sábado, 25 de noviembre de 2017

EL MITO DE LAS TRES CULTURAS


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Mito frecuente en los florilegios retóricos de las campañas electorales es el de un al-Andalus en que convivieron pacíficamente tres culturas hasta la llegada del “bárbaro del norte”. 

Resulta oportuno criticar esta imagen idílica después de los lamentables sucesos que siguen enfrentando al Islam con el Mundo Occidental y con su modo de vida, particularmente si los políticos no aprenden de su historia ni la leen. La evidencia es frágil porque en general preferimos lo que se dice o se sueña, sobre todo si se nos repite con autoridad mediática. Pero la idealización y reforma de la realidad es un deber que sólo puede hacerse eficazmente desde un diagnóstico realista.

Américo Castro y otros propalaron la exageración de que al-Andalus fue un paraíso en el que convivieron felices tres religiones hasta que los cristianos desmantelaron aquella fructífera armonía. Incluso la decadencia del Imperio español sería un efecto directo de la expulsión de sefarditas y moriscos. Aunque no cabe duda de que dicha expulsión empobreció a España, la leyenda de una convivencia pacífica entre las tres culturas no se sostiene. Los documentos prueban que la convivencia pacífica, continua y feliz de tres religiones no es más que una ilusión. Tal convivencia fue una excepción coyuntural y forzada: la cooperación fue a veces un mal necesario, pero no regla ni fin querido y, por supuesto, careció de continuidad. Todos desconfiaban de todos y todos intentaban sojuzgar a todos. Lo que hubo fue un sistema de aislamiento y recelos permanentes desde los tiempos más remotos.

 Salvo para arabófilos de salón (¡salón europeo, claro!), el Islam no está libre de propensión racista: “¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos!” -receta el Corán. El Islam contemporáneo reproduce represiones superadas del todo en el mundo civilizado. Los tres millones setecientos mil pecados diarios que las autoridades religiosas atribuyen a las mujeres, por cada roce con varones, son los que les calculan a las que osaban montarse en los minibuses de Teherán. Esto no es más que una ridícula muestra de una moral medieval que ofende brutalmente la más elemental libertad de movimientos de las personas (persona es un concepto metafísico occidental).

Los judíos, por su parte, ya aportaron al pensamiento racista su noción de “pueblo elegido”, en el que la sangre resulta teológicamente determinante. No debió servirles de mucho, porque en Castilla, “el pueblo de Dios” fué considerado propiedad particular del Rey, ya que los Padres de la Iglesia habían decidido su condena a eterna servidumbre. La Inquisición católica cuidó que aquello no quedara en  teología teórica. El concepto de “pureza racial” está presente en la tradición bíblica, pero tiene también importancia para cualquier minoría empeñada en sobrevivir y conservarse mediante la endogamia, aunque dicha minoría cultural viva enquistada parasitariamente, como subcultura, dentro de otra más civilizada y mejor educada...       

Contra el mito de una Andalucía mudéjar, se puede decir que la castellanización del sur de España fue profunda y radical. Andalucía es la Nueva Castilla. Pretender que los andaluces actuales descendamos sólo de “los moros” y de los judíos es tan iluso como pretender que los castellanos descienden de “los godos” o los gallegos de los celtas y los suevos. De todas formas no fue la “raza” (¿existe tal invento?) ni el idioma (el hebreo era una lengua muerta), sino la patrimonialización de lo divino y, por supuesto, el afán de poder, gloria y recursos económicos, la causa de conflictos. Por eso la repetición periódica de encuentros y otros “juegos florales” entre religiones acaba invariablemente en un callejón sin salida; todos se creen en posesión de la Verdad.

La posibilidad de una integración efectiva resultará imposible si una parte está desesperada o en la miseria y la otra asustada, si una padece tiranías y la otra infantilismo voluntarista, imposible sin una educación civil independiente del adoctrinamiento religioso. Por fuerza, quien carece de derechos personales, de dignidad individual, carece también de deberes o compromisos sociales.

                                                

                                       

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