En el espacio social del pluralismo político abierto por Occidente,
una gran imaginación se consiente soñar con una multitud abigarrada de utopías y distopías. Es lo que
hizo Italo Calvino en La città invisibili, 1972.
El aventurero y mercader veneciano Marco Polo describe una
serie interminable de ciudades fantásticas para entretener los ocios del
emperador melancólico de los tártaros Kublai Kan, mientras miran el jardín o juegan al ajedrez.
Son ciudades como la nuestra, a veces. Así, en Anastasia, tu
afán que da forma al deseo toma del deseo su forma. Crees que gozas de la
ciudad y, sin embargo, sólo eres allí su esclavo. En otra ciudad, Zora, los
hombres más sabios son quienes la conocen de memoria. Es una ciudad imposible
de borrar de la mente, porque sus figuras se ordenan como las notas de una
canción pegadiza. Y sin embargo,
obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora
languideció, se deshizo y desapareció, siendo olvidada por la Tierra.
Fedora es una metrópoli de piedra gris, en cuyo centro hay
un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. En cada esfera
se ve una ciudad azul, modelo de otra Fedora. Son las formas que hubiera podido
tener la ciudad si no fuera como es. En una época hubo quien imaginó convertir a Fedora
en una ciudad ideal, pero mientras construía su modelo, Fedora cambió, de modo
que lo que hubiera podido ser su futuro no es ahora más que un juguete dentro
de una esfera de vidrio.
Algunas ciudades como Zenobia resultan inclasificables. Tal vez porque uno
no puede decir si es una ciudad feliz o infeliz. Será preferible usar otro
criterio de clasificación. Están las ciudades que siguen dando forma a sus
deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son
borrados por ella.
Ocurre con las ciudades como con los sueños. Aunque todo lo
imaginable pueda ser soñado, hasta el sueño más bizarro o inesperado esconde un
acertijo o un deseo; o bien, a la inversa, esconde un temor. Todas las ciudades están
construidas como los sueños: de deseos y temores, de esperanzas y miedos, por muy absurdas y engañosas
que nos parezcan sus normas.
la ciudad de Ottavia |
Los hábitos civiles pueden ser tan absurdos como en la gran
ciudad de Cloe. Allí la gente no se conoce, pero, cuando se ven, imaginan
encuentros y conversaciones que podrían ocurrir: sorpresas, besos, abrazos, mordiscos, zancadillas, caricias
íntimas... Pero sus ciudadanos no se saludan, las miradas se cruzan un segundo y
enseguida se separan; buscando otras miradas, no se detienen. En la más casta de las ciudades, una vibración invisible
y lujuriosa lo mueve todo. Si vivieran sus
efímeros sueños, el carrusel de las fantasías de los ciudadanos de Cloe cesaría al instante.
En Valdrada, sus habitantes saben que cada acto produce una
imagen especular a la que conceden una especial dignidad. Por eso jamás se
abandonan ni al azar ni al olvido. Por ejemplo, cuando los amantes cambian de
postura para regalarse más placer, o cuando un asesino hunde su cuchillo en el
vientre de su víctima, siempre piensan en la pulcritud de la imagen de sus
actos en el espejo: el acoplarse o matarse en su superficie fría es lo que
importa. Lo curioso es que las dos Valdradas, la real y la del espejo, viven la
una pendiente de la otra, pero -al contrario que Narciso- no se aman.
En Eutropia combaten el aburrimiento, padre de todos los
vicios, mudándose a otra ciudad cada cierto tiempo. No se trata solo de un
desplazamiento local. La gente cambia de amigos, de compañero o compañera
sentimental, de trabajo, de aficiones... Al abrir las ventanas de sus nuevas casas, verán otro
paisaje, al salir a la calle saludarán a otras personas. Así sus vidas se
renuevan de mudanza en mudanza.
En el libro de Italo Calvino se suceden descripciones de
ciudades ligeras como cometas, caladas como encajes, transparentes como
mosquiteros, urbes rectilíneas como la nervadura de una hoja o la línea de una
mano, geométricas como avisperos o pulidas en filigrana como una lámpara de
cristal veneciano.
Algunas, como Clarisa, son ciudades atormentadas por su
pasado de esplendor, que en muchas ocasiones cayó y en otras tantas volvió a florecer, un pasado glorioso que
no deja de hacer suspirar de nostalgia a sus habitantes, invadidos por la
añoranza.
Otras ciudades invisibles también se mueven por ideales, aun más etéreos. En Bersabea
creen firmemente que hay otra Bersabea celeste, dorada y enjoyada en extremo, y
que si la toman como modelo, se fundirán con ella. Pero también creen que
existe otra Bersabea bajo tierra, depósito de todo lo despreciable e indigno y
cuyo vínculo con ella sienten que deben borrar, pero no lo consiguen nunca.
No obstante, lo peor sucede en Leonia, donde la opulencia se mide
por las cosas que se desechan cada día para hacerse con otras nuevas. Tanta es
la pasión de los leonienses por cambiarlo todo continuamente, que uno dudaría
si su placer está en adquirir nuevas cosas diferentes o en expulsar, apartar,
purgarse de una recurrente impureza. De año en año la ciudad se expande y los
inmensos vertederos que la rodean deben retroceder. Las escamas de su pasado se
sueldan en una coraza de cochambre que no se puede eliminar, como un inmenso
volcán con laderas y pendientes de basura que amenazan con enterrar la ciudad de Leonia, en el centro, como un cráter expulsando bazofia todos los días del año.
En Perinzia, siguiendo con exactitud sus cálculos de los
movimientos de los astros, los astrónomos diseñaron la ciudad para que
reflejara la armonía del firmamento, la razón de la naturaleza y la gracia de
los dioses. Pero cuando empezaron a nacer niños con dos cabezas o tres brazos, jorobados y ciegos,
obesos, mujeres barbudas, nenas con siete dedos..., sus sabios tuvieron que hacer frente a un
tremendo dilema: o admitir que todos sus cálculos estaban equivocados y que sus
cifras no consiguen describir el orden celestial, o bien revelar a la población
que el orden de los dioses es exactamente el que se refleja en la ciudad de los
monstruos.
También Raísa es una ciudad triste, de seres solitarios, a pesar de que en ella corren hilos invisibles que unen por un instante a un ser vivo con
otro, hilos que se destruyen y reconstruyen dibujando nuevas figuras, de modo que en cada
segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que
existe.
Por el contrario, Andria es una ciudad de seres prudentes y
confiados. Están convencidos de que cada cambio en su ciudad influye en el
orden del cielo. Por eso, antes de cada decisión calculan ventajas y riesgos,
para ellos y para el conjunto de la ciudad de todos los mundos posibles.
En Marozia, siguiendo la profecía de la Sibila, dividen el
tiempo en "el siglo de la rata" y "el siglo de la golondrina". Durante el ciclo de
la rata, los habitantes de Marozia corren por galerías de plomo y se disputan los escasos bienes como bestias
feroces, pero bajo el sórdido predominio ratonil sienten el impulso de la golondrina
que con un ágil coletazo apunta hacia el aire transparente, dibujando con el
filo de sus alas la curva de un horizonte que se ensancha. Pero en la transición de un
periodo al otro, las alas que se despliegan son únicamente las de los paraguas como hopalandas
de murciélago, durante esas largas etapas, los habitantes de Marozia creen que vuelan, pero en realidad apenas levantan los pies del suelo.
En Teodora acabaron con los cóndores, pero proliferaron las
serpientes. Acabaron con las arañas, pero entonces las moscas se multiplicaron
hasta negrear los manteles. La victoria sobre las termitas entregó la ciudad al
poder de la carcoma. Por fin, acabaron con todas las plagas, menos con la de ratas.
Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los
hombres acabó con los roedores, dando a Teodora el exclusiva título de Ciudad Puramente Humana
que la distingue. Y sin embargo entonces, exterminada la fauna natural, emergió de los
sótanos de las bibliotecas otra no menos perturbadora, que se instaló en la
cabecera de todas las camas, sofás y hamacas: quimeras, dragones, unicornios, arpías, hidras,
basiliscos, furias…, medraron, se reprodujeron y volvieron a tomar posesión de la ciudad.
Debajo de la injusta Berenice, subyace otra Berenice
escondida, ciudad de los justos que pugna por ver la luz y lo consigue
lentamente, renovando o revolucionando a la Berenice injusta. Y sin embargo, en la semilla de la ciudad de los justos se esconde a
su vez una diminuta simiente maligna: la
certeza y el orgullo de estar en lo justo, y de estarlo incluso por encima de
otros muchos que se dicen justos más de lo justo. Esta intolerante microsemilla
fermenta en el rencor, el despecho y el deseo de venganza contra los injustos
bajo cuya opresión sobreviven como pueden los justos. Pero resulta esperanzador
que bajo la ciudad injusta germine secretamente, en la oculta ciudad justa, el
posible despertar de un genuino amor por lo justo, todavía no sometido a reglas
y capaz de recomponer una ciudad más justa aún de lo que había sido antes de
convertirse en una ciudad injusta. Pero si se explora con lupa el interior de
ese germen de lo justo, se descubre aún una manchita, como una pulsión
incontrolable, una tendencia a imponer lo que es justo a través de lo que es injusto, “y éste
es tal vez el germen de una inmensa metrópoli…”.
Kublai Kan posee un atlas en el que no sólo están marcadas
las ciudades existentes, sino también las que existieron un día y en su solar
sólo se abren ahora las madrigueras de los zorros y los conejos entre las hierbas salvajes. El atlas tiene
la virtud de revelar la forma de las ciudades que todavía no poseen forma ni
nombre. Su catálogo es interminable, pues mientras que cada forma no haya
encontrado su ciudad, nuevas ciudades emergerán de la nada. Y donde las formas
agotan sus variaciones y se deshacen, comienza el fin de las ciudades.
El atlas del Gran Kan contiene también todas las tierras
prometidas y visitadas por el pensamiento: la Nueva Atlántida, Utopía, la
Ciudad del Sol, Océana, Tamoé, Armonía, New-Lanark, Icaria, Shangri-La…
Kublai
pregunta a Polo hacia cuál de esos futuros impulsan los vientos más propicios.
Marco responde con una evasiva: la ciudad a la que tiende su viaje es
discontinua en tiempo y espacio, apenas dibuja alguno de sus detalles detrás de una espesa niebla, ¡pero no hay que dejar de buscarla!
En el atlas del Gran Kan de los tártaros también están señaladas las ciudades de
pesadilla: Enoch, Babilonia, Yahóo, Butúa, Brave New Wold…
“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.
Italo Calvino. Las ciudades invisibles. Trad.
de Aurora Bernárdez, 1994. Ed. Siruela.
Vaya despliegue de imaginación para inventar ciudades posibles
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