domingo, 28 de diciembre de 2014

FANTÁSTICAS CIUDADES POSIBLES


En el espacio social del pluralismo político abierto por Occidente, una gran imaginación se consiente soñar con una multitud abigarrada de utopías y distopías. Es lo que hizo Italo Calvino en La città invisibili, 1972.

El aventurero y mercader veneciano Marco Polo describe una serie interminable de ciudades fantásticas para entretener los ocios del emperador melancólico de los tártaros Kublai Kan, mientras miran el jardín o juegan al ajedrez.

Son ciudades como la nuestra, a veces. Así, en Anastasia, tu afán que da forma al deseo toma del deseo su forma. Crees que gozas de la ciudad y, sin embargo, sólo eres allí su esclavo. En otra ciudad, Zora, los hombres más sabios son quienes la conocen de memoria. Es una ciudad imposible de borrar de la mente, porque sus figuras se ordenan como las notas de una canción pegadiza.  Y sin embargo, obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció, siendo olvidada por la Tierra.

viernes, 12 de diciembre de 2014

NO MIRAMOS LAS ESTRELLAS

Estamos con el tema de las cosmovisiones y sus implicaciones filosóficas en primero de bachiller. Mailer Mattié, antropóloga y estudiosa amiga y conocedora de Simone Weil me envía un texto que me ha recordado la importancia de mirar las estrellas. También con los alumnos, o al menos animarlos a que lo hagan, para descubrir el orden del cosmos. Y percibir "ese algo más" del universo que no viene en los libros.

Me permito copiar un párrafo de Mailer. 
El texto completo está en la web del Instituto Simone Weil.


 




La sociedad moderna, ajena al orden del cosmos y sin raíces porque ha roto con el pasado significaba para Simone Weil, en consecuencia, un mundo “mal hecho”, una “factoría para producir irrealidad”, un gran problema. El ámbito, en fin, donde la vida de la mayoría de las personas transcurre indiferente al destino humano y la relación con el universo es irrelevante. “No miramos las estrellas –advirtió-; desconocemos, incluso, qué constelaciones pueden verse en el cielo en cada época del año y el sol del que hablan a los niños en la escuela no tiene el menor parecido con el que ven”.
      El pasado –señaló- ha sido reducido a las “cenizas de la superstición”, instalándose en su lugar el “veneno de nuestra época”: el fetichismo del progreso y la fantasía de la revolución. Un mundo artificial, además, donde la única forma posible de la relación del individuo con Dios es la idolatría: el Dios del “tipo romano”, a quien se atribuye el poder de intervenir “personalmente” en los asuntos humanos; la religión que el Estado puede o no dejar a la elección de cada uno.
     Resultado de semejante ausencia de luz en la vida contemporánea es, pues, su desequilibrio y su falta de armonía, de templanza. La desmesura lo inunda todo, reiteró Weil: el pensamiento, la acción, la actividad pública y la vida privada. Un desorden, efectivamente, que genera la pérdida de vitalidad y de autonomía en las comunidades y en las personas; que penetra y degrada todas las relaciones y las actividades humanas, a tal punto que los móviles de la conducta individual -restringidos y rebajados al miedo y al dinero-, la opresión del trabajo asalariado y la educación convierten a la gente en seres deshumanizados, infrahumanos. Asimismo, la comunidad –uno de cuyos fines primordiales es mantener la conexión entre el pasado y el futuro- ha sido destruida en todas partes, suplantada por el Estado-nación: en sus palabras, esa “niñera mediocre a la que hay que obedecer”.
      El orgullo que inspira la civilización moderna -difundido por la ideología y la propaganda- solo demuestra, por tanto, el nivel de desarraigo y deshumanización que hemos sido capaces de alcanzar.
    Sin la influencia de la verdad sobrenatural, ciertamente, el orden social continuará siendo irrespirable: el tejido de las relaciones sociales, la necesidad del alma que Weil consideró más cercana al destino universal. En consecuencia, debe ser el principal objeto al cual dedicar nuestro mayor esfuerzo de atención; intentar, al menos, aproximarnos a la “situación de un hombre que camina de noche sin guía, aunque sin dejar de pensar en la dirección que desea seguir. Para tal caminante –leemos en Echar raíces- hay una esperanza grande”.

domingo, 7 de diciembre de 2014