Excelente, el artículo de Gastón Souroujon[1], de la Universidad
Nacional de Rosario, sobre la relevancia heurística del mito político, del rito
y de la utopía, en la ciencia política, pues sólo teniendo en cuenta las
aspiraciones ideales de los humanos, sus ilusiones, sueños y creencias, podemos
comprender sus lealtades, la legitimidad de los gobiernos o el modo en que los ciudadanos piensan –imaginan o sueñan- su identidad civil.
¿Acaso no descubrió nuestro “despertador kantiano” -el
simpático escocés David Hume- que "el yo" no es otra cosa que un efecto reflexivo
de las pasiones en un escenario imaginario, a
bundle of ideas?
La teoría política moderna, seducida por las
matemáticas y la teoría de la acción racional, usa la estadística
como retórica, y se olvida de los elementos afectivos e imaginarios que nutren
el juego político. Lo estamos viendo en el “proyecto soberanista” de ciertos politicastros
regionales...
Eliminar el carácter emotivo de la política nos impide
comprenderla, ¡y la batalla se juega sobre todo en lo imaginario y en lo emotivo! La luz de nuestras ideas no es fría como la de las luciérnagas, sino caliente como la de nuestras lámparas. El calor lo pone siempre la emoción, la gracia de una idea está en el entusiasmo con que la adoptamos.
Tanto el
liberalismo como el marxismo se equivocan al reducir la vida civil, sus conflictos o su dialéctica, a mecanismos de mercado o a medios de producción. Razón e interés no lo
explican todo. La sexualidad tampoco, ni siquiera la voluntad de poder. No debemos menospreciar los elementos no racionales,
precientíficos, míticos y utópicos, las "relaciones carismáticas", ni olvidar el importante protagonismo que éstas adquieren en el escenario político, ni reducir todo eso a
lo privado.
1. El mito político
Para empezar, la separación entre mito y logos puede resultar útil escolásticamente, pero tanto en la realidad como en la práctica es insegura y borrosa. Y no sólo porque Platón reinventara el
mito como instrumento educativo, explicación verosímil, o alegoría moral. Entre mito y logos no existe
una relación de exclusión recíproca. Son dos fuentes interdependientes de acercamiento, de aprehensión de la realidad.
La censura del mito comenzó a hacerse presente en el
pensamiento iconoclasta cristiano, para triunfar con la Ilustración. La omnipotencia
del Logos cristiano (el Verbum de San Jerónimo, que traduce al Dios monoteísta del evangelio semignóstico de San Juan)
acabó discriminando y soslayando otras voces divinas, antes de ser remplazado por la diosa Razón.
En Comte, el mito acabará siendo arrinconado como algo propio de la infancia de
la civilización, junto a la metafísica. Pero, como vio Kant, aunque las ciencias puedan decaer y ser olvidadas, la metafísica no morirá mientras el ser humano piense, y, como notó la sagacidad psicológica de Nietzsche, el niño
siempre alienta en el hombre, mientras viva.
Los mitos, ni son falsos, ni son
decorativos, pero la Ciencia Política moderna acabó ignorando el decisivo papel de
gladiador que interpreta el mito en el circo de la arena pública. En efecto, en el imaginario político es el mito el que dota de
legitimidad, identidad y sentido a la experiencia política. Porque nuestra
identidad no puede ser construida científica ni lógicamente, sino narrativamente.
No conocemos nuestro origen ni nuestro destino, pero debemos imaginarlos, necesitamos representárnoslos, para dotar de sentido biográfico y cultural a nuestra vida biológica. La
historia reconstruye verazmente el pasado, pero el mito dota de sentido a
nuestro presente, reconfigurando los eventos de modo que adquieran un carácter
teleológico y necesario. Mitos sobre los orígenes o mitos escatológicos: el
paraíso terrenal, Catalunya lliure i independent, el pecado original, el latrocinio de la propiedad privada, la
tierra prometida, el progreso indefinido, la paz perpetua, la sociedad sin clases, el final de la
historia…
Si se articulan para dar significación a un momento particular,
entonces no se convierten en mitos universales, sino en imágenes fosilizadas y
acaban cobrando un carácter iluso y falso.
El mito político se expresa a través de símbolos, esos
signos que expresan relaciones que eluden la convención y la arbitrariedad
mediante el recurso retórico de la metáfora y la metonimia: banderas, colores,
canciones, lemas, consignas, escudos, emblemas..., que condensan partes del relato. El símbolo
funciona como significante de lo imaginario.
Los mitos se transforman en el curso de la historia. Los
semiólogos se han dado cuenta de lo mucho que debe Superman a Jesús, y no solo porque ambos tuviesen superpoderes y padres que no son de este mundo... Mussolini
se invistió con el mito de la Roma imperial, Hitler de la mistificación aria... Los mitos son las construcciones más
longevas del imaginario político, en ellas participa todo el grupo social:
políticos, poetas, propagandistas, locutores, cineastas, dramaturgos ¡y científicos!… Difícilmente se
pueden imponer, a no ser que medie el miedo o la coacción. Pero son susceptibles de insertarse en los regímenes políticos más diversos, y pueden ser el horizonte
de inteligibilidad tanto de un proceso de reformas, como de un revolución, u ofrecer como idealización la justificación del
orden, del status quo; de derechas o de izquierdas, ácratas, totalitarios, individualistas, autoritarios o democráticos.
El mito insta a actuar, motiva, considera el mundo como
material para su acción, desde la adhesión a un gobierno hasta la revolución.
De ahí su carácter performativo, pues componen narraciones que permiten a los
hombres inscribirse en el curso de una historia sagrada que los trasciende, en una
temporalidad que los conecta con la ejemplaridad de sus antepasados y con un
destino común maravilloso, milenario, al que accederemos tras un conflicto
dramático y maniqueo, entre el bien y el mal, entre "el nosotros" (los puros) y "el ellos" (los corruptos).
2. Mito político y utopía
¿Qué diferencias podemos establecer entre el mito político y
la utopía?
Para Gastón Souroujon, la utopía no es una construcción
propia del imaginario político, no legitima una relación de fuerza, no dota de
sentido a la experiencia presente, ni brinda identidad propia a un grupo
político.
La utopía es un género de la teoría política, como el ensayo
o el tratado filosófico. Un género con propiedades particulares y que, a lo
largo de los siglos, ha padecido distintas modulaciones. Pero su transformación
entre el siglo XVII y XIX generó una zona de confluencia y solapamiento con el
mito político escatológico.
Con el magnífico antecedente de la Heliópolis platónica, la
utopía como género político moderno tuvo su origen en el Renacimiento (Moro,
Campanella, Bacon…). En primer lugar, se presenta como descripción política de
una legislación ideal, siguiendo el modelo de República y Leyes de
Platón. Y, en otro orden, se relata como un viaje imaginario, en el que por azar, un personaje o protagonista descubre una tierra nueva (sin duda, resultó muy pertinente el
descubrimiento de América).
La utopía supone la descripción detallada de una ciudad
ideal y armónica, cuyos habitantes viven felices una buena vida. Esta Ciudad
Ideal se opone a la existente, como paraíso posible frente a un mundo
políticamente corrupto. De ahí su sentido crítico y hasta satírico respecto a las costumbres de
la época, políticas, sexuales, económicas... La utopía es un no lugar (ou-topos), pero
también un buen lugar (eu-topos). El artilugio del viaje permite crear una
distancia, un extrañamiento respecto al modelo de vida vigente y situarse en un
universo paralelo distinto, no contaminado por las tradiciones
existentes. El mismo recurso se halla en las antiutopías, en donde prima la
sátira, como en el ejemplo paradigmático de Los viajes de Gulliver de Swift.
Las utopías nacen con el racionalismo, son el Reino de la
Razón. Todas las actividades son allí reguladas racionalmente con el fin de
permitir el desarrollo de las virtudes cívicas y la satisfacción de las
necesidades esenciales, en una sociedad autotransparente. Con el fin de
conseguir sus fines, en Utopía cobra una importancia capital el proceso
educativo, como en la rigurosa paideia de Platón. La mayoría de ellas conciben
la propiedad privada como fuente de antagonismo, son por ello sociedades
comunitarias o comunistas, en las que el Estado es el principal responsable del
bienestar público. Son así construcciones totalitarias o holistas -como se dice ahora- en donde
el individuo se somete por completo a la comunidad. Una sociedad unificada en
la que las variables individuales apenas cuentan.
Por último, no son el resultado de un desarrollo natural. La
ciudad perfecta no es fruto de una evolución natural. Es el hombre el
que la forja; son producto de la voluntad humana. Incluso la geografía de la
Utopía de Tomás Moro es producto de la ingeniería, que convierte en una isla lo
que antes fue parte de un continente, lo cual permite la soledad y
autosuficiencia de sus ciudades. A diferencia de Arcadia, Utopía expresa el
dominio del hombre sobre la naturaleza, el triunfo de la mente racional sobre
el cuerpo físico.
Sin embargo, al contrario que el mito político, que no describe cosas,
sino que expresa voluntades y prepara para una lucha decisiva, la utopía es un
producto intelectual, una creación de humanistas, literatos y científicos. Si
influye en el sentir social, lo hace académica, indirectamente, sin una función
inmediatamente performativa. Su legitimidad descansa en la búsqueda platónica
de lo bueno, lo bello y lo verdadero, aportando una visión alternativa a la
sociedad existente. Más allá de la experiencias concretas en donde ciertas
utopías intentan llevarse a cabo, como en la de Owen (a la que deberíase
prestar más atención), el género utópico se transporta por carriles distintos
al del devenir político.
Esta diferencia entre lo teórico de la utopía y el
pragmatismo del mito político fue explotada tanto por el totalitarismo de
derechas, fascista, como de izquierdas, comunista. Para ambos, el adjetivo “utópico”
acabó preñándose de connotaciones negativas, peyorativas, como una mera
especulación intelectual ajena a la espontaneidad creativa o revolucionaria del
“pueblo” o de las masas.
La crítica marxista al “socialismo utópico” expone la
riqueza de imágenes de las utopías (renacentistas o románticas) como diferencia
específica de su condición fantástica (Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico).
La narración del
mito da significado al presente y es una construcción colectiva. No hay un myth
maker. Pero sí existe un utopian maker, razón por la cual, las sociedades
utópicas tienen nombre y apellido: Los falansterios de Fourrier, la isla de
Moro, la Nueva Atlántida de Bacon… La mayoría de estos intelectuales se
visualizaron a sí mismos como “cabezas de estas ciudades felices” (Lasky).
Sin embargo, la confusión del mito político con la utopía
viene del cambio de paradigma que la utopía asume en los siglos XVIII y XIX, en
los que empieza a conjugarse con la metafísica de la historia. Entonces la u-topía pasa de ser
una sociedad u-crónica a una sociedad futura, confundiéndose así con los mitos
escatológicos. La utopía ya no es un lugar a-histórico, sino que se liga como efecto causal a una secuencia histórica, a una metarrelato histórico.
Según Gastón Souroujon, la primera manifestación de este
cambio es la obra de Mercier, L’an 2440
(1770), obra en la que la ciudad ideal es el París de 2440, en el que el
protagonista despierta tras un largo sueño. La distancia espacial se transforma
así en distancia temporal, la u-topía en u-cronía. Es el tiempo lo que aleja
ahora la sociedad imaginaria de la existente. Pero el gran mito de la
modernidad ya está aquí muy presente, la divina providencia secularizada (Gustavo Bueno): la
idea de progreso, cuyo motor es la ciencia.
Fourier y Saint Simon convierten ya la utopía en el fruto de
“predicciones científicas”. La ciencia descubre la legalidad determinista que
domina la historia y presenta el carácter ineludible de las nuevas ciudades.
Las ciudades ideales ya no son, pues, meras quimeras, ni un sueño de la razón,
sino que se constituyen en destinos inevitables por el progreso de la razón
científica. Los científicos son los nuevos profetas. Esta asociación entre
utopía y ciencia se disuelve con Marx y Engels, quienes relegan la utopía al
dominio de la fantasía y la especulación sin fundamento, reservando para sus
teorías materialistas el carácter “científico”.
Pero el núcleo de la utopía no está en su confusión con
mitos escatológicos, sino en la descripción detallada de una sociedad
autotransparente.
Los rituales "propician la esperanza, ayudan a lidiar con la tristeza y generan la sensación de control" (Jennifer Delgado en su Rincón de la Psicología) |
3. La Ciudad de los rituales
Mircea Eliade[2] deriva los mitos de los
ritos. Los mitos, más flexibles que los ritos, explicitan narrativamente
rituales genuinos, explican y justifican ritos, esos algoritmos mágicos. Debajo de los mitos estarían estas formas rígidas, más
irracionales y arcaicas.
Si los mitos tienen la estructura del jazz: tema con
variaciones; los ritos se parecen más a una escena de ópera: música, poesía,
escenografía, y en ella toda una cadena de acciones, cuya secuencia no
puede ser trastocada so pena de perder su efecto metafísico. Frases,
vestimentas, movimientos, son símbolos que dan vida al ritual, lo representan,
símbolos que permiten el acceso de lo natural a lo sobrenatural, del tiempo que
pasa a la eternidad que se repite, de lo presente a lo ausente, sólo accesible
por el símbolo mismo.
Los símbolos despiertan la sensibilidad emotiva, estimulan
los sentidos y los sentimientos de pertenencia a un grupo, la cohesión
identitaria, afianzando la legitimidad de las relaciones de poder. Su
sacralidad no tiene por qué remitir necesariamente a lo sobrenatural. Funerales
públicos, inauguraciones, conmemoraciones, reconocen el carácter singular de
esos momentos, su excepcionalidad respecto a la rutina, su ucronía.
El ritual político, explica Gastón Souroujon, es una
combinación de palabras habladas, actos significantes y objetos manipulados,
que se comportan como símbolos de la relación entre el Poder político y la
sociedad. Son menos maleables que los mitos, así que sus cambios son bruscos,
ostensibles para la sociedad, en caso de grandes reformas o revoluciones. Con
sus divisiones y repeticiones, el ritual ofrece una conjunción de
microsecuencias que lo inscriben en un universo distinto del cotidiano. Las
imágenes del ritual, ambiguas en su denotación, resultan directas
intuitivamente, claras en sus connotaciones, con todo su atractivo emocional.
Utopía es la ciudad de los rituales. Las ciudades ideales
descritas por las utopías son aquellas en que los comportamientos, tanto
privados como públicos, están sobresalientemente ritualizados. Las ciudades
utópicas están plagadas de rituales de todo tipo, una colección completa de
ritos regula la vida cotidiana: religión, política, vida familiar, funerales…, incluso las
relaciones íntimas se articulan a través de ritos que son retratados con gran lujo de detalles.
La razón principal es que se trata de una sociedad donde el
individualismo está proscrito, se trata de sociedades holistas en que la
comunidad prima completamente sobre el individuo: los ritos modelan
completamente el comportamiento individual para que se adapte a los fines
racionales de la ciudad ideal. En realidad, como explica N. Frye[3]:
“el romance utópico no presenta la sociedad gobernada por la razón; la presenta gobernada por el hábito ritual, o por el comportamiento social prescripto, que es explicado racionalmente”.
De todos estos ritos utópicos, los que más llaman la
atención refieren a la relación entre los sexos. Desde el control eugenésico de
la república platónica, que determina quién debe procrear con quién para la
mejora de la raza humana..., la cópula socialmente sincronizada de Campanella, la
observación por parte de los amigos de los pretendientes de Bacon, la Isla de
Ajao de Van Doelvelt…, la exhibición desnuda de los pretendientes que describe
Moro en su Utopía:
En la elección del cónyuge observan ellos seria y severamente un rito ineptísimo… A la mujer… la exhibe desnuda ante el pretendiente una matrona grave y honesta, y, a su vez, un varón probo pone desnudo ante la muchacha al pretendiente.[4]
A Rafael -personaje que relata a Moro los detalles de la vida en
Utopía- esta costumbre le parece grotesca y extravagante, pero luego explica
que se hace así para evitar las desagradables sorpresas…
Pues no todos los hombres son tan sabios que tengan consideración para las cualidades morales del cónyuge. Y las prendas corporales hacen que las virtudes espirituales sean más estimadas y consideradas y eso incluso en los matrimonios de los hombres sabios. Verdaderamente puede esconderse tan repugnante deformidad bajo estos ropajes que puede alejar y apartar por completo de su esposa la mente del marido cuando no será legal que sus cuerpos se separen otra vez. Si tal deformidad se da por algún azar después que el matrimonio se haya consumado y llevado a cabo, bueno, no hay más remedio que la paciencia. Cada hombre ha de cargar con su suerte tal como viene. Pero estaría bien que se hiciera una ley por la cual todas estas decepciones pudieran ser esquivadas y evitadas de antemano[5]
Se trata de garantizar la continuidad del matrimonio monogámico, evitando el adulterio.
Notas
Notas
[2] “Myth in the nineteenth and
twentieth centuries”, en P. Wiener (ed.), Dictionary
of the history of ideas, Volume III, Nueva York, 1973.
[3]
“Diversidad de utopías literarias” en F. Manuel (comp.) Utopías y pensamiento utópico, Madrid, Espasa, 1982.
[4]
Utopía, Barcelona, Altaya, 1997. La traducción es la que cita Gastón Souroujon.
[5]
Sigo aquí la traducción de Joaquim Mallafrè Gavaldà (Planeta, Barcelona, 1984)
Qué gran claridad y nitidez para encadenar conceptos, excelente!
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