo.
La utopía se apaga también porque
se acerca cada vez más al proceso histórico social. Utopías del pasado son
realidades presentes, como los derechos sociales, que conviene conservar, y la lucha utópica hacia una meta de amplia perspectiva se
desintegra ante unas próximas elecciones, en una comisión parlamentaria o en
un movimiento sindical que genera una nueva "clase" dominante, una
especie de aristocracia o burocracia que tiende a reproducirse y que sólo domina detalles concretos.
Epistemológicamente, la visión amplia del mundo se convierte
en mero principio heurístico ante una investigación aplicada y fundida con los
intereses industriales, farmacéuticos o militares.
El materialismo histórico era "materialista" sólo de nombre. La esfera económica era una conexión estructural de actitudes espirituales. La
infraestructura del modo de producción era un “sistema”, o sea, algo que surge de la esfera del
espíritu (el espíritu objetivo de Hegel). Pero el proceso hacia un economicismo
radical resultó imparable. El neoliberalismo cree en él. Los acontecimientos se reducen, muy económicamente,
a meras funciones de los impulsos humanos (Pareto, Freud). Esta concepción de
una inteligencia, o una razón, que es mero instrumento al servicio de las pasiones, o de una cultura subordinada a los impulsos inconscientes tiene su venerable antecedente en el psicologismo de Hume.
Los
elementos tanto ideológicos como utópicos (espirituales) se desintegran. La
política se subordina a la economía, la conciencia histórica se debilita, y el
ideal de cultura (búsqueda de la belleza, la justicia o la verdad) se reduce a
la antropología de la cultura, entendida como artefacto de adaptación del humano al medio
(más tecnológico ya que natural). No debe extrañarnos que en este contexto
surja el mito del “final de la historia”, pues el mundo ya no necesita de
utopías ni de ideologías, sino de recursos I+D+I. La utopía se transforma en
tecnociencia o es sustituida por la política.
Sólo la extrema derecha o la extrema izquierda creen ahora
que existe una unidad en el proceso de desarrollo histórico. En su lugar, al menos en las
llamadas “democracias avanzadas” se impone el “realismo”.
“Realismo”, explica Mannheim es una palabra que adquiere un
significado diferente en Europa y en América. En Europa el realismo apelaba a
la necesidad de atender a las tensiones sociales, mientras que en EEUU, donde
se imponía la libertad a la igualdad en el plano económico, “lo real” eran los
problemas técnicos y de organización. La pregunta europea es: Qué nos reserva el futuro; mientras que la
americana es: Cómo puedo hacer tal cosa,
cómo puedo resolver este concreto problema individual.
El pragmatismo usamericano renuncia a preocuparse por el
todo, pues ya éste se cuidará de sí. William James propone la voluntad, más que
la inteligencia, como base de nuestro criterio de verdad. Una proposición es
verdadera si de su aplicación se siguen consecuencias útiles[6].
Siempre que desaparece la utopía, la historia deja de ser un
proceso que conduce a una meta final. Desaparecido el sentido de la historia, la utopía ya
no ejerce un efecto regulativo ni ofrece un criterio para valorar los hechos. El resultado es una actitud escéptica (la de un Max Weber, por ejemplo) que puede ser la más fecunda
científicamente.
Sin embargo, no dejará de ser cierto que la utopía seguirá
organizando la conciencia en función sobre todo de nuestra concepción del
tiempo (lo que esencialmente somos). Los intelectuales son precisamente esa
minoría que se interesa por algo que no sea el éxito en la competencia
económica. Su actividad nunca estará libre de un sesgo utópico.
Mannheim divide el papel y actitud de los intelectuales en cuatro grupos:
1. Los intelectuales que aquí llamamos “orgánicos”, que se
ven arrastrados por el proceso social, afiliados a la izquierda, y para los que
no cabe conflicto entre lo intelectual y lo social.
2. Un segundo grupo lo constituyen los "escépticos" que, en
nombre de su integridad intelectual, destruyen o erosionan los elementos
ideológicos en la ciencia.
3. Un tercer grupo se refugia en el pasado para encontrar
allí una forma de trascendencia. Son "los románticos" que se esfuerzan por
espiritualizar el presente, reviviendo el sentimiento religioso, el idealismo,
símbolos y mitos…
4. Por ultimo están "los nihilistas" que se apartan del mundo y renuncian
deliberadamente a tomar una participación directa en el proceso histórico. Sus
miembros se vuelven extáticos como los quiliastas, con la diferencia de que se
despreocupan de los movimientos políticos radicales.
Mannheim (1893-1947) no vivió lo suficiente para ver cómo en el mayo del 68 emergerían nuevas mentalidades utópicas, ni como el ecologismo,
el activismo a favor de los derechos humanos y el feminismo imaginarían
utopías reformadoras o revolucionarias.
La única forma en que se nos presenta el futuro es como
posibilidad abierta. No sabemos si dominarán las tendencias utópicas o la
complaciente tendencia de aceptación del presente. Lo que sí sabemos es que no
cabe interpretación de la historia (metafísica de la historia) si no es
dominada por el interés de un fin y el esfuerzo hacia una meta.
Si todo el
mundo se pusiera de acuerdo la sociedad cambiaría de la noche a la mañana, son
los individuos los que alientan con su vitalidad las instituciones
establecidas, el status quo, y el sistema establecido de relaciones también encadena
hasta cierto punto su voluntad, pero descansa en las decisiones incontroladas
de los individuos. Lo que es claro es que los cambios más importantes en la
estructura intelectual de una época han de comprenderse a la luz de las
transformaciones de la mentalidad utópica.
La eliminación completa de la ilusión utópica nos conduciría
a un realismo (Sachlichkeit) que en última instancia significaría la decadencia
completa de la voluntad humana. Mientras que la decadencia de una ideología no
representa sino la crisis de cierta clase social o grupos sociales, la
decadencia de la utopía significaría una inmovilidad social en la que el ser
humano se convertiría en cosa. El hombre, privado de ideales, se quedaría también sin ideas y se habría
convertido en una criatura de meros impulsos:
“Así, después de un tortuoso, pero heroico desarrollo, en el apogeo de su conciencia, cuando la historia va dejando de ser un ciego destino y se convierte poco a poco en la creación del hombre, al abandonar la utopía, el hombre perdería la voluntad de esculpir la historia y al propio tiempo su facultad de comprenderla” (K. Mannheim).
[1]
Gustavo bueno ve en esta sublimación de la “Cultura”, inseparable de su “Progreso”
con mayúsculas, una secularización de la divina Providencia.
[2]
Evidentemente, este concepto de razón es histórico y limitado, como puso luego
de manifiesto la crítica de la Escuela de Francfurt, se trata de una “racionalidad
instrumental”.
[3]
Por supuesto, cabe una interpretación no conservadora de Hegel. Todo depende de
en qué parte de la conjunción pongamos el énfasis (“Todo lo real es racional y
todo lo racional es real”) para que Hegel nos estimule a superar el status quo
en dirección a un orden más racional, o para santificar el orden establecido
explicando su racionalidad y necesidad lógica.
[4]
A este respecto fue decisivo, según Mannheim, el conflicto entre Marx y
Bakunin.
[5]
A este respecto, es clásica y bien fundada la crítica de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos.
[6]
La mejor refutación de la teoría pragmatista de la verdad se puede encontrar en
un ensayito de B. Russell.
5 comentarios:
Precioso ensayo Pepe. Sobre todo el final, sin utopía caeríamos en la inmovilidad social, la utopía es pues tan irrealizable como necesaria para una vida humana.
En la clasificacíón de los intelectuales faltan los que luchan por la utopía, digo yo que alguno habrá.
Y es muy interesante eso de los campesinos de la edad media, arrastrados por fuerzas más produndas que sólo intelectuales, en ese viento de la historia que les llevó a levantarse y querer cambiar la sociedad.
Buen texto, José, como todos los tuyos, sinceros y actuales. No obstante, ahondaría en estos dos aspectos, al menos:
a) de la lista de intelectuales de Manneheim (orgánicos, escépticos, románticos, nihilistas), falta el más importante: el intelectual realista, aquel que mira a la realidad desde la complejidad de todos sus lados y no sólo desde la exclusividad de sus prejuicios, ideología y delirio utópico. A ver si os gasta esta carta de presentación: "Atenerse a lo real para vivir humanamente".
Mejoraría el concepto de "realismo" que en tu texto anda un tanto confuso.
b) Ya estamos en el siglo XXI: a tí te gustan mucho las utopías de la comunicación, la sociedad de la información, las nuevas tecnologías, tanto informáticas, como de la ingenería genética, que abre "progresos" insospechados antes. Hoy hay una noticia periodística que dice que las células viejas se pueden reconvertir en células madre totipotentes... ¿Pero son esos adelantos científicos-médicos utopías como las ideologías de los siglos XIX y XX?
Saludos de Martín
Ah, la tarea de la buena filosofía es no caer en ideología-utopía y sin embargo esforzarse en ser detector-neutralizador de discursos y acciones ideológicas-utópicas. Ejemplo: hoy se celebra del día de la paz, pero qué pocos hablan de las ventas de armas y armamento por el Estado Español, octavo en el ranking comercial mundial según el dario El País, ya desde 2008.
Ah, la tarea de la buena filosofía es no caer en ideología-utopía y sin embargo esforzarse en ser detector-neutralizador de discursos y acciones ideológicas-utópicas. Ejemplo: hoy se celebra del día de la paz, pero qué pocos hablan de las ventas de armas y armamento por el Estado Español, octavo en el ranking comercial mundial según el dario El País, ya desde 2008.
La realidad de la vida tropieza muchas veces con la utopia y los parametros intelectuales entre lo que deberia ser y lo que realmente es Martin.La hipocresia,desde los tiempos de Jesus,supone ocultar bajo una capa de discursos bien elaborados,aparentes virtudes,interes por los derechos del hombre,todo lo contrario a lo que se predica."Obras son amores y no buenas razones",los discursos de cara a la galeria,las declaraciones programaticas,los tratados de Derechos Humanos son papel mojado ante el poder del dinero y del egoismo humano.La raiz mas profunda esta en el alma del hombre,y que en el ranking comercial ocupe ese puesto destacado el estado español no me sorprende en absoluto.Igual que la ONU,tan aparentemente sensible a la paz y el desarrollo,ha ocultado la corrupcion de numerosos amigos y familiares de Kofin Annan,y la apropiacion de fondos para otras causas supuestamente no tan humanitarias.Los medios de comunicacion social,la prensa,la radio y la demagogia politica solo sirven a los intereses de poderes financieros para los que el hombre no es mas que un numero o una maquina.
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