domingo, 28 de diciembre de 2014

FANTÁSTICAS CIUDADES POSIBLES


En el espacio social del pluralismo político abierto por Occidente, una gran imaginación se consiente soñar con una multitud abigarrada de utopías y distopías. Es lo que hizo Italo Calvino en La città invisibili, 1972.

El aventurero y mercader veneciano Marco Polo describe una serie interminable de ciudades fantásticas para entretener los ocios del emperador melancólico de los tártaros Kublai Kan, mientras miran el jardín o juegan al ajedrez.

Son ciudades como la nuestra, a veces. Así, en Anastasia, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma. Crees que gozas de la ciudad y, sin embargo, sólo eres allí su esclavo. En otra ciudad, Zora, los hombres más sabios son quienes la conocen de memoria. Es una ciudad imposible de borrar de la mente, porque sus figuras se ordenan como las notas de una canción pegadiza.  Y sin embargo, obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció, siendo olvidada por la Tierra.


Fedora es una metrópoli de piedra gris, en cuyo centro hay un palacio de metal con una esfera de vidrio en cada aposento. En cada esfera se ve una ciudad azul, modelo de otra Fedora. Son las formas que hubiera podido tener la ciudad si no fuera como es. En una época hubo quien imaginó convertir a Fedora en una ciudad ideal, pero mientras construía su modelo, Fedora cambió, de modo que lo que hubiera podido ser su futuro no es ahora más que un juguete dentro de una esfera de vidrio.

Algunas ciudades como Zenobia resultan inclasificables. Tal vez porque uno no puede decir si es una ciudad feliz o infeliz. Será preferible usar otro criterio de clasificación. Están las ciudades que siguen dando forma a sus deseos y aquellas en las que los deseos, o logran borrar la ciudad, o son borrados por ella.

Ocurre con las ciudades como con los sueños. Aunque todo lo imaginable pueda ser soñado, hasta el sueño más bizarro o inesperado esconde un acertijo o un deseo; o bien, a la inversa, esconde un temor. Todas las ciudades están construidas como los sueños: de deseos y temores, de esperanzas y miedos, por muy absurdas y engañosas que nos parezcan sus normas.

la ciudad de Ottavia

Los hábitos civiles pueden ser tan absurdos como en la gran ciudad de Cloe. Allí la gente no se conoce, pero, cuando se ven, imaginan encuentros y conversaciones que podrían ocurrir: sorpresas, besos, abrazos, mordiscos, zancadillas, caricias íntimas... Pero sus ciudadanos no se saludan, las miradas se cruzan un segundo y enseguida se separan; buscando otras miradas, no se detienen. En la más casta de las ciudades, una vibración invisible y lujuriosa lo mueve todo. Si vivieran sus efímeros sueños, el carrusel de las fantasías de los ciudadanos de Cloe cesaría al instante.

En Valdrada, sus habitantes saben que cada acto produce una imagen especular a la que conceden una especial dignidad. Por eso jamás se abandonan ni al azar ni al olvido. Por ejemplo, cuando los amantes cambian de postura para regalarse más placer, o cuando un asesino hunde su cuchillo en el vientre de su víctima, siempre piensan en la pulcritud de la imagen de sus actos en el espejo: el acoplarse o matarse en su superficie fría es lo que importa. Lo curioso es que las dos Valdradas, la real y la del espejo, viven la una pendiente de la otra, pero -al contrario que Narciso- no se aman.

En Eutropia combaten el aburrimiento, padre de todos los vicios, mudándose a otra ciudad cada cierto tiempo. No se trata solo de un desplazamiento local. La gente cambia de amigos, de compañero o compañera sentimental, de trabajo, de aficiones... Al abrir las ventanas de sus nuevas casas, verán otro paisaje, al salir a la calle saludarán a otras personas. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza.

En el libro de Italo Calvino se suceden descripciones de ciudades ligeras como cometas, caladas como encajes, transparentes como mosquiteros, urbes rectilíneas como la nervadura de una hoja o la línea de una mano, geométricas como avisperos o pulidas en filigrana como una lámpara de cristal veneciano.

Algunas, como Clarisa, son ciudades atormentadas por su pasado de esplendor, que en muchas ocasiones cayó y en otras tantas volvió a florecer, un pasado glorioso que no deja de hacer suspirar de nostalgia a sus habitantes, invadidos por la añoranza. 

Otras ciudades invisibles también se mueven por ideales, aun más etéreos. En Bersabea creen firmemente que hay otra Bersabea celeste, dorada y enjoyada en extremo, y que si la toman como modelo, se fundirán con ella. Pero también creen que existe otra Bersabea bajo tierra, depósito de todo lo despreciable e indigno y cuyo vínculo con ella sienten que deben borrar, pero no lo consiguen nunca.

No obstante, lo peor sucede en Leonia, donde la opulencia se mide por las cosas que se desechan cada día para hacerse con otras nuevas. Tanta es la pasión de los leonienses por cambiarlo todo continuamente, que uno dudaría si su placer está en adquirir nuevas cosas diferentes o en expulsar, apartar, purgarse de una recurrente impureza. De año en año la ciudad se expande y los inmensos vertederos que la rodean deben retroceder. Las escamas de su pasado se sueldan en una coraza de cochambre que no se puede eliminar, como un inmenso volcán con laderas y pendientes de basura que amenazan con enterrar la ciudad de Leonia, en el centro, como un cráter expulsando bazofia todos los días del año.


En Perinzia, siguiendo con exactitud sus cálculos de los movimientos de los astros, los astrónomos diseñaron la ciudad para que reflejara la armonía del firmamento, la razón de la naturaleza y la gracia de los dioses. Pero cuando empezaron a nacer niños con dos cabezas o tres brazos, jorobados y ciegos, obesos, mujeres barbudas, nenas con siete dedos..., sus sabios tuvieron que hacer frente a un tremendo dilema: o admitir que todos sus cálculos estaban equivocados y que sus cifras no consiguen describir el orden celestial, o bien revelar a la población que el orden de los dioses es exactamente el que se refleja en la ciudad de los monstruos.

También Raísa es una ciudad triste, de seres solitarios, a pesar de que en ella corren hilos invisibles que unen por un instante a un ser vivo con otro, hilos que se destruyen y reconstruyen dibujando nuevas figuras, de modo que en cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe.

Por el contrario, Andria es una ciudad de seres prudentes y confiados. Están convencidos de que cada cambio en su ciudad influye en el orden del cielo. Por eso, antes de cada decisión calculan ventajas y riesgos, para ellos y para el conjunto de la ciudad de todos los mundos posibles.

En Marozia, siguiendo la profecía de la Sibila, dividen el tiempo en "el siglo de la rata" y "el siglo de la golondrina". Durante el ciclo de la rata, los habitantes de Marozia corren por galerías de plomo y se disputan los escasos bienes como bestias feroces, pero bajo el sórdido predominio ratonil sienten el impulso de la golondrina que con un ágil coletazo apunta hacia el aire transparente, dibujando con el filo de sus alas la curva de un horizonte que se ensancha. Pero en la transición de un periodo al otro, las alas que se despliegan son únicamente las de los paraguas como hopalandas de murciélago, durante esas largas etapas, los habitantes de Marozia creen que vuelan, pero en realidad apenas levantan los pies del suelo.

En Teodora acabaron con los cóndores, pero proliferaron las serpientes. Acabaron con las arañas, pero entonces las moscas se multiplicaron hasta negrear los manteles. La victoria sobre las termitas entregó la ciudad al poder de la carcoma. Por fin, acabaron con todas las plagas, menos con la de ratas. Finalmente, en una postrer hecatombe, el ingenio mortífero y versátil de los hombres acabó con los roedores, dando a Teodora el exclusiva título de Ciudad Puramente Humana que la distingue. Y sin embargo entonces, exterminada la fauna natural, emergió de los sótanos de las bibliotecas otra no menos perturbadora, que se instaló en la cabecera de todas las camas, sofás y hamacas: quimeras, dragones, unicornios, arpías, hidras, basiliscos, furias…, medraron, se reprodujeron y volvieron a tomar posesión de la ciudad.

Debajo de la injusta Berenice, subyace otra Berenice escondida, ciudad de los justos que pugna por ver la luz y lo consigue lentamente, renovando o revolucionando a la Berenice injusta. Y sin embargo, en la semilla de la ciudad de los justos se esconde a su vez una diminuta simiente maligna: la certeza y el orgullo de estar en lo justo, y de estarlo incluso por encima de otros muchos que se dicen justos más de lo justo. Esta intolerante microsemilla fermenta en el rencor, el despecho y el deseo de venganza contra los injustos bajo cuya opresión sobreviven como pueden los justos. Pero resulta esperanzador que bajo la ciudad injusta germine secretamente, en la oculta ciudad justa, el posible despertar de un genuino amor por lo justo, todavía no sometido a reglas y capaz de recomponer una ciudad más justa aún de lo que había sido antes de convertirse en una ciudad injusta. Pero si se explora con lupa el interior de ese germen de lo justo, se descubre aún una manchita, como una pulsión incontrolable, una tendencia a imponer lo que es justo a través de lo que es injusto, “y éste es tal vez el germen de una inmensa metrópoli…”.

Kublai Kan posee un atlas en el que no sólo están marcadas las ciudades existentes, sino también las que existieron un día y en su solar sólo se abren ahora las madrigueras de los zorros y los conejos entre las hierbas salvajes. El atlas tiene la virtud de revelar la forma de las ciudades que todavía no poseen forma ni nombre. Su catálogo es interminable, pues mientras que cada forma no haya encontrado su ciudad, nuevas ciudades emergerán de la nada. Y donde las formas agotan sus variaciones y se deshacen, comienza el fin de las ciudades.   

El atlas del Gran Kan contiene también todas las tierras prometidas y visitadas por el pensamiento: la Nueva Atlántida, Utopía, la Ciudad del Sol, Océana, Tamoé, Armonía, New-Lanark, Icaria, Shangri-La… 

Kublai pregunta a Polo hacia cuál de esos futuros impulsan los vientos más propicios. Marco responde con una evasiva: la ciudad a la que tiende su viaje es discontinua en tiempo y espacio, apenas dibuja alguno de sus detalles detrás de una espesa niebla, ¡pero no hay que dejar de buscarla!

En el atlas del Gran Kan de los tártaros también están señaladas las ciudades de pesadilla: Enoch, Babilonia, Yahóo, Butúa, Brave New Wold…

“El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. 

Italo Calvino. Las ciudades invisibles. Trad. de Aurora Bernárdez, 1994. Ed. Siruela.




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