Sofía es una enfermera española que emigró para conseguir un
puesto en un hospital francés privado. Luego pasó a la sanidad pública
francesa. La chica se sorprendía de cómo en aquel país, tan próximo
geográficamente al nuestro, los padres y las madres dejaban a sus hijos solos después de una operación de
apendicitis para irse a trabajar, y de cómo las enfermeras y los médicos se
trataban de usted… No es simplemente una cuestión de politesse, aunque también, sino una cuestión de distancias, de
individualismo consagrado, de aplicación sistemática del principio “la confianza da
asco”, que fuerza al oscurecimiento deliberado de los propios sentimientos, a
la opacidad comunicativa, a ocultar el propio calor, el propio sudor, del
propio olor. Todo con mucha propiedad, muy limpiamente.
Es el caso de los personajes del excelente drama intimista
de Stéphane Brizé: Quelques heures de
printemps (2012). A un ritmo nórdico, bergmiano, y en secuencias largas de
primeros planos, trascurre esta obra de autor que puede describirse como teatro
filmado. Todo lo que pasa, pasa en las mentes, pero la acción humilde embebe y
arroja indicios suficientes para la interpretación de lo que bulle en los espíritus.
Una madre y un hijo incapaces de mostrarse afecto, incapaces
de compartir lo más íntimo de su humanidad, ¡y no me refiero al sexo!, sino a
algo más decisivo y menos comercial que el incesto. ¡Particularmente difícil
interpretar a personajes que hacen de la inexpresión y la duda su religión!
Representar esa impotencia de comunicar afectos, ese pudor insuperable. ¿No es
esta razón, la razón de la fe, de la convicción dogmática de los personajes, lo
que nos da tanta vergüenza ajena en el cine arcaico, que es el cine de hace
dos días?
Hélène Vincent (Yvette), la madre fría y distante, y Vincent
Lindon (Alain, expresidiario con baja autoestima) lo consiguen plenamente. Vamos captando lo que sienten, pero no lo dicen. Enmanuelle Seigner está perfecta en su
corto papel de amante que no soporta los secretos de Alain. Conoce su cuerpo
desnudo, pero no sabe nada de su alma, de su biografía, pues Alain se avergüenza
de haber estado en la cárcel y de trabajar en una planta de reciclaje, separando basuras, en el
más bajo lugar del escalafón profesional, ese que los países “desarrollados” reservamos
para inmigrantes negros.
Y resulta profundamente conmovedor el personaje de
Monsieur Lalouette, el buen samaritano, el vecino afectuoso, el intermediario
predispuesto por su generosidad al cada vez más decisivo papel de resolver
conflictos entre mentes presas de sus miedos, como si de puzles de mil piezas se
tratara.
En la casa de la viuda Yvette Evrard, en la que se refugia
sin convicción su hijo camionero, recién salido de la cárcel por un delito menor
de tráfico de drogas, las palabras y los gestos afectuosos sólo los recibe la
perra, cuyo afecto se disputan madre e hijo. Afecto al chucho aún distante por parte de
la madre, que no tiene inconveniente en envenenar al animal para reconciliarse
con el hijo sin necesidad de humillar su orgullo herido.
Hago una digresión aquí para referir a este asunto del
mascotismo y por extensión del “animalismo”, ese sucedáneo de las relaciones personales
satisfactorias, cada vez más en crisis, ese sucedáneo del humanismo que nació
de la retórica, de la dialéctica, del arte de la conversación íntima... Y me viene a las
mientes un texto lúdico, humorístico, irónico y lúcido, de C. S. Lewis, uno de
mis autores y pensadores favoritos:
“Si usted necesita que le necesiten, y en su familia, muy
justamente, declinan necesitarle a usted, un animal es obviamente el sucedáneo.
Puede usted tenerle toda su vida necesitado de usted. Puede mantenerle en la
infancia permanentemente, reducirlo a una perpetua invalidez, separarlo de todo
lo que un auténtico animal desea y, en compensación, crearle la necesidad de
pequeños caprichos que sólo usted puede ofrecerle. La infortunada criatura se
convierte así en algo muy útil para el resto de la familia: hace de sumidero o
desagüe, está usted demasiado ocupado estropeando la vida de un perro para
poder estropeársela a ellos”.
Hijo y madre, heridos por la vida, acarician continuamente
al perro, le dan hasta azúcar, pero usan un lenguaje lacónico, áspero, amargo
entre ellos, sobre un fondo que no puede estar más limpio de polvo y paja, un
marco tan austero y gélido como las relaciones personales…, y el protagonista
acaba saltando contra el orden inflexible de la madre en inútiles ataques de
odio e ira, a los que sigue la vergüenza y la culpa.
La madre vive su
agonía por cáncer terminal con una extraordinaria fortaleza de ánimo y una muy estoica
dignidad. ¡Ni Séneca hubiera tomado tan serenamente la decisión de su propia
muerte!
La película acaba en
una quietud apropiada al hermoso panorama de los alpes suizos, una quietud en
que se reconcilian vida y muerte, en la que por fin, ante el decidido final
(suicidio asistido), la madre es capaz de decirle a su hijo que le quiere y
este la abraza en la hora de la verdad, la hora decisiva, esa misma que los
tauromáquicos contemplamos sin escrúpulos en el sacrificio ritualizado de la
res. Esa reconciliación deja al espectador con el sentimiento de un logro
salvador. Redime del desamor. Pero también nos deja un nudo grande en la
garganta. Tal vez porque se nos encoja cada vez más el corazón.