domingo, 17 de abril de 2022

AMOR Y JUSTICIA

 



La idea expresada por Emilio López Medina en su trabajo sobre EL SEXO de que el amor está más allá de la justicia -el odio más acá de la justicia- me ha recordado y forzado a releer un magnífico trabajo de Paul Ricoeur: "Liebe und Gerechtigkeit" (Amour et Justice, Tubingen, 1990), en el que empieza diciendo que hablar del amor es muy difícil porque es fácil caer en la exaltación o en la trivialidad emocional.

Paul Ricoeur se propone estudiar la tensión dialéctica entre la poética del amor, su lógica de la sobre-abundancia y la generosidad; y la prosa de la justicia, dominada por la lógica del reparto equitativo y la Regla de Oro: "Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente" (Lc, VI, 31).


Me llama mucho la atención la afirmación de Ricoeur de que la oposición eros/agape, amor profano/amor espiritual, no tiene ninguna base exegética. Especialmente cuando él mismo declara en nota que la palabra "eros" fue sistemáticamente evitada en la versión bíblica de Los Setenta. Me sorprende esta difícil concordia entre Jerusalén y Atenas, aún en el caso de que tenga razón al señalar que la palabra "agape" es regularmente empleada en la tradición judía y cristiana para referir a todas las clases de amor y es la que se impone en el Cantar de los Cantares, paradigma de la metaforización o sublimación espiritual del amor erótico.

Ilustración para el Cantar de los cantares, Inglaterra c. 1130

Para Ricoeur además, y en esto parece seguir a Max Scheler, el verdadero amor no es ciego como Cupido, no es un acto reactivo como la simpatía, sino que es un acto espontáneo: "No ciega, hace ver. Su mirada penetra a través de las escamas exteriores que esconden el sí mismo real". "El amor también habla (en uno de sus ensayos, J. A. Marina llega a decir que en realidad el amor -el verdadero- no es sino una conversación infinita), pero el amor se expresa de forma muy distinta al lenguaje de la justicia.

Tres rasgos marcan lo que Ricoeur llama la extrañeza o rareza (the oddities) del discurso del amor:

1. La alabanza. En el amor se evalúa lo que se ama como lo más alto, que nos llena de alegría. Sus géneros orales y literarios son el himno o canto de alabanza; el discurso de bendición; la fórmula literaria de los macarismos o bienaventuranzas.

2. El desconcertante imperativo "¡Ámame!", en expresiones como "Amarás al Señor tu Dios... y amarás a tu prójimo como a ti mismo". Reconoce Ricoeur que hay algo escandaloso en reclamar u ordenar el amor, es decir, solicitar un sentimiento. Kant eludía la dificultad distinguiendo el amor práctico como respeto de las personas que se reconocen como fines en sí, del amor "patológico", que no tiene sitio en la esfera de la moralidad. Por su parte, Freud, para el cual el amor espiritual no es sino amor erótico sublimado, el mandato de amar no puede ser más que una expresión de la tiranía del Super-yo sobre la esfera de los afectos.

Es evidente que las emociones no pueden imperarse cual obligaciones. Son algo que le sucede a nuestro cuerpo, algo reactivo como la simpatía, la vergüenza o el miedo. Los sentimientos son otra cosa. Asociados a las facultades representativas (memoria e imaginación) se hacen conscientes y podemos intensificarlos, reprimirlos, sublimarlos, expresarlos o disimularlos, etc. Más suaves y duraderos que las emociones, podemos jugar hasta cierto punto con los sentimientos como jugamos con las palabras. 

Como denuncia mi amiga Marylin Delgado (@philosophypills):  "And they keep talking about wrong emotions when the problem is about wrong feelings". Efectivamente ni siquiera del odio como emoción podemos decir que sea una "emoción equivocada", pues hay situaciones y eventos odiosos per se, que merecen nuestro odio -como la guerra o el abuso de menores-. El problema moral vendrá cuando volquemos por ejemplo esa emoción (intensa y breve) en un sentimiento permanente de rechazo, por ejemplo, a todo lo ruso, incluida la excelente música de Chaikovski o de Prokofiev, una animadversión irracional que nos lleve a censurar la literatura de Dostoyevski o que, llevados por esa inquina contra lo ruso, forcemos al director moscovita de una orquesta alemana a manifestarse contra Putin so pena de ser cesado en su trabajo.

3. En tercer lugar, Ricoeur refiere a la expresión del amor como juego de analogía y proceso de metaforización ascendente y descendente. Gracias a este el amor erótico se hace capaz de significar más que él mismo y de apuntar indirectamente a otras cualidades del amor. El tropo estético expresa la tropología substantiva del amor, es decir a la vez la analogía real entre afectos y el poder del eros de significar y de decir el agape.

En la segunda parte de su conferencia, Ricoeur resalta los rasgos de la prosa de la justicia que más se oponen a la poética del amor. Entiende por justicia tanto la práctica judicial como la idea o ideal de lo justo. Con la primera acepción la frontera del amor es más fácil de trazar. La práctica judicial argumenta; el amor no argumenta. A este respecto, el filósofo toma por modelo las famosas estrofas del himno paulino al amor (I Corintios XIII) que se ha puesto de moda en las bodas cristianas. En nota, el hermeneuta Ricoeur hace un extraordinario análisis de las hipérboles negativas y los juegos de sinonimia y de alternancia entre aserción y negación de esta famosa alabanza del amor por parte del Apóstol de los gentiles.

Análisis de I Corintios XIII, por Paul Ricoeur.
En nota de "Amor y Justicia", 1990.

El formalismo de la justicia es marca de su fuerza. Ahí, en su práctica, es tan decisiva la balanza como la espada. La presentación de argumentos es en cierto sentido infinito, en la medida en que siempre hay un "pero..." y recursos y vías de apelación. El conflicto de argumentos acaba en una decisión (sentencia).

La justicia como ideal es más porosa con el amor. Desde Aristóteles, en el concepto de la justicia predomina la idea de distribución (Suum cuique tribuere): dar a cada uno lo suyo. La regla de justicia se identifica con una operación de reparto de bienes y males, bajo la regla de la igualdad de todos ante la ley. Aristóteles precisará que un reparto es justo si es proporcional a la aportación de las partes, distinguiendo así la igualdad aritmética o conmutativa, de la igualdad proporcional. John Rawls pedirá que, en el reparto, el aumento de la ventaja del más favorecido sea compensada por la disminución de la desventaja del más desfavorecido. La justicia proporcional exige así maximizar la parte mínima. Se impone así la igualdad de derechos completada por la igualdad de oportunidades, más la igualdad proporcional de ventajas e inconvenientes, como fuentes de cohesión y cooperación social.

En el Sermón de la Montaña (Mateo) o en el Sermón del Reino (Lucas) aparece, al lado de la Regla de Oro ética ("Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente" Lc. VI, 31) el mandamiento nuevo y supra-ético de "amar a los enemigos": "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen" (Lc, VI, 27). Ricoeur explica esto, el exagerado mandato de poner la otra mejilla, o sea que la cualidad poética del himno se convierta en obligación, por una amplia economía del don. Su antecedente simbólico puede hallarse en el Génesis (I, 31): "Y vio Dios todo lo que había hecho, y era bueno". Le importa señalar la dimensión supra-ética de este predicado "bueno" extendido a toda criatura (hasta la más fea). Es en tanto que criatura que el hombre se encuentra interpelado (¡Ámame!). El hombre aparece en medio de una naturaleza que no es sólo una cantera por explotar, sino también un objeto de solicitud, de respeto y de admiración, como se oye en el Canto al Sol de san Francisco de Asís. 

"El amor al prójimo como su forma extrema de amar a los enemigos, encuentra en el sentimiento supra-ético de la dependencia del hombre-criatura su primer vínculo con la economía del don". 

El Dios de la creación y el de la esperanza son el mismo en los dos extremos de la economía del don; la distinción entre fieras y corderos, entre enemigos y amigos es declarada nula por el mandamiento nuevo. Cabe un acercamiento ético a la economía del don bajo la expresión: "Porque te ha sido dado, da a tu vez". De este modo el don (¿el regalo de la existencia?) prueba ser fuente de obligación.

Por supuesto, esta aproximación entre amor y mandamiento o ley no está libre de paradojas. La lógica de la sobreabundancia se opone polarmente a la lógica de la equivalencia. La conciliación entre esta y aquella se hace imposible si se sitúa la Regla de Oro al lado de la ley del talión, que es la expresión más rudimentaria de la lógica de equivalencia y de su corolario la ley de reciprocidad... Jesús mismo parece sancionar la incompatibilidad entre estas dos lógicas: "Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que los aman. Si hacéis el bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué méritos tenéis?... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio". El Maestro parece desautorizar la Regla de Oro del do ut des, del doy para que me des.

A Ricoeur esta condena del principio de equidad le parece sólo aparente. La orden de amar no abole la Regla de Oro, sino que la reinterpreta en el sentido de la generosidad. Por supuesto, los comportamientos extremos, sacrificiales, heroicos, que asumen personajes como san Francisco, Gandhi, Martir Luther King o la Madre Teresa de Calcuta, no son exigibles universalmente. Si la máxima de prestar sin esperar nada a cambio fuera erigida en regla universal, ¿qué regla de justicia, qué distribución de tareas, de roles, de ventajas y cargas, podría ser instituida equitativamente? 

El requerimiento supramoral podría ser pretexto o ser aprovechado para la cobardía o el oportunismo, el parasitismo social e incluso la inmoralidad. Por eso es necesario pasar por el principio de moralidad, resumido en la Regla de Oro y formalizado por la regla de justicia. Pero sin el correctivo del mandato de amar, la Regla de Oro decae en una máxima utilitaria e incluso admite una interpretación perversa y egoísta. 

La lógica de la sobreabundancia se dirige así contra esta interpretación perversa de la Regla de Oro, porque la regla de justicia dejada a sí misma tiende a subordinar la cooperación a la competencia o a entender como cooperación el simulacro del equilibrio entre intereses rivales. "No quieras ser demasiado justo", manda el Eclesiastés (7,16). "La extrema justicia es con frecuencia una extrema maldad" (Terencio). Séneca insiste en que la justicia decae en crueldad si no se aplica con benevolencia. Para Ricoeur, si nuestro sentido de la justicia no fuera secretamente tocado por la poética del amor (piedad y compasión) sólo sería una variedad sutilmente sublimada del utilitarismo, las penas judiciales una variedad legal de la venganza.

Sin embargo, la justicia es para Ricoeur medio necesario del amor; precisamente porque el amor es supra-moral sólo entra en la esfera práctica y ética bajo la égida de la justicia. Las parábolas de Jesús "reorientan desorientando" mediante la conjunción del mandamiento nuevo con la Regla de Oro, es decir, por la acción sinérgica de amor y justicia. Si el mandamiento del amor suspende la ética ("Ama y haz lo que quieras", San Agustín) lo hace para reorientarla en un sentido opuesto a la inclinación egoísta o utilitaria. Por eso...

"La incorporación tenaz, paso a paso, de un grado cada vez mayor de compasión y de generosidad en todos nuestros códigos -código penal y código de justicia social- constituye una tarea perfectamente razonable, aunque difícil e interminable."

Así pues, tras contrastar las dos lógicas, la de la poética del amor y la de la prosa de la justicia, Ricoeur hace de la justicia el medio necesario del amor. Desde luego es legítimo pensar que el amor, en su especie piadosa, compasiva, generosa, suspende el principio conmutativo de la equidad, empezando por la gracia objetiva de la belleza, fin natural de la inclinación amorosa y que los dioses no reparten, precisamente, de un modo democrático ni equitativo. Por eso escribe Emilio que, más que el amor, son la envidia y el odio los que se justifican precisamente, mediante la venganza, como búsqueda de un equilibrio de los merecimientos.

Volviendo a pasiones menos sublimes que las descritas por Ricoeur... No olvidemos que hay desde siempre amores que matan, como el amor primaveral a las flores que llega hasta "el límite de cortarlas para tenerlas más cerca de sí" (ELM. El sexo, ed. cit. pg. 42). La metáfora de la caza ha sido siempre preferida por la literatura erótica; la amada, o el amado, como presas. El deseo sexual tiene su fondo obsceno en el hambre, que no sabemos de dónde viene; el misterioso conatus spinocista. Si pudiera pensar y hablar, un lobo no diría que odia a la oveja ni que le es indiferente, más bien la quiere con toda su alma. Tampoco diría la loba que odia al cordero, más bien lo ama hasta el punto que quiere meterlo dentro de sí, hacerlo uno consigo.

Amores lobunos. "¡Te como, preciosa!", exclama la abuela entusiasmada ante la cara de osita de peluche de su nieta Alicia. La adora meciéndola en sus brazos, apretándola contra su pecho. Por supuesto, sólo se la come a besos, aunque tampoco es imposible algún mordisquillo insustancial. Pero sí, siente la vigencia de disolverse en el ser amado -como diría Ortega- o también -como dice Emilio- de disolver al ser amado en su propia individualidad (pg. 43).

Algunas veces -tal vez las menos- el sublime amor sacrifica el egoísmo. Otras veces -seguramente las más- es otra forma de egoísmo y hasta su quintaesencia.


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