jueves, 24 de junio de 2010
La expulsión de los filósofos
Con el siguiente artículo, Encarnación Lorenzo regala a la Quinta una interesante reflexión sobre el papel del filósofo como político, retórico e intelectual crítico, a partir de la interesante figura helenística de Carneades, escolarca de la Academia Nueva, recordando el papel que representó como embajador de Atenas en Roma, y su concepción probabilística, antidogmática, de la verdad.
CARNEADES EN ROMA: UNA FILOSOFÍA CRÍTICA
por Encarnación Lorenzo Hernández
Hace poco me salió al paso una noticia digna del mejor titular periodístico, si tal hubiera existido en la Antigüedad: Siendo el año 155 a.C., el Senado romano decretó la expulsión de una embajada de filósofos atenienses por sus enseñanzas perniciosas para la juventud.
Aquello tenía visos de haber sido una auténtica conmoción del orden social, así que decidí investigar las circunstancias del caso, novedosas al menos para mí, aunque, en realidad, se trata de un episodio célebre en la historia de la filosofía.
Recopilando información dispersa, lo que sigue es, resumidamente, cuanto he conseguido averiguar, junto con mis reflexiones sobre la trascendencia que tal acontecimiento puede tener en nuestros días.
1. PRELUDIO Y FUGA
Roma conquistó el reino de Macedonia el 168 a.C. y lo dividió en cuatro repúblicas independientes que, de facto, quedaron bajo su tutela. En razón de sus facultades de control, el Senado impuso a Atenas una multa de 500 talentos por la destrucción y saqueo de la ciudad de Oropo.
Para intentar eludir el pago, la ciudad comisionó, en el año 156 a.C., a sus más preclaros filósofos y oradores, a saber: Carneades, escolarca de la Academia; Diógenes de Babilonia, cabeza de la escuela estoica, enfrentada a la anterior; y Critolao de Falesis, director del Liceo.
Dicha embajada defendió con éxito la tarea encomendada pero también incurrió en las iras del sector romano más tradicionalista. Debe advertirse que, en ese preciso momento histórico, Roma se debatía entre el mantenimiento a ultranza de sus orígenes como pueblo guerrero y agricultor y su apertura al mundo griego, tras sus éxitos militares en las guerras púnicas y contra las monarquías helenísticas, que habían supuesto la afluencia de una enorme cantidad de riqueza.
La situación política de la República entonces era parangonable a la que presentaban las poleis en el siglo IV a.C., en el sentido de que el dominio de la palabra constituía un requisito esencial para el control de los resortes “democráticos” del poder político.
Un sector conservador, representado por la clase senatorial y el patriciado, y cuya cabeza visible era Catón el Viejo (234-149 a.C.), contraponía la fuerza de los valores romanos tradicionales (pragmatismo, educación político-militar, entrega a la patria, austeridad, religiosidad…) a la degradación de las costumbres de los mayores que aquella vida de lujo estaba provocando.
Por el contrario, la corriente filohelénica, encarnada en la familia de los Escipiones, reconociendo la superioridad cultural de Grecia, abogaba por abrirse a la literatura y filosofía helenísticas.
En cualquier caso, no es ocioso resaltar que, debido a la temprana presencia griega en Sicilia y la Magna Grecia, los frecuentes contactos comerciales con la Hélade y el gran número de esclavos y siervos griegos en la metrópolis, el griego helenístico o Koiné se hallaba ampliamente difundido en la misma, hasta el punto de que, si bien la embajada precisó de la traducción del senador e historiador Acilio Gayo ante el Senado, sus miembros pudieron impartir múltiples lecciones durante su estancia en la ciudad, haciéndose comprender en griego, especialmente por la bilingüe y acaudalada juventud romana.
En este contexto histórico singular puede entenderse la trascendencia del episodio, tanto como epítome del enfrentamiento entre ambas corrientes ideológicas acerca del futuro de Roma, cuanto como fecha oficial del inicio de los contactos entre la filosofía griega y romana.
Plutarco, en la Vida de Catón el Censor, nos relata que éste, “temeroso de que la juventud buscara en el estudio una gloria que sólo debía adquirirse por el valor y la habilidad política, vituperó a los magistrados que permitían que estos embajadores, después de terminados los asuntos que habían motivado su viaje, prolongasen su permanencia en la ciudad, enseñando a defender toda clase de opiniones. En su virtud, propuso que fuesen despedidos inmediatamente, para que volvieran a enseñar a los hijos de la Grecia, que los de Roma no debían tener más maestros que los magistrados y las leyes, según se había practicado hasta entonces”.
En todo caso, no sería ni la primera ni la última vez que se tomó una decisión similar en Roma, pues ya en el año 173 a.C. habían sido expulsados los filósofos Alicio y Filisco. En el 161 a.C. se dispuso, con carácter general, la expulsión de todos los filósofos y retóricos. Y también Vespasiano (69-79 d.C.) ordenó la salida de los filósofos estoicos, por sospechar que conspiraban para reinstaurar la República, tomándose tal medida, esta vez, con la oposición del senado.
Pero lo cierto es que el proceso de penetración de la cultura griega en Roma era ya irreversible a mediados del siglo II a.C., hasta el punto de que la filosofía estoica llegaría a considerarse consustancial al modelo de vida tradicional romano bajo el Principado de Augusto.
2. LA EMBAJADA
Diógenes de Babilonia o Seléucida (230-150/140 a. C.) pertenece al segundo período estoico y fue un gran maestro de la oratoria ceremonial. Ante numerosas asambleas privadas y del Senado romano encandiló a sus auditorios por su sobrio y temperado modo de hablar.
De Critolao de Falesis (200-118 a.C.), peripatético, no conservamos escrito alguno. Mostraba gran interés por la retórica y por la ética, y consideraba que el placer era demoníaco. Su reputación como filósofo y orador era muy grande. Aulo Gelio describe sus argumentos como elegantes y pulidos. Defendió la eternidad del cosmos y que tanto los dioses como las almas proceden de una quintaesencia: el éter.
Pero la figura verdaderamente relevante, el auténtico peso pesado de la embajada, era Carneades (213-126 a.C.), sucesor de Arcesilao en la Academia y cuyo pensamiento, adelantado a su época, no cesa de evocar hitos fundamentales en el desarrollo de la filosofía moderna.
El problema reside en que, en la estela socrática, no dejó escrito ningún texto y solo conocemos sus ideas a través de los resúmenes de su discípulo Clitómaco.
Sabemos que asumió la dirección de la Academia en la que se considera su tercera fase o Academia nueva, cuyos criterios probabilísticos incidieron decisivamente en las “Cuestiones Académicas” de Cicerón.
Su doctrina, en síntesis, presenta una fase destructiva del dogmatismo estoico y otra constructiva, la admisión de la probabilidad en el conocimiento. Así, frente a la defensa que el estoicismo realiza de la posibilidad de percibir la realidad de las cosas tal cual son (Katalepsia) a través de los sentidos, Carneades mantenía que no nos es dado conocer con certeza y evidencia su realidad objetiva (akatalepsia), con un escepticismo que, sin duda, recuerda a Berkeley y al criticismo de Kant, así como a las modernas teorías de la percepción.
“No poseemos la evidencia pero sí la probabilidad. La verdad plena y sin velos pertenece a los dioses. Nuestra inteligencia percibe apariencias más o menos confusas, no lo que es verdadero, pero sí lo probable, y esta luz tan incierta, por débil que sea, nos permite opinar”.
Por tanto, Carneades rechaza el dogmatismo y reconduce el criterio de verdad a una certeza personal más o menos viva, una representación o experiencia probable o creíble que permita seguir un esquema de vida, frente al escepticismo tradicional que había defendido la suspensión del juicio (epoché). Ahora el sabio, más humildemente, ha de aceptar que, al opinar, puede equivocarse.
No resulta admisible, por otro lado, la apraxia, la parálisis en la acción, sino que la persuasión por el argumento (pithanos) sirve tanto de criterio de conocimiento como de actuación.
La noción de verdad, absoluta e intersubjetiva, se ve sustituida aquí por la certeza como un estado de conciencia, que no presupone la verdad ni falsedad de su contenido.
Esta concepción de verdad como credibilidad, como aprecia Ramón Román Alcalá -El enigma de la Academia de Platón. Escépticos contra dogmáticos en la Grecia clásica, ed. Berenice, Córdoba, 2.007, de quien tomo gran parte del resumen de la doctrina de Carneades-, constituye un sorprendente adelanto del tipo de información generada por los mass media en la sociedad actual.
Por otro lado, dicha certeza presenta una serie de niveles de intensidad, de manera que no habría una única verdad sino una serie de verdades relativas, a las que el sujeto asiente en distinto grado. El primero es la representación meramente probable o creíble; el segundo, la consistente o continua, que explica con una metáfora médica: no puede diagnosticarse una enfermedad a través de un único síntoma aislado sino valorando el conjunto de los mismos; y, el tercero, la representación comprobada, que provoca un asentimiento cualificado y suficiente.
También la acción correcta es una cuestión de probabilidad de acierto entre el conjunto de opciones en cada situación. Con ello, Carneades se consagra más como filósofo crítico que como escéptico, preocupado especialmente por los efectos prácticos de su doctrina.
Finalmente, el autor rechazó la posibilidad de sustentar racionalmente la existencia de lo divino, considerándolo pura doxa inverificable frente a la teología estoica, que defendía una mente ordenadora superior que estructura el mundo.
3. UNA DEMOSTRACIÓN ESCANDALOSA
He dejado deliberadamente para el final explicar qué concreto detonante motivó la fulgurante expulsión de nuestros tres filósofos, y ello porque tiene mucho que ver con las consecuencias prácticas de las ideas de Carneades.
Todos ellos impartieron tanto conferencias privadas como públicas, ante la Curia, a las que acudían en tropel no solo la juventud romana sino también lo más granado de la clase política: Escipión el Africano (vencedor de Aníbal), Cayo Laelio, Lucio Furio y otros.
La tradición cuenta que los embajadores eligieron disertar ante el Senado sobre el tema de la justicia, tan caro para la virtus romana. La peculiaridad reside en que Carneades expuso sus ideas no en uno, sino en sendos discursos. En el primero elogió la justicia como fruto del derecho natural. Sería así universal, intangible, racional y modelo eterno según las doctrinas de Platón, Aristóteles y Crisipo.
Al día siguiente, sin embargo, combatió con igual éxito y fuerza el valor universal de la justicia y refutó victoriosamente su discurso de la víspera, sustentando que es fruto de una mera convención, un dispositivo necesario para mantener el buen orden social y útil para defender los intereses de los poderosos.
Catón el Censor, que estuvo presente en ambos discursos, no pudo dejar de advertir cómo tan brillante y demoledora oratoria contra la iustitia, fundamento de la virtus, minaba directamente las bases de la moral romana.
Igualmente en esto, Carneades se anticipó a Hobbes y al utilitarismo de Bentham y Stuart Mill.
No cabe pasar por alto el preciso orden en que decidió pronunciar sus discursos paradójicos. Sin duda dejó para el final la tesis más corrosiva, tal vez la que mejor convenía al éxito de su misión política. No existiría así una justicia enraizada en la naturaleza humana ni una moral absoluta. El hombre no sería intrínsecamente justo, sino que se le obligaría a serlo por el pacto social que lo vincula a la comunidad.
A mí me recuerda de alguna manera el estilo filosófico de los diálogos platónicos, con su interconexión de personajes que, con sus opiniones contrapuestas, generan diversos argumentos entrecruzados, quedando siempre en el aire una corriente de ideas suficientes para que el lector reflexione por su cuenta, pero sin imponerle una conclusión definitiva.
También Carneades, aunque parece ofrecer como criterio último el carácter convencional y utilitario de la justicia, lo que hace es desdoblar su voz en un imaginario diálogo entre dos tesis contrapuestas para que el auditorio decida, bajo la persuasión oratoria, cual es la que más le convence o le resulta más adecuada para su modo de vida. En realidad, constituye una tremenda carga de profundidad contra el pueril dogmatismo estoico.
Podríamos caer en la tentación de pensar que Carneades pretendía realizar un mero alarde de prestidigitación oratoria, pero si tenemos en cuenta que, por aquel entonces, contaba con 58 años, creo que podemos apostar por que no le tentaban simples veleidades sofísticas o de provocación como pose intelectual, sino que trató de llevar a cabo una eficaz demostración práctica de las consecuencias últimas de su doctrina sobre la verdad y de crítica a las deficiencias de la ética universalista de los estoicos.
Carneades fue un filósofo tremendamente coherente con sus ideas, al que no le importó dar un ejemplo contundente de las mismas aun a costa de enfrentarse con el poder establecido.
Hoy los filósofos ya no hacen méritos para que los poderosos los consideren un peligro social pero no será, desde luego, porque no haya vicios ni abusos que denunciar. Lo que falta es voluntad de compromiso.
Tampoco parece que a los Estados actuales se les ocurra encomendar habitualmente a sus pensadores la defensa de los intereses colectivos, como no dudó Atenas en hacer por encima de generales o políticos. Me temo que ello tiene mucho que ver con la oratoria.
Entonces los filósofos griegos cumplían el que luego sería el ideal pedagógico de Cicerón: el dominio de las artes retóricas para la construcción del razonamiento adecuado, acompañadas de un profundo bagaje filosófico, histórico, jurídico… con el que amueblar debidamente los argumentos.
Si ellos conseguían ser claros y convincentes en la expresión de sus ideas, lo que priva mayoritariamente en la filosofía contemporánea es la oscuridad oracular, el abuso del neologismo, la cerrada autorreferencia. Una embajada en esas condiciones sería una auténtica catástrofe, convirtiendo la utilidad social de la figura del filósofo en ilusoria.
No veo tampoco que exista un gran debate entre escuelas. En aquel momento Atenas seleccionó a tres escolarcas pero, sin duda, podría haber enviado a muchos otros representantes más de otras tantas líneas de pensamiento bien definidas. ¡Menudos encuentros fructíferos debían de tener lugar cotidianamente, incluso ya agotado el siglo de oro de la filosofía griega!
Por último, a diferencia de la gran expectación social que despertara en Roma la filosofía intelectualmente más exigente de la época, no puedo menos que reflexionar sobre lo decepcionantes y aburridos que son hoy los mostradores de novedades filosóficas en las librerías (tal vez los de las grandes ciudades lo sean algo menos). Solo menudean libros de pensamiento aguados, bien intencionados quizá en cuanto a los fines de divulgación pero absolutamente banalizados en su contenido, en unos lindes difusos con la autoayuda y el misticismo new age. Más bien parecen destinados a servir de adorno en coffee tables y/o a proporcionar fáciles tópicos para una conversación filosófica de lo más light.
Menos mal que podemos contar siempre con el inmenso acervo histórico para no perder la ilusión de que la filosofía tiene todavía algo que contar, pero esto, sin duda, es también reconocer que su renovación será lenta.
Y, como lógico colofón de todo ello, no puede extrañar el retroceso de la filosofía en los planes pedagógicos.
No sé vosotros, pero yo pienso que ¡qué tiempos aquellos en que todavía se expulsaba a los filósofos!
Muy buen artículo, Encarnación, no sabía de esta historia de Carnéades.
ResponderEliminarNo te creas, también existen "filósofos expulsados" en nuestra sociedad.
Hoy como ayer el ejercicio de la razón en libertad sigue siendo molesta para quienes sólo creen en la "fuerza".
Las formas de expulsión probablemente han mejorado en "sutileza" con respecto a la antigüedad.
Y por favor, no dejes de colaborar como un Mochuelo más en otro no tan lejano olivo...