"Hay sosiegos del campo en la ciudad. Hay momentos, sobre todo en los mediodías de estío, en que, en esta Lisboa luminosa, el campo, como un viento, nos invade. Y aquí mismo, en la Calle de los Doradores, tenemos el sueño bueno".
F. Pessoa. El Libro del Desasosiego, 129.
Gracias a Paco Teva y a Amelia Fernández me he hecho por fin con la Rua dos douradores (2003) de Adrián González da Costa, poeta adoptivo de nuestra Quinta. Esta obra mereció ser galardonada con el premio Adonais. El título es un claro homenaje a Pessoa, cuya lengua domina el vate por su condición de bilingüe (hijo de madre portuguesa y padre español).
Para mi gusto, los poemas van ganando interés desde el principio hasta el final. Si en los primeros se nota una reserva emotiva que alude a sentimientos que el autor parece temer expresar, como si le tocara al lector resolver el enigma o deshacer el nudo de las entretelas de su corazón, en la segunda parte Adrián "se suelta el pelo" y aclara aún más el canto.
Así, en el poema 1. II, que grabamos en la Quinta recitado por su autor y que acabamos por llamar "el de los melocotones", no sabemos muy bien si el autor se enfada por el recuerdo de sus fracasos ante el inocente vendedor de fruta , o si se enoja por el contratiempo de no hallar a la pequeña mujer a quien le solía comprar la fruta, o si se indigna por la trágica noticia de que esta "no vendrá ya más hasta la plaza". El hecho ineludible de la muerte aparece así en una niebla de fondo. ¿Como una amenaza cierta? La única segura, sin duda.
Al contrario que los surrealistas, no es maravilla o misterio lo que halla el poeta en la cotidianidad, tampoco esperanza, sino más bien perplejidad, desconcierto, inseguridad, ansiedad ante una llamada de teléfono salvadora que nunca suena; o angustia existencial, ante las miserias cotidianas que nos van vaciando el alma. La insatisfacción ante lo que uno es.
Me pregunto por qué Adrián es tan inclemente consigo mismo. El deseo, vivido en sueños, de ser otro. Desasosiego sí, pero también nostalgia ante un tiempo que se perdió y no se aprovechó suficientemente. Pesimismo, risa triste ante las oportunidades desaprovechadas.
Me ha sorprendido un verso (1. XII) en el que afirma ser la memoria lo menos suyo, cuando es precisamente la memoria lo que mejor nos constituye y dota de identidad. Tal vez sea una forma hiperbólica de denigrar aquello que no quiere recordar y que sin embargo recuerda: "ganas de vomitar la vida entera / por una mala digestión del alma". En ese mismo, duro poema en el que, despiadado, afirma haber errado en las cosas más sencillas y haber malogrado las más bellas esperanzas (¡no será para tanto!) confirma la melancólica intención de toda su poética:
"Quiero sacar de mí lo que me duele,
vaciarme por dentro, vomitar.
Me anuda la garganta esta tristeza,
le causa arcadas físicas al alma."
Marginado de la fiesta, lamenta en 1. XV vivir al margen de la alegría. Y hasta confiesa sentirse ridículo, no sólo "por cuando fui ridículo. / Ridículo por cuando no lo fui / y tendría, tal vez, que haberlo sido".
El lector sensible se compadece, y ambicionaría darle a este chaval de veinticuatro años una cura que le suba la autoestima y que le devuelva la paciencia: "Me falta la paciencia hasta en los sueños. / Hasta en los sueños fallo, hasta allí...".
Una sincera autofragelación (esperemos sólo simbólica) que poco a poco se va abriendo, en la segunda parte del poemario, a otro asunto: la celebración de la belleza femenina (I, II), el gusto de ir juntos al río, entretejer coronas blancas y dejarlas en la orilla; el deleite que le causa la dulzura del timbre de una voz (VI):
"Mi nombre es el de otro
si no es tu acento quien lo lanza al mundo"
O el placer de compartir la mesa de un café con la persona querida en el bar acostumbrado.
En el poema 2. IX, Adrián confiesa su entrega incondicional, pues prefiere una mentira de la persona amada, "a cien verdades, todas por mi bien". Pero yo afirmo que tiene razones para lamentar un querer así: No escuchando la verdad que empuja a desengaño y oyendo la mentira que llena una mañana. Mejor desengañarse en la verdad y vislumbrar, con digno sufrimiento, el mundo extracavernícola. No me conmueven los amores tontunos.
Decaimiento. Parece como si la oportunidad de ser felices hubiese pasado. Por suerte tengo, para contrarrestar ese tóxico desesperante, el capítulo IV de El amor loco de André Breton:
"La mayor debilidad del pensamiento contemporáneo me parece que reside en la sobreestimación extravagante de lo conocido en relación a lo que nos resta por conocer."
Esto es también aplicable al amor cumplido y al amor esperado. Mi padre lo dice de otro modo:
"Si la vida es alegre, ¿por qué entristecerla?
y si es triste, ¿por qué no alegrarla?"
La esperanza de los besos que aún podré dar, que me darán, me consuela de aquellos que no di.
Escuchemos a André Breton:
"Los hombres desesperan estúpidamente del amor -también yo he desesperado-, viven esclavizados por esta idea de que el amor está siempre detrás de ellos, nunca delante: en los siglos pasados, en la mentira olvidada a los veinte años. Aceptan y sobretodo se resignan a admitir que el amor no sea para ellos, con su cortejo de claridades, esa mirada sobre el mundo que está hecha con todos los ojos de los adivinos. Cojean con recuerdos falaces en los que llegan a prestar oídos al origen de una caída inmemorial, para no sentirse demasiado culpables. Sin embargo, para cada uno la promesa de cualquier hora futura contiene todo el secreto de la vida, con el poderío de revelarse un día ocasionalmente en cualquier otro ser."
¡Ah, "el pecado original", ese subterfugio que atenúa nuestra responsabilidad al precio de asesinar toda esperanza! ¡Adelante, Adrián, el amor está siempre delante!, en esa aspiración al bien que representa y vale, en la obra de Bretón que he traducido (y será publicada por la UNED en breve), la manita de su hija de pocos meses, frente al escaso valor de todas las construcciones intelectuales, en el último, entrañable capitulo VII de L'amour fou...
"¡He admirado tanto tu mano desde el primer día! Revoloteaba alrededor de todo aquello que había intentado edificar intelectualmente, anonadándolo casi. Esa mano, cosa insensata, ¡pero compadezco a quienes no han tenido ocasión de llenar de astros con ella la página más bella de un libro! Indigencia, de golpe, de la flor. No hay más que considerar esta mano para pensar que el hombre hace el ridículo con lo que cree saber. Todo lo que comprendemos de ella es que está verdaderamente hecha, en todos los sentidos, para lo mejor. Esta aspiración ciega hacia lo mejor bastaría para justificar el amor tal y como lo concibo, el amor absoluto, como único principio de selección física y moral que pueda responder de la no-vanidad del testimonio, del tránsito humano."
Primum vivere deinde philosophari. Sobre este venerable tópico -paradójicamente filosófico-, que muestra una humildad que la filosofía pierde cuando se congela en sistema -¡y tan orteguiano!, pues a fin de cuentas el autor de La rebelión de las masas tiene razón cuando afirma que la razón es una función de la vida- Adrián ha construido un poema que con razón estremeció a Amelia, y nos emocionó a todos. Y por ello, y como un homenaje a su encantadora presencia en nuestra Quinta, lo transcribo aquí completo (2. XI):
"ODIO cuando te pones filosófica
y empiezas a dudar por lo más mínimo.
Yo hago lo posible por seguirte,
por evitar el verte preocupada.
Estudio a Hume, trabajo a Schopenhauer,
apenas duermo repasando a Kant.
Pero tú te despiertas y preguntas,
con los ojos cerrados todavía
-a traición-, si de noche el mundo existe,
si merece la pena ser feliz
par no serlo luego, si nosotros
-tú y yo, me dices-, si nosotros dos
no seremos, con todo, sino sombras.
Me contagias con tanta incertidumbre,
y vivo sin vivir en mí de angustia,
leyendo libros sin comer siquiera,
palpando cosas con las manos frías,
asegurando el qué, el dónde, el cómo.
Cuándo comprenderás que nada vale
lo suficiente en esta vida breve,
como para perder medio minuto
pensando en su verdad o en su mentira.
El tiempo corre y ya nos queda menos
conforme escuchas esto que te digo:
el día en que no duerma a tu derecha,
sabrás de aquellos besos que no diste."
¡Me subyuga el verso final! ¿Quién podrá excluir todo resentimiento? Aunque, como ya he dicho, prosélito de la doctrina del maestro surrealista, creo que hemos de estar más pendientes de los besos que todavía podamos dar, y sobre todo, de los que nos den, mejor que atentos a aquellos que perdimos sin remedio, distraídos por preguntas sin respuesta.
En el poema de Adrián se oyen ecos de Santa Teresa, de Séneca, pero todo ello reducido a una especie de coloquio sincero entre el poeta y la amada (¿o entre el poeta y su alma?).
Primero el yantar o el amar, luego el filosofar. El caso es que el primum vivere deinde philosophari se suele atribuir a Hobbes, pero la idea también está en el Quijote, expresada por Rocinante, en su diálogo con Babieca, el caballo del Cid. Este afirma: —Metafísico estáis. —Es que no como, responde el escuálido caballo de Don Quijote. El refrán "Primero la obligación, después la devoción" es similar, pero dice otra cosa: habla de obligaciones, no de necesidades tan perentorias como amar y ser amado.
Por eso quizá en esta segunda parte de la Rua se suceden los poemas de amor. En el XII el poeta andurrea por el barrio de la amada buscando desesperadamente un encuentro casual. En el XIII se oye el murmullo nítido de una ausencia "y los lirios murmuran marchitándose" ante una despedida definitiva. El XIV canta la saudade del amor perdido. Memorables sus dos últimos versos:
"En las salas vacías de mis sueños,
tus tacones resuenan claramente."
"Hecho un caso" -me encanta esta expresión coloquial, ¡es tan filosófico el español en su lenguaje coloquial, más que en el de los catedráticos!-, así va el poeta por las calles, hecho un caso, "con la sonrisa sucia de tristeza / y la barba de hiel sin afeitar", porque ya no puede volver a verse en su mirada.
El postrero verso del último de los poemas parece resumir el fondo de solidaridad que podemos presumir siempre entre nosotros:
"y el dolor nos desnuda hasta lo idéntico"
Es la médula de la compasión que reclama y por la que el alma desespera.
Miserere mei, Deus!
Qué decir?... Unos versos que desnudan, unos comentarios que los visten, y el "Amor" que aparece en las entradas después de mi nombre. ¡Bendito abecedario!
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