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Depósito de ponencias, discusiones y ocurrencias de un grupo de profesores cosmopolitas en Jaén, unidos desde 2004 por el cultivo de la filosofía y la amistad, e interesados por la renovación de la educación y la tradición hispánica de pensamiento.

jueves, 24 de junio de 2010

La expulsión de los filósofos


Con el siguiente artículo, Encarnación Lorenzo regala a la Quinta una interesante reflexión sobre el papel del filósofo como político, retórico e intelectual crítico, a partir de la interesante figura helenística de Carneades, escolarca de la Academia Nueva, recordando el papel que representó como embajador de Atenas en Roma, y su concepción probabilística, antidogmática, de la verdad. 

CARNEADES EN ROMA: UNA FILOSOFÍA CRÍTICA

por Encarnación Lorenzo Hernández

Hace poco me salió al paso una noticia digna del mejor titular periodístico, si tal hubiera existido en la Antigüedad: Siendo el año 155 a.C., el Senado romano decretó la expulsión de una embajada de filósofos atenienses por sus enseñanzas perniciosas para la juventud.

Aquello tenía visos de haber sido una auténtica conmoción del orden social, así que decidí investigar las circunstancias del caso, novedosas al menos para mí, aunque, en realidad, se trata de un episodio célebre en la historia de la filosofía.

Recopilando información dispersa, lo que sigue es, resumidamente, cuanto he conseguido averiguar, junto con mis reflexiones sobre la trascendencia que tal acontecimiento puede tener en nuestros días.

1. PRELUDIO Y FUGA

Roma conquistó el reino de Macedonia el 168 a.C. y lo dividió en cuatro repúblicas independientes que, de facto, quedaron bajo su tutela. En razón de sus facultades de control, el Senado impuso a Atenas una multa de 500 talentos por la destrucción y saqueo de la ciudad de Oropo.

Para intentar eludir el pago, la ciudad comisionó, en el año 156 a.C., a sus más preclaros filósofos y oradores, a saber: Carneades, escolarca de la Academia; Diógenes de Babilonia, cabeza de la escuela estoica, enfrentada a la anterior; y Critolao de Falesis, director del Liceo.

Dicha embajada defendió con éxito la tarea encomendada pero también incurrió en las iras del sector romano más tradicionalista. Debe advertirse que, en ese preciso momento histórico, Roma se debatía entre el mantenimiento a ultranza de sus orígenes como pueblo guerrero y agricultor y su apertura al mundo griego, tras sus éxitos militares en las guerras púnicas y contra las monarquías helenísticas, que habían supuesto la afluencia de una enorme cantidad de riqueza.

La situación política de la República entonces era parangonable a la que presentaban las poleis en el siglo IV a.C., en el sentido de que el dominio de la palabra constituía un requisito esencial para el control de los resortes “democráticos” del poder político.

Un sector conservador, representado por la clase senatorial y el patriciado, y cuya cabeza visible era Catón el Viejo (234-149 a.C.), contraponía la fuerza de los valores romanos tradicionales (pragmatismo, educación político-militar, entrega a la patria, austeridad, religiosidad…) a la degradación de las costumbres de los mayores que aquella vida de lujo estaba provocando.

Por el contrario, la corriente filohelénica, encarnada en la familia de los Escipiones, reconociendo la superioridad cultural de Grecia, abogaba por abrirse a la literatura y filosofía helenísticas.

En cualquier caso, no es ocioso resaltar que, debido a la temprana presencia griega en Sicilia y la Magna Grecia, los frecuentes contactos comerciales con la Hélade y el gran número de esclavos y siervos griegos en la metrópolis, el griego helenístico o Koiné se hallaba ampliamente difundido en la misma, hasta el punto de que, si bien la embajada precisó de la traducción del senador e historiador Acilio Gayo ante el Senado, sus miembros pudieron impartir múltiples lecciones durante su estancia en la ciudad, haciéndose comprender en griego, especialmente por la bilingüe y acaudalada juventud romana.

En este contexto histórico singular puede entenderse la trascendencia del episodio, tanto como epítome del enfrentamiento entre ambas corrientes ideológicas acerca del futuro de Roma, cuanto como fecha oficial del inicio de los contactos entre la filosofía griega y romana.

Plutarco, en la Vida de Catón el Censor, nos relata que éste, “temeroso de que la juventud buscara en el estudio una gloria que sólo debía adquirirse por el valor y la habilidad política, vituperó a los magistrados que permitían que estos embajadores, después de terminados los asuntos que habían motivado su viaje, prolongasen su permanencia en la ciudad, enseñando a defender toda clase de opiniones. En su virtud, propuso que fuesen despedidos inmediatamente, para que volvieran a enseñar a los hijos de la Grecia, que los de Roma no debían tener más maestros que los magistrados y las leyes, según se había practicado hasta entonces”.

En todo caso, no sería ni la primera ni la última vez que se tomó una decisión similar en Roma, pues ya en el año 173 a.C. habían sido expulsados los filósofos Alicio y Filisco. En el 161 a.C. se dispuso, con carácter general, la expulsión de todos los filósofos y retóricos. Y también Vespasiano (69-79 d.C.) ordenó la salida de los filósofos estoicos, por sospechar que conspiraban para reinstaurar la República, tomándose tal medida, esta vez, con la oposición del senado.

Pero lo cierto es que el proceso de penetración de la cultura griega en Roma era ya irreversible a mediados del siglo II a.C., hasta el punto de que la filosofía estoica llegaría a considerarse consustancial al modelo de vida tradicional romano bajo el Principado de Augusto.


2. LA EMBAJADA

Diógenes de Babilonia o Seléucida (230-150/140 a. C.) pertenece al segundo período estoico y fue un gran maestro de la oratoria ceremonial. Ante numerosas asambleas privadas y del Senado romano encandiló a sus auditorios por su sobrio y temperado modo de hablar.

De Critolao de Falesis (200-118 a.C.), peripatético, no conservamos escrito alguno. Mostraba gran interés por la retórica y por la ética, y consideraba que el placer era demoníaco. Su reputación como filósofo y orador era muy grande. Aulo Gelio describe sus argumentos como elegantes y pulidos. Defendió la eternidad del cosmos y que tanto los dioses como las almas proceden de una quintaesencia: el éter.

Pero la figura verdaderamente relevante, el auténtico peso pesado de la embajada, era Carneades (213-126 a.C.), sucesor de Arcesilao en la Academia y cuyo pensamiento, adelantado a su época, no cesa de evocar hitos fundamentales en el desarrollo de la filosofía moderna.

El problema reside en que, en la estela socrática, no dejó escrito ningún texto y solo conocemos sus ideas a través de los resúmenes de su discípulo Clitómaco.

Sabemos que asumió la dirección de la Academia en la que se considera su tercera fase o Academia nueva, cuyos criterios probabilísticos incidieron decisivamente en las “Cuestiones Académicas” de Cicerón.

Su doctrina, en síntesis, presenta una fase destructiva del dogmatismo estoico y otra constructiva, la admisión de la probabilidad en el conocimiento. Así, frente a la defensa que el estoicismo realiza de la posibilidad de percibir la realidad de las cosas tal cual son (Katalepsia) a través de los sentidos, Carneades mantenía que no nos es dado conocer con certeza y evidencia su realidad objetiva (akatalepsia), con un escepticismo que, sin duda, recuerda a Berkeley y al criticismo de Kant, así como a las modernas teorías de la percepción.

“No poseemos la evidencia pero sí la probabilidad. La verdad plena y sin velos pertenece a los dioses. Nuestra inteligencia percibe apariencias más o menos confusas, no lo que es verdadero, pero sí lo probable, y esta luz tan incierta, por débil que sea, nos permite opinar”.

Por tanto, Carneades rechaza el dogmatismo y reconduce el criterio de verdad a una certeza personal más o menos viva, una representación o experiencia probable o creíble que permita seguir un esquema de vida, frente al escepticismo tradicional que había defendido la suspensión del juicio (epoché). Ahora el sabio, más humildemente, ha de aceptar que, al opinar, puede equivocarse.

No resulta admisible, por otro lado, la apraxia, la parálisis en la acción, sino que la persuasión por el argumento (pithanos) sirve tanto de criterio de conocimiento como de actuación.

La noción de verdad, absoluta e intersubjetiva, se ve sustituida aquí por la certeza como un estado de conciencia, que no presupone la verdad ni falsedad de su contenido.

Esta concepción de verdad como credibilidad, como aprecia Ramón Román Alcalá -El enigma de la Academia de Platón. Escépticos contra dogmáticos en la Grecia clásica, ed. Berenice, Córdoba, 2.007, de quien tomo gran parte del resumen de la doctrina de Carneades-, constituye un sorprendente adelanto del tipo de información generada por los mass media en la sociedad actual.

Por otro lado, dicha certeza presenta una serie de niveles de intensidad, de manera que no habría una única verdad sino una serie de verdades relativas, a las que el sujeto asiente en distinto grado. El primero es la representación meramente probable o creíble; el segundo, la consistente o continua, que explica con una metáfora médica: no puede diagnosticarse una enfermedad a través de un único síntoma aislado sino valorando el conjunto de los mismos; y, el tercero, la representación comprobada, que provoca un asentimiento cualificado y suficiente.

También la acción correcta es una cuestión de probabilidad de acierto entre el conjunto de opciones en cada situación. Con ello, Carneades se consagra más como filósofo crítico que como escéptico, preocupado especialmente por los efectos prácticos de su doctrina.

Finalmente, el autor rechazó la posibilidad de sustentar racionalmente la existencia de lo divino, considerándolo pura doxa inverificable frente a la teología estoica, que defendía una mente ordenadora superior que estructura el mundo.

3. UNA DEMOSTRACIÓN ESCANDALOSA

He dejado deliberadamente para el final explicar qué concreto detonante motivó la fulgurante expulsión de nuestros tres filósofos, y ello porque tiene mucho que ver con las consecuencias prácticas de las ideas de Carneades.

Todos ellos impartieron tanto conferencias privadas como públicas, ante la Curia, a las que acudían en tropel no solo la juventud romana sino también lo más granado de la clase política: Escipión el Africano (vencedor de Aníbal), Cayo Laelio, Lucio Furio y otros.

La tradición cuenta que los embajadores eligieron disertar ante el Senado sobre el tema de la justicia, tan caro para la virtus romana. La peculiaridad reside en que Carneades expuso sus ideas no en uno, sino en sendos discursos. En el primero elogió la justicia como fruto del derecho natural. Sería así universal, intangible, racional y modelo eterno según las doctrinas de Platón, Aristóteles y Crisipo.

Al día siguiente, sin embargo, combatió con igual éxito y fuerza el valor universal de la justicia y refutó victoriosamente su discurso de la víspera, sustentando que es fruto de una mera convención, un dispositivo necesario para mantener el buen orden social y útil para defender los intereses de los poderosos.

Catón el Censor, que estuvo presente en ambos discursos, no pudo dejar de advertir cómo tan brillante y demoledora oratoria contra la iustitia, fundamento de la virtus, minaba directamente las bases de la moral romana.

Igualmente en esto, Carneades se anticipó a Hobbes y al utilitarismo de Bentham y Stuart Mill.

No cabe pasar por alto el preciso orden en que decidió pronunciar sus discursos paradójicos. Sin duda dejó para el final la tesis más corrosiva, tal vez la que mejor convenía al éxito de su misión política. No existiría así una justicia enraizada en la naturaleza humana ni una moral absoluta. El hombre no sería intrínsecamente justo, sino que se le obligaría a serlo por el pacto social que lo vincula a la comunidad.

A mí me recuerda de alguna manera el estilo filosófico de los diálogos platónicos, con su interconexión de personajes que, con sus opiniones contrapuestas, generan diversos argumentos entrecruzados, quedando siempre en el aire una corriente de ideas suficientes para que el lector reflexione por su cuenta, pero sin imponerle una conclusión definitiva.

También Carneades, aunque parece ofrecer como criterio último el carácter convencional y utilitario de la justicia, lo que hace es desdoblar su voz en un imaginario diálogo entre dos tesis contrapuestas para que el auditorio decida, bajo la persuasión oratoria, cual es la que más le convence o le resulta más adecuada para su modo de vida. En realidad, constituye una tremenda carga de profundidad contra el pueril dogmatismo estoico.

Podríamos caer en la tentación de pensar que Carneades pretendía realizar un mero alarde de prestidigitación oratoria, pero si tenemos en cuenta que, por aquel entonces, contaba con 58 años, creo que podemos apostar por que no le tentaban simples veleidades sofísticas o de provocación como pose intelectual, sino que trató de llevar a cabo una eficaz demostración práctica de las consecuencias últimas de su doctrina sobre la verdad y de crítica a las deficiencias de la ética universalista de los estoicos.

Carneades fue un filósofo tremendamente coherente con sus ideas, al que no le importó dar un ejemplo contundente de las mismas aun a costa de enfrentarse con el poder establecido.

Hoy los filósofos ya no hacen méritos para que los poderosos los consideren un peligro social pero no será, desde luego, porque no haya vicios ni abusos que denunciar. Lo que falta es voluntad de compromiso.

Tampoco parece que a los Estados actuales se les ocurra encomendar habitualmente a sus pensadores la defensa de los intereses colectivos, como no dudó Atenas en hacer por encima de generales o políticos. Me temo que ello tiene mucho que ver con la oratoria.

Entonces los filósofos griegos cumplían el que luego sería el ideal pedagógico de Cicerón: el dominio de las artes retóricas para la construcción del razonamiento adecuado, acompañadas de un profundo bagaje filosófico, histórico, jurídico… con el que amueblar debidamente los argumentos.

Si ellos conseguían ser claros y convincentes en la expresión de sus ideas, lo que priva mayoritariamente en la filosofía contemporánea es la oscuridad oracular, el abuso del neologismo, la cerrada autorreferencia. Una embajada en esas condiciones sería una auténtica catástrofe, convirtiendo la utilidad social de la figura del filósofo en ilusoria.

No veo tampoco que exista un gran debate entre escuelas. En aquel momento Atenas seleccionó a tres escolarcas pero, sin duda, podría haber enviado a muchos otros representantes más de otras tantas líneas de pensamiento bien definidas. ¡Menudos encuentros fructíferos debían de tener lugar cotidianamente, incluso ya agotado el siglo de oro de la filosofía griega!

Por último, a diferencia de la gran expectación social que despertara en Roma la filosofía intelectualmente más exigente de la época, no puedo menos que reflexionar sobre lo decepcionantes y aburridos que son hoy los mostradores de novedades filosóficas en las librerías (tal vez los de las grandes ciudades lo sean algo menos). Solo menudean libros de pensamiento aguados, bien intencionados quizá en cuanto a los fines de divulgación pero absolutamente banalizados en su contenido, en unos lindes difusos con la autoayuda y el misticismo new age. Más bien parecen destinados a servir de adorno en coffee tables y/o a proporcionar fáciles tópicos para una conversación filosófica de lo más light.

Menos mal que podemos contar siempre con el inmenso acervo histórico para no perder la ilusión de que la filosofía tiene todavía algo que contar, pero esto, sin duda, es también reconocer que su renovación será lenta.

Y, como lógico colofón de todo ello, no puede extrañar el retroceso de la filosofía en los planes pedagógicos.

No sé vosotros, pero yo pienso que ¡qué tiempos aquellos en que todavía se expulsaba a los filósofos!

sábado, 19 de junio de 2010

Simone Weil: Sobre las causas de la opresión social

En nuestra última sesión de la Quinta del Mochuelo.
En la puerta del IES Francisco de los Cobos. Úbeda

Autora Ana Azanza

REFLEXIONES SOBRE LAS CAUSAS DE LA LIBERTAD Y LA OPRESIÓN SOCIAL

Escribió Simone Weil (1909-1943) en 1934 un texto “Sobre las causas de la libertad y de la opresión social”. Ella se interesó por la condición obrera hasta el punto de dejar su puesto de profesora en 1934 para experimentar por sí misma el trabajo manual, primero en una empresa que hacía maquinaria eléctrica, luego en Renault, luego como obrera agrícola. Pocos filósofos interesados en la justicia social han llegado a tanto.

De todas sus afirmaciones y razonamientos que son muchos y sorprendentes, y no siempre bien comprendidos, me parece una verdad central la de que una de las causas de la opresión es la separación creciente en la sociedad entre los que manejan la palabra y los que se ocupan de las cosas. He tenido ocasión de comprobarlo, a algunos de los que se dedican a la palabra, léase profesores, les resulta imposible pensar que como decía Weil “el centro espiritual” de una cultura está en el trabajo manual.

miércoles, 9 de junio de 2010

Sobre educación

Dejo este link de Penalva en el Confidencial sobre educación

http://www.elconfidencial.com/cuestion-escolar/ignorancia-progresista-20100608.html

Los comentarios son muy interesantes, pero nos perdemos cuando empezamos con las etiquetas, con que los izquierdas son esto y los derechas son lo otro. Lo que se trata es de arreglar, enderezar la educación, no de estar todo el tiempo poniendo etiquetas a unos y a otros.

Hace falta volver al estudio, al esfuerzo para aprobar, al respeto al profesor, donde todo eso se haya perdido. Eso no es ni derecha ni izquierda: es sólo que queremos hacer nuestro trabajo. Y los debates políticos nos sobran en la escuela, es impresentable la tendencia que tenemos en esta España a convertirlo todo en dogma con que atizar al "contrario" sea la Logse o sea la no Logse.

domingo, 6 de junio de 2010

Como el mochuelo




COMO EL MOCHUELO

Por Rafael Bellón Zurita

“¿Qué pájaro será aquel que está en la verde oliva?”
Copla del cante jondo

El mochuelo no busca nido donde albergarse, Y su volar ¿adónde va
aunque tiemble en el centro de tantas noches por su afilado mirar divisadas?
Porque mira desde arriba sin detenerse. Y así el error que
inevitablemente, por ser humano este pájaro, cometa será debido a una disminución de su celeridad o a un querer tomar tierra movido
por un deber que abate su vuelo al ser deber, con debida obligación,
y que luego irresistiblemente lo alza por ser de amor, porque ningún
ser alado conocido deja de tener al amor por ley suprema, a veces escondida
y hasta enconada. Ley de amor que pide hacerse sustancia.

Pero hasta entonces cuánto andar y desandar, si se va por tierra,
cuánto invisible laberinto, si se va solo, solo al fin en la oliva.
Dice el mochuelo al volar: “Yo vuelo mirando al suelo.”

Mira el mochuelo desde arriba y su vista abarca y distingue
con creciente agudeza de los sentidos cuánto más sin asidero vive,
inasible nada se le escapa, nada se le queda sin percibir, y así,
la burla le es inevitable, porque ve a un mismo tiempo por lo menos
los dos rostros de la pretendida realidad. Ve la realidad y su pretensión, su falacia. Ve la realidad y la irrealidad que la devora; el hueco que detrás de la máscara sin que la máscara desaparezca ni se haga irreconocible. Desenmascara así la historia mostrando su oquedad y así prácticamente aún, dejando tembloroso y firme su corazón de esperanza irreductible, de aliento humano y divino al descubierto.

Y cuando aquí llega, su vuelo mismo se detiene abriendo un silencio. El silencio prometido en el que divisa innumerablemente verdades y sueños, al que a vista de pájaro mira infatigablemente, es decir, al poeta y al filósofo que alienta y vive un secreto último.

Porque atravesando la historia llega allí donde la vida aletea, en su olivo, ese hueco de las manos divinas que le acogen en lo infinitamente abierto y en el alba inacabable. Símbolo de cultura y de paz: “La del alba sería cuando don Quijote salió al camino”.

Pensar el cielo no es lo malo: lo malo es pensar en el cielo, y lo peor, pensar desde el cielo. El gallo, luminoso picoteador vociferante del día, como el mochuelo, oculto definidor de la noche, piensa el cielo. La alondra piensa en el cielo, cantadora, al amanecer.

El buitre, mudo, y silenciosamente, como cualquier otra ave de rapiña feroz y carnicera, piensa siempre desde el cielo.

El gallo, luminosamente desdeñoso, de cielos, no separa nunca del suelo su mirada, el gallo que se hizo cristiano por la pasión.
Sin embargo, el mochuelo siguió en su olivo siendo mágico prodigioso de pagana sabiduría. Quizás por eso, le dijo, desdeñosamente, el nuevo, evangélico gallo luminoso al oscuro mochuelo, pajarraco filosófico: “Tienes ojos y no ves la luz.”

Le contestó el mochuelo sabihondo: “Y tú tienes alas y no vuelas.”

Desconfía de las ideas que se arrastran como las nubes por el cielo, si, como las nubes, no se desvanecen de algún modo para tomar, como sea, nuevamente tierra: aunque sea, tocándola tan sólo con sus sombras.

Rimas y coplas del Mochuelo por Rafael Bellón



RIMAS Y COPLAS

Como hermanicos al tajo
tal que bueyes de labranza,
la tarde pasa volando
y aligera la templanza.

-Venid, amigos, deprisa
que el mochuelo está en la rama,

-¿Qué haces mochuelo en tu olivo,
-con los ojos tan abiertos?”.

-“ Estoy –responde el mochuelo-
mirando pasar el tiempo.”

En la paloma vió Kant
el vuelo del pensamiento:
al pensar como al volar
hay que apoyarse en el viento.

-”Yo pienso –dice el mochuelo-
luego vuelo, aunque al volar
sea torpe, pesado y lento.”