domingo, 1 de marzo de 2020

EXIGENCIA DE VERDAD




Ana Azanza, por la traducción

«Simone Weil rechazó toda doctrina a lo largo de su vida: sólo estaba por la verdad»
FIGAROVOX/GRAND ENTRETIEN – En su ensayo La verdad por vocación, la periodista Ludivine Bénard repasa la trayectoria y pensamientos tan ricos como singulares de la filósofa Simone Weil.

El filósofo campesino Gustave Thibon dijo de Simone Weil: «Es el único ser que conocí en el que no había distancia real entre el ideal que afirmaba y la vida que llevaba.»
Ludivine Bénard es periodista. Acaba de publicar su primer libro Simone Weil: La vérité pour vocation (Éditions de l’Escargot, 2020).

FIGAROVOX.- Ha escogido un bonito título: «La vérité pour vocation». Simone Weil pone en efecto la verdad por encima de todo. ¿Por qué? ¿De dónde le llega esa preocupación tan intensa y rara entre los intelectuales de su tiempo que sucumbieron en masa a la ideología?


Ludivine BÉNARD.- La preocupación por la verdad es una constante en Weil, desde su juventud hasta su muerte precoz con 34 años. Según la carta titulada «Autobiografía espiritual», que escribió al padre Perrin en 1942, la obsesión por la verdad surgió por vez primera en ella cuando tenía  14 años, tras una especie de crisis existencia. Estaba entonces convencida de que solo los genios pueden acceder al «reino trascendente» de la verdad, y que ella, como mediocre (comparada con su hermano mayor, prodigio de las matemáticas), está condenada a vivir en la ilusión y por tanto en la desgracia. Con el radicalismo que le es característico decide:  «Hubiera preferido morir antes que vivir sin la verdad.» Poco a poco se va convenciendo de que la verdad es accesible a cada cual con tal de que la desee y se someta  «al esfuerzo de la atención», la puesta a disposición del espíritu para acoger la verdad. Este esfuerzo, dice, es el único que puede permitir considerar a los desgraciados, poniendo atención «la forma más rara y más pura de generosidad».


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Simone Weil (1909-1943)

 Simone Weil a vécu 16 mois en Angleterre où elle est décédée en 1943.Simone Weil a vécu 16 mois en Angleterre où elle est décédée en 1943.
Pero para poder poner atención, es preciso que el pensamiento sea totalmente libre, lejos de todo adoctrinamiento. Por eso durante toda su vida Weil rechaza cualquier doctrina en todos los campos del pensamiento: se sitúa solo al lado de la verdad, es lo que demuestra de modo magistral su «Nota sobre la supresión general de los partidos políticos» (1940). El espíritu libre que fue jamás se sometió a la ideología dominante y, sobre todo, nunca se calló cuando estaba en desacuerdo, lo que la condenó a menudo a quedarse sola. Sindicalistas revolucionarios, comunistas, anarquistas españoles …  todos los que fueron compañeros suyos recibieron el fuego de sus críticas, y a veces quisieron taparle la boca, estoy pensando en sus amigos comunistas a principios de los años 30, que no soportaban oírla denunciar la mentira revolucionaria soviética. Esa honradez intelectual la acercó a Georges Bernanos, tras la Guerra civil Española, ambos denunciaron con una sola voz las atrocidades de la guerra.


Evoca usted la relación de Simone Weil con el socialismo.  Cercana al sindicalismo revolucionario poco a poco se alejó de él y de Marx. ¿Qué reprocha Simone Weil al marxismo y a la revolución?

Hay que dejar claro que conocía estupendamente la obra de Marx, al que leyó de joven y sobre el que enseñó. Retuvo su materialismo histórico (la historia está determinada por la organización material de las sociedades, no por las ideas o intenciones de los hombres) y su teoría de la explotación (que plantea que el capitalismo roba la plusvalía a los trabajadores para acumular capital, desarrollar la producción para resistir a la competencia).
Pero al contrario que Marx, Weil no quiere creer que el desarrollo sin fin de las fuerzas de producción traerá la liberación a los trabajadores. Rechaza esta visión progresista de la historia que revela la inclinación  marxista a divinizar la materia, a atribuirle «lo que constituye la esencia misma del espíritu: una perpetua aspiración a lo mejor ». Marx cuya filosofía de la historia se focalizaba sobre la materia ¡le atribuye características espirituales! La noción de «desarrollo infinito» se gana las críticas de Weil, que denuncia muy pronto la imposibilidad de un desarrollo ilimitado en un mundo de recursos finitos. En 1931, en su artículo «Perspectivas», la joven filósofa escribe: «Interpretemos como queramos el fenómeno de la acumulación, está claro que el capitalismo significa esencialmente la expansión económica y que la expansión capitalista no está lejos del momento en que chocará con los límites de la superficie terrestre.» El  marxismo, promocionando el desarrollo de las fuerzas productivas, se condena a sí mismo a las mismas consecuencias. 

Para Weil, la revolución, entendida como toma de poder por el proletariado y la colectivización de los medios de producción, es incapaz de suprimir el  sometimiento de la clase obrera.
¿Cómo creer que la liberación de los trabajadores depende del desarrollo infinito de las fuerzas productivas, cuando sabemos que ese mismo desarrollo cuando se encarna en el día a día del trabajo en las máquinas, en la organización de la producción racionalizada al extremo no es más que fuente de infelicidad para el obrero? ¿Cómo creer como Marx (o incluso Trotski), que la opresión condiciona la liberación futura? De hecho allí donde se colectivizaron las fuerzas productivas, en Rusia después de octubre de 1917, los trabajadores siguieron sometidos a las máquinas, a las órdenes, a una burocracia de coordinadores cada vez más numerosos … La técnica sometió al trabajador hasta el punto en que se produjo una inversión: la máquina tomó el poder sobre el hombre. No es pues la cuestión de quien dirige la empresa (los burgueses o la colectividad) lo que importa, sino la forma como se organiza el trabajo. No se trata de cuestionar al capitalista sino en general el régimen de la gran industria. De hecho, la revolución, entendida como toma de poder por el proletariado y colectivización de los medios de producción, es ineficaz para suprimir el sometimiento de la clase obrera. ¡En ningún lugar la expropiación de los burgueses logró el final de la opresión! La revolución no es más que un mito para  Weil, «una palabra por la que se mata y por la que se muere, por la que se mandan masas populares a la muerte pero que carece de contenido ».

¿Qué propuso para superar el marxismo?

Para superar a Marx y la aporía revolucionaria,  Weil afirma que la revolución política debe ir acompañada del cuestionamiento de la gran industria. Cuando trabajó en una fábrica en 1935, la filósofa tocó con las manos la desgracia de los obreros, «recibió la marca del esclavo para siempre». Esta experiencia la convención de que para terminar con la opresión había que dar al trabajo su carta de nobleza, terminar con la dominación de las máquinas, restablecer la superioridad del espíritu sobre la técnica…Abolir en suma  la «degradante división del trabajo entre trabajo intelectual y trabajo manual», ¡como había dicho… Marx! Para ello estimó que habría que reanudar el diálogo entre patronos y obreros. Por ello inició una correspondencia con dos dirigentes, «porque arriba se está muy mal colocado para darse cuenta y abajo para actuar ». La urgencia, según ella, está en encontrar lo que puede mejorarse cuanto antes en la fábrica, pues si los sindicalistas tienen razón cuando piden un aumento de los salarios, la subida salarial no puede convertirse en alfa y omega de las reivindicaciones obreras. Lo importante es hacer de la fábrica un lugar donde el espíritu se reconcilie con la materia.


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Uno de los ejes fundamentales de Simone Weil es la relación con el trabajo. ¿Cómo puede su visión del trabajo crítica con el maquinismo y el taylorismo deshumanizantes y alienantes ilustrarnos en la época digital y a la hora de la globalización?


Cuando todavía era estudiante, Simone Weil elaboró una filosofía del trabajo alejada de ciertas visiones del momento que pensaban que la técnica era el modo de desembarazarse del terrible tripalium. Lejos de ser una maldición el trabajo es una verdadera forma de estar en el mundo, una mediación entre el hombre y su obra, también entre el hombre y los demás, pues el trabajo permite superar la propia interioridad y confrontarse a la materia. El trabajo fundamentalmente es lo propio de la condición humana, trabajando el hombre modela lo real y siente que pertenece al mundo, tiene la experiencia de su libertad. Como dije antes, Weil anima a trabajar a conciencia, a que el hombre siga siendo dueño de la técnica y decida de principio a fin de la empresa sobre las diferentes etapas. Está en las antípodas de la organización taylorista de la producción basada en la hiperespecialización de los trabajadores, en la ignorancia total de la cadena de fabricación de la que forman parte, en la sumisión a las máquinas y a un ejército de coordinadores que se supone han de pensar por ellos.
¿Qué hemos retenido de las lecciones de Simone Weil sobre un «trabajo no servil» cuando observamos la plétora de ejecutivos que maldicen sus bullshit jobs, como señala el antropólogo  David Graeber, esos «empleos de m» que no tienen sentido, que no crean nada y que podrían muy bien no existir? La alienación predomina, y no afecta sólo a los obreros, ¡también ha llegado a las profesiones intelectuales! Y mientras  Weil pensaba en el trabajo como el medio de constituir una esfera pública, que permitiera el reconocimiento entre los individuos, ¿qué pensar de esas empresas en las que se amontonan los niveles jerárquicos hasta tal punto que los directivos contratan a «chief happiness managers», para crear una cohesión artificial apoyándose en el  team building o en los escape games ? Y ¿cómo no preocuparse cuando toda una fracción de esas élites se muestra favorable a la «inteligencia artificial» (¡un sintagma contradictorio en los términos!) y sueña con una sociedad administrada por  robots, desde los quirófanos a las redacciones de los periódicos, pasando por los despachos de abogados, las librerías o las escuelas?



«Una cristiana extraña», dice usted, que «se quedó en el umbral de la Iglesia». ¿Qué fue lo que atrajó a Simone Weil al cristianismo? ¿y qué es lo que la aleja de él?



Hay que precisar que Simone Weil se definió durante mucho tiempo como judía agnóstica. Fue después de pasar por la fábrica cuando se acercó al cristianismo después de varias experiencias místicas. Ocurrieron cuando Weil pasaba un período de sufrimiento, hecha pedazos por la dureza del trabajo en la cadena de montaje y agobiada por el sufrimiento físico que le infligen sus numerosas migrañas. Tras su primer encuentro con Cristo en Portugal en 1935, escribe: «Entonces tuve la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, los esclavos no pueden no adherirse a ella, yo como muchos otros.»
Esta omnipresencia del sufrimiento en el momento de la experiencia mística será preponderante en la metafísica que desarrolló después. Nunca se convirtió al catolicismo, al que se sentía cercana, pero podemos pensar que se convirtió al amor de Cristo, es decir, a la figura de Dios hecho hombre, débil, cuya vida entre pobreza y caridad terminó trágicamente en la Cruz.
Cada una de las experiencias místicas de Weil le sirvieron para comprender que sólo en el dolor el hombre se hace capaz de lo sobrenatural, sólo en los períodos de confusión y desgracia se hace capaz de amar el amor divino, y por ello la salvación está prometida para los que sufren y siguen amando a Dios a pesar de todo, como por ejemplo Job.

La metafísica  de Weil se articula en torno al rechazo de la fuerza: de la misma forma que rechaza visceralmente la figura de Jehová, Dios cruel y todopoderoso del Antiguo Testamento,  Weil ama al Jesús débil y agonizante en la Cruz que grita: «Padre, ¿por qué me has abandonado?» Por eso piensa en un Dios «descreador», que se retiró de la Creación para que adviniera el hombre, haciendo esto renunció a ejercer toda la fuerza y el poder que tenía y probó así su amor a los hombres. Sufriendo la pasión y reduciéndose al pan de la Eucaristía, Dios enseña al hombre que el verdadero poder no es el de los reyes o el de los tiranos. Es lo que Simone Weil siente a finales de los años 30, cuando se ve entre un pacifismo radical y la amenaza de Hitler.  

Para saber lo que aleja a Weil del cristianismo hay que leer su larga «Carta a un religioso» que enumera 35 quejas contra la Iglesia. A su rechazo visceral del Antiguo Testamento añade la Inquisición y las Cruzadas, demostración de fuerza en grado sumo de una institución que se encuentra en las antípodas del mensaje de Cristo. Rechaza también la excomunión, es decir la condena de los que no piensan como lo impone la Iglesia, y habla incluso del «malestar de la inteligencia en el cristianismo». Incluso convertida a Cristo,  Weil no puede someter su pensamiento a un dogma, así se opone al concilio de Trento, por ejemplo, que define la fe como  «creencia  firme en todo lo que enseña  la Iglesia».



Al principio ferozmente pacifista, Simone Weil desarrolla en contacto con la guerra una forma de patriotismo de compasión que le llevó a escribir  Echar Raíces, donde describe la necesidad que tienen los hombres del pasado y de las tradiciones para construirse políticamente. ¿Cómo explicar su evolución? ¿se convirtió como dicen alguno en conservadora en ciertos aspectos? 




Simone Weil aprendió pacifismo de su profesor de filosofía Alain, que había quedado traumatizado por las masacres de la primera guerra mundial. Hasta los acuerdos de Munich que apoyó sin pensar mucho en las injusticias que se abatirían sobre los judíos checos,  Weil piensa que todo es mejor que la guerra, incluyendo un acuerdo con Hitler. Solo tras la traición de los acuerdos de Munich Weil toma conciencia de la amenaza que representa  Hitler, de que busca el dominio total de Europa que tendría como consecuencia la desaparición de  nuestra cultura, tradiciones, de nuestra civilización. Que anuncia una dominación de tipo colonial, que aniquilaría toda huella de los valores espirituales. Era demasiado para Simone Weil, que tenía bien presente la dominación romana y la condena de pueblos enteros y de su civilización al limbo de la historia. 


Cuando se declaró la guerra entre Francia y Alemania, Weil se unió a la Resistencia, primero en Marsella luego en Londres, en 1942, donde empezó a escribir Echar raíces. Este libro inacabado fue la ocasión de poner las bases morales de la posguerra, tras la victoria de los aliados. El objetivo del mismo era más específicamente una reacción política de los franceses para salvar los valores espirituales que quedaban. Para Weil, en efecto, cada uno de nosotros está arraigado en diferentes colectividades (hogar, familia, corporaciones profesionales, patria…) de las que recibe la cuasi integridad de su vida moral y espiritual. Esas colectividades terrestres, temporales, son por tanto las únicas  garantes de un tesoro espiritual ancestral, que transmiten de generación en generación, son como fortalezas de esos valores. Por eso y solo por eso deben ser protegidas y no pueden serlo más que por un medio  vil e injusto: la política.

Hay que decir que jamás en Weil hay una celebración de las raíces que lleve a la exageración de un nacionalismo idólatra. El patriotismo que defiende es un patriotismo de compasión, impregnado de debilidad, mira a Francia como algo bello pero frágil que puede  morir. Si Weil se comprometió en la Resistencia para defender a Francia fue para que no desapareciera, aunque sabía perfectamente que la organización  social era injusta, marcada por la mancha de la colonización, que en las fábricas había opresión y esclavitud de miles de seres humanos. Seguramente fijándonos en estas consideraciones podemos hablar de cierto conservadurismo de la filósofa, en su voluntad de proteger las colectividades cuya desaparición traería consecuencias aún más graves. Pero la noción conservadurismo tiene sus límites vistos los cambios que Weil espera de Francia: que sepa ser justa y digna con las demás naciones (una vez la guerra ganada tendrán que respetar a los alemanes no humillarlos como en 1919 con el tratado de Versalles), tendrá que terminar con el desarraigo que producen los métodos coloniales, terminar con la opresión de obreros y campesinos, en suma, tiene que dejar de ejercer la fuerza. 


Habla usted del final trágico de Simone Weil, rechazando la tesis «romántica» del suicidio. La absoluta coherencia entre su vida y su obra, este fin precoz y sus juicios inequívocos, a veces perentorios, hacen que sea una personalidad a parte, admirable, e incluso un poco aterrador. ¿Su absoluta exigencia de pureza no resulta a veces inhumana?


¿Se refiere usted a que Simone Weil tiene las características de una santa? No sería el primero en pensarlo, es un calificativo que ya se le atribuido varias veces, por ejemplo lo dijeron los marinos de Réville con los que estuvo en un viaje marítimo en el verano de 1931, también Simone Pétrement, su biógrafa principal. El filósofo Gustave Thibon dijo de Weil: «Es el único ser que conocí en el que no había distancia real entre el ideal que afirmaba y la vida que llevaba.» Todos los que la rodeaban pudieron comprobarlo: la obsesión que tenía por la verdad iba de la mano con significativas tendencias al sacrificio. No se trata solo de alimentar o alojar a los más desgraciados, sabemos que repartía su sueldo a quien le parecía necesitarlo, que comía poco, que no usaba la calefacción, que se vestía de cualquier modo … Trabajó en la fábrica para sentir en sus carnes las penalidades de los oprimidos, se fue al frente de la guerra civil española porque le era insoportable quedarse en la retaguardia, se unió a la Resistencia insistiendo en que la dejaran volver a Francia en los años 1941-1943, porque quería luchar literalmente contra los nazis.


Todas estas razones llevaron a algunos a decir que Weil se habría suicidado privándose de comida en solidaridad con los más pobres aún cuando estaba en cama enferma de tuberculosis y no quería que la cuidaran. Pero si nos quedamos con los hechos precisos narrados por los que estuvieron con ella, Weil repartía sus cupones de racionamiento y al final estaba tan débil que no podía ni comer a pesar de que lo intentaba. Sobre todo hay que recordar que en sus libros dice que no hay que buscar directamente la desgracia pues es fruto de la necesidad (si ella estuvo tan cerca de la misma en la fábrica fue por querer conocer no por masoquismo). El acto suicida está en perfecta contradicción con sus escritos, sería la primera vez que se contradice. Sin embargo es cierto que estuvo al borde la desesperación durante ese tiempo. Como he dicho quería luchar contra los alemanes, le hubiera gustado lanzarse en paracaídas empuñando un fusil. Pero las fuerzas de la Francia libre dirigidas por De Gaulle, no quisieron darle ninguna misión en territorio nacional, dejándola en la relativa seguridad de Londres, ciudad periódicamente bombardeada. Y esta situación era para ella traicionar todos sus ideales. Vivió la reclusión como huida, como una negación de su vocación original.  Si en los hechos, muere de una crisis cardíaco, que explican una fatiga extrema, la tuberculosis y un debilitamiento consiguiente, es imposible no tener en cuenta su desesperación moral, que tiene sin duda el papel más importante en su fin trágico.


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