Para Aristóteles, la Ética era un saber práctico, problemático e inexacto relativo a la felicidad, esa εὐδαιμονíα (buen genio) que incluye tanto la noción de vivir bien como la de comportarse bien. Para Aristóteles, la areté (virtud o excelencia) y la felicidad en el sentido de prosperidad no pueden divorciarse por entero. No obstante, descarta con rudeza el hedonismo e insiste en que ni la riqueza ni el placer son bienes en sí mismos, sino medios, que pueden usarse para bien o para mal.
No obstante, aunque la areté es condición de felicidad (y alegría, añadiríamos, su moneda contante y sonante), se puede ser virtuoso y desgraciado al mismo tiempo, igual que hay víctimas inocentes por todas partes, porque la vida humana también requiere lo que llama Sloterdijk su "termotopo", un medio ambiente cómodo en el que las necesidades básicas estén cubiertas. La felicidad, en todo caso, es meta final porque es el único bien autosuficiente, lo único que buscamos por ello mismo, el fin de fines.
Distingue el Estagirita entre virtudes intelectuales (o dianoéticas) y virtudes morales (éticas), las primeras requieren instrucción, mientras que la virtud moral es hábito conveniente que se adquiere con esfuerzo y práctica: uno aprende a ser generoso comportándose generosamente, "compartiendo con los demás", como se dice hoy. Es importante resaltar, a favor de Aristóteles y contra el mito rusoniano del "buen salvaje", que la virtud no es innata. Nadie nace virtuoso; como el "virtuosismo musical", la excelencia se aprende con esfuerzo y trabajo del alma. No nacemos prudentes ni sensatos y por eso los niños requieren atención permanente, tanto los de temperamento manso y dócil como los traviesos o "malotes".
En el mejor de los casos, aprendemos el pacifismo, la solidaridad, el respeto al medio ambiente y cualesquiera otras buenas costumbres mediante una buena educación, que también las hay malas, deformadoras, alienantes y hasta traumáticas, una buena ilustración (paideía) es aquella en la que se haya conseguido que nos alegremos con los buenos comportamientos y nos estristezcamos con los malos, que sintamos asco ante los hechos humanos injustos. Y por eso es oportuno premiar al niño cuando lo hace bien y castigar sus travesuras cuando fastidia a otros. Baltasar Gracián lo dice siglos después con contundencia: "Nace bárbaro el hombre; redímese de bestia cultivándose. Hace personas la cultura" (cito de memoria).
Para Aristóteles nadie es bueno o malo por naturaleza (peri physei), sólo el clasismo más rancio o la xenofobia más ruin pueden pensar que hay quien nace sin posible mejoramiento o que alguien es mejor simplemente por donde nace o de quién nace. La dignidad del hombre enraíza en la libertad de poderse mejorar a sí mismo. Nacemos con un temperamento amoral (ni bueno ni malo), nacemos animales, a partir de lo cual forjamos una segunda naturaleza cultural y moral, llamémosle a esta última carácter o talante (término que gustaba a Aranguren, gran maestro de Ética), "carácter" traduce aquí el êthos griego sobre el que pergeñó Aristóteles su Ética a Nicómaco. El êthos no es más que el conjunto de nuestras actitudes (con ce) adquiridas, a partir de nuestras aptitudes (con pe) innatas, heredadas genéticamente, temperamentales. Son nuestros actos ("por sus obras los conoceréis") los que acaban cristalizando en hábitos virtuosos o viciosos, en una estructura compleja y dinámica: nuestro ser moral, bellaco o noble (hablo de nobleza espiritual, que es la que obliga).
La persona excelente o virtuosa elige según el mesotés o término medio cualitativo, entre pulsiones extremosas, una por exceso, otra por defecto. De este modo, la valentía es el justo medio entre la cobardía y la temeridad, etc. Añadiré que este termino medio ideal (nadie es completamente virtuoso), poco tiene que ver con lo que hoy consideramos políticamente correcto, ni es una medida matemática, ni se casa con la mediocridad o la indiferencia. Hemos de admitir la virtud heroica como un máximo que podemos asimilar a la santidad.
Debemos guiarnos por la perspicacia con la que deliberaría y decidiría qué hacer "el hombre prudente" (un ideal o idea regulativa) que actúa "con conocimiento" y sabe qué acción "merece la pena" y qué placeres son compatibles con la felicidad a medio y largo plazo. De este modo, la prudencia (phronêsis, synesis), que es virtud intelectual o dianoética, ayuda a forjar el carácter propiamente humano (los animales tienen temperamento, pero no carácter moral), la frónesis contribuye a sujetar racionalmente lo irracional que también habita nuestra naturaleza, siempre tentada a caer en la brutalidad más torpe.
La prudencia es una disposición consciente (gnómica) aprendida a través de la experiencia (y también en los grandes relatos, en las fábulas, los ejemplos, las parábolas, los refranes...). Tanto la experiencia del dolor como la prevención del miedo nos hacen prudentes. Al temor (timor Dei en su fórmula teológica) yo añadiría también la vergüenza (aidos, ese don que, según el mito prometéico del Protágoras platónico, tuvo que añadir Zeus a nuestra naturaleza para que no nos destruyéramos con el fuego, sinvergüenzas). Cicerón añadiría el sentido del decorum.
Aristóteles se mostró muy crítico con la ironía socrática que denuncia como un defecto respecto a la virtud de la veracidad. Tampoco es proclive al intelectualismo moral que identifica la virtud con un conocimiento de segundo orden ("el saber qué hace con el saber" del Cármides platónico) y proclama -como Sócrates- que sólo el insensato o el idiota pueden actuar malamente. La Ética nicomaquea no se puede entender sin los conceptos de poyesis (producción) y praxis (acción que se consuma en sí misma).
Insiste Aristóteles en que sólo las acciones voluntarias, esto es libres, pueden ser alabadas o culpadas. Uno puede actuar involuntariamente y sin mala intención ni "falsa conciencia", por compulsión incontrolable o ignorancia involuntaria. Sin embargo, la ignorancia de lo que constituye la justa medida de la virtud es, en sí misma, para Aristóteles, un vicio. Uno es menos responsable si borracho provoca un accidente, pero uno es responsable de haber bebido alcohol sabiendo que inhabilita para conducir bien. Uno es responsable cuando sabe lo que está haciendo. La deliberación y la elección juegan un papel decisivo en el acto voluntario. La deliberación siempre se refiere a los medios, no al fin de fines, porque todos buscamos la felicidad, la cual, social y políticamente no es otra cosa sino el bien común, ese que dicen perseguir nuestros políticos mientras conceden privilegios y ganancias indebidas a sus sectarios y adláteres.
La frónesis aristotélica no conecta con la astucia del interés propio y egoísta, es la virtud de la inteligencia o razón práctica que nos ayuda a aplicar principios generales a situaciones particulares, no es una mera destreza técnica ni puede ser reducida a ella, como pretenden esos discursos que promocionan ingenierías sociales y auguran la tecnificación de la subjetividad, tendiendo a sustituir el trabajo moral sobre uno mismo por la terapia psicológica externa y dependiente, los manuales de autoayuda o las panaceas químicas o psicodélicas.
Aristóteles considera la amistad, no sólo como una necesidad del humano, ser locuente y sociable por naturaleza, animal cívico por excelencia, sino también desde una perspectiva moral, distinguiendo entre la amistad por placer compartido, por utilidad mutua, o como excelencia hecha hábito y propia de los mejores ciudadanos. Aristóteles tal vez hubiera suscrito los versos de la "dolora" de Campoamor: "¡Pérfido amor, y cual huye / tras los primeros momentos / del ardor! ¡Santa amistad, que concluye / por cumplir los juramentos / del amor!".
Aristóteles no da importancia al amor personal (el de Aquiles por Patroclo, el de Petrarca por Laura, el de Calixto por Melibea...), vale más la verdad, autenticidad, afabilidad y utilidad de la relación personal amistosa. Con ironía (por una vez, eso creo) afirma que si alguien dice que puede vivir solo y sin amigos, será entonces porque es un dios o una bestia. El hombre de alma noble admira lo bueno en sí y en los demás, lo comparte, por eso la amistad será para el fundador del Liceo una especie de sociedad de admiración moral mutua.
Si lo mejor en nosotros es la razón, la actividad mejor y más placentera será la θεωρία, el razonamiento que apunta a las verdades inmutables, la inteligencia, la inteligibilidad (noûs), porque es una ocupación que se basta a sí misma y puede mantenerse con constancia y hasta en edades avanzadas. El fin superior de la vida humana es por tanto la contemplación metafísica de la verdad o la elevación del hombre hacia lo divino, pues el dios de Aristóteles es una energía superatractiva y un entendimiento que se entiende a sí mismo (noesis noeseos). Por supuesto, este ocio enriquecedor de la vida contemplativa, que permite realizarnos como seres racionales, no es posible para Aristóteles sin cierta independencia económica, sin una riqueza moderada que consienta la libertad de una relativa autarquía.
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Debemos felicitarnos de que en nuestro tiempo, autoras y autores como Philippa Foot, Elisabeth Ascombe, Alasdair MacIntyre, Gadamer o Martha Nussbaum hayan recuperado la moral de la excelencia aristotélica reinterpretándola para nuestro mundo que, según el tópico manido de las conservadoras derechas y las moralistas izquierdas, padece una "crisis de valores" (1). Y ello enfrentándose a la rigidez y rigorismo del paradigma kantiano que fue dominante o a la moral fenomenológica de los valores. Los de la "vuelta a la ética de la virtud", a la moral de raíz nicomaquea, no consideran suficiente el principio kantiano de universalizabilidad, según el cual una máxima sólo puede sustancializar como ley si puede ser exigida, o pensable como exigible, a cualquiera criatura racional. La deontología kantiana es demasiado formal y abstracta, parece recogerse en el culto a la ley del deber por el deber, como si el sujeto pudiese escapar de todas sus motivaciones naturales(2)...
Una vuelta a la moral de la forja del carácter con arreglo al ideal de una vida buena, de un bien vivir en el doble sentido de un pasarlo bien y hacer las cosas bien, "con conocimiento", una moral que medie entre la norma y la vida, que piense lo que somos antes de imperar lo que debemos ser (utópica pero también realista), que nos motive antes de que nos obligue, una moral que tiene muy en cuenta que mujeres y varones somos animales conscientes y relativamente libres, que perseguimos metas al tomar decisiones y que la felicidad no es lo mismo para el vulgo que para el sabio, para el herrero, el ganadero, el funcionario, el político o el intelectual...
Lo que importa es preguntarse en general en qué consiste el oficio de ser humano, cómo es mejor devenir humanidad, dándole a la palabra Humanidad la mayúscula dignidad que merece, la del que se ha hecho persona y reclama derechos y acepta deberes precisamente porque ha llegado a ser persona (la democracia, dejó escrito María Zambrano, es el sistema en que uno no sólo tiene el derecho, sino también el deber de ser y hacerse persona). La vida no tiene un valor absoluto como pretenden los vitalistas, sean o no nietzscheanos, es la vida digna la que merece un respeto absoluto para el hombre, la que consiente y está en condiciones de buscar una vida plena, realizada, que trasciende la casualidad y el instante, y que adquiere sentido biográfico y valor narrativo.
Aristóteles distinguió cuatro formas particulares en que las humanas existencias apuntan las ballestas de sus acciones hacia la diana de la felicidad. 1. Hay quien busca la eudaimonía en el placer, en los placeres groseros o en las gratificaciones y satisfacciones refinadas (hedonistas, libertinos, vividores...), 2. Quien la busca en la riqueza ("crematísticos", codiciosos...) 3. Los que la buscan ejerciendo virtuosamente como buenos ciudadanos (que pagan sus impuestos, asumen responsabilidades públicas, cumplen con las leyes, reciclan...); y, más allá, o por encima de la política: 4. Los que prefieren y pueden dedicarse a la contemplación, al Bios thêorêtikós del que hemos hablado más arriba, digamos que son aquellos que consagran su vida a las artes o a las ciencias, como jubilosos jubilados.
Aristóteles reniega del hedonismo porque el placer tiene para él un carácter defectivo, episódico, y porque depende de causas externas y no es, como la areté o la contemplación teórica, autosuficiente. Sólo el virtuoso puede ser feliz y el placer, aun siendo un bien sobrevenido durante la acción, pues es bueno, no puede ser el contenido sustantivo de la felicidad. Séneca -tal vez siguiendo a Aristóteles en esto- comparó el placer con las amapolas de los campos, el agricultor no las planta, no las busca, pero las obtiene también como bien sobrevenido por sus laboriosas y provechosas faenas.
El libro de Alasdair MacIntyre, Tras la virtud (1981) se ha hecho célebre (3). El filósofo escocés sistematiza la crisis moral de la modernidad (o posmodernidad o transmodernidad) describiendo su genealogía. La situación es desastrosa: falta de acuerdo, dispersión argumentativa, diseminación valorativa, babeles morales, jaulas de grillos, diálogos de sordos... Todo parece indicar un fracaso de la razón, así que todo se reinterpreta como una cuestión de emociones, de empatías (pionero, Hume)... Y nadie se pone de acuerdo sobre la guerra, si es justa o injusta, ni sobre el aborto, si es lícito o ilícito y cuándo, etc. Los neopositivistas y analíticos acaban diciendo que decir o escribir "esto es bueno, esto es malo" es cuestión de sentimientos, de agrados o desagrados, de emociones agradables o ingratas, o peor aún, que el bien es una mera cuestión de gustos. "Esto es bueno" significa "me gusta", de modo que el gusto se convierte en el único criterio de lo justo y el emotivismo extremo nos lleva a un relativismo insoportable del "todo vale", que significa "nada vale".
El relativismo antropológico (4) parece apoyar un vaciamiento tal de cualquier ética al hacer depender la distinción bueno/malo de los usos y costumbres de cada comunidad cultural. Desde un punto de vista así no habría fundamento racional alguno para prohibir la mutilación genital femenina, pongamos por caso, o los matrimonios concertados de menores, o la poligamia, etc. El resultado es el mismo que el de admitir el determinismo reduciendo la moral a biología o a clínica, de modo que ya no hay malos ni viciosos, sino mutantes o enfermos e inadaptados sociales: si no somos libres, ¡fin de la Ética!; no hay malvados, sólo víctimas del sistema, del capitalismo, del demonio Occidental, etc. Es la hora de la fundación de la Sagrada Cofradía del Victimato con derecho a subvenciones públicas y a la que acaban por apuntarse también los verdugos, ahora travestidos de víctimas históricas, sociales, imperialistas, etc.
Según MacIntyre todo este desastre moral y ético tiene que ver con el injustificado rechazo del finalismo por parte de la razón moderna. La Ética trabaja con dos ideas de la naturaleza humana: lo que somos, pasiones en bruto, mera potencialidad; y lo que deberíamos ser si realizáramos y expandiéramos hasta el infinito (5) nuestras mejores aptitudes. Y es precisamente esto lo que persigue una ética de la excelencia: adiestramiento e ilustración que sirva de vínculo entre naturaleza y normas, entre animalidad y humanidad. Las deontologías que idolatran la ley se olvidan de la dimensión teleológica de la naturaleza humana, es decir, de la condición del hombre tal y como debería ser si realizara su naturaleza esencial. Una vida lograda exige formación del carácter. No es que nazcamos con una dignidad superior a la del resto de los animales, es que nuestra dignidad consiste precisamente en la posibilidad falible de hacernos mejores (o peores), de angelizarnos o caer en actitudes inhumanas. Kant diría que lo que exige la ética no es la felicidad, sino la dignidad que nos haga merecedores de la felicidad.
No obstante, MacIntyre impugna tanto el formalismo kantiano como la biología metafísica de Aristóteles, en su lugar y para superar el emotivismo y el relativismo y la consecuente anomia de la crisis actual, ofrece dos conceptos: los de tradición y estructura narrativa de la vida humana, también contra la hiperbólica exigencia de individualista autodeterminación kantiana, pues piensa con motivo que es imposible una autodeterminación completa e independiente del contexto biológico y cultural. Evidentemente uno no puede llegar ni llegará a ser mujer o varón sólo por autodeterminarse como tal, necesitará si lo logra el concurso de otros, industrias químicas, cirugía, etc.
Sabe MacIntyre que el universalismo es complicado, no sirve sino como meta problemática, como aspiración, porque la identidad moral se acuña a partir de las costumbres de cada comunidad y no depende por completo de cada sujeto ni de su aislado Pepito Grillo íntimo o su angustiado sentido del deber y de la culpa (y hay pscipátas que no saben qué es sentir culpa o arrepentimiento)... Desde este punto de vista, el formalismo kantiano se muestra demasiado individualista y dependiente de "la voz de la conciencia" de cada quisque. Para MacIntyre no hay aprioris morales y cuando se identifican causas particulares con principios universales, aunque sea con buena intención, lo seres humanos tienden a actuar peor. El universalismo, el hallazgo de una ética universal, es problemático porque se construye desde la contingecia, desde lo particular o desde el comunitarismo particularista rayano en el relativismo.
Será la filósofa usamericana Martha Nussbaum la que apueste por una ética transcultural, basándose en la reinterpretación de la ética aristotélica desde una razón práctica social y humanizadora (6)...
Jesús M. Díaz Álvarez concluye su capítulo dedicado a la Virtud en La aventura de la moralidad (2007) declarando que la ética contemporánea más interesante parece ir cada vez más, tanto desde la orilla kantiana como desde la aristotélica, hacia una síntesis de ambos modelos, "síntesis en la que el concepto de virtud se ve como ineludiblemente necesario".
Notas
(1) Puede verse un análisis crítico de este tópico o "rancio discurso" de la "crisis de valores" en las primeras páginas del libro de Jose A. de la Rubia Guijarro Evil Screens (Granada, 2015).
(2) En defensa de Kant, Javier Muguerza privilegia la interpretación humanista del imperativo categórico: "Obra de tal modo que tomes la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio" (cit. en La aventura de la moralidad, Alianza 2007, Cap. 3, 4. "Nuestro presente y Kant"). Para poner en práctica un principio así, según Muguerza, no nos es necesario llegar a ningún consenso deliberativo, como propone Habermas, basta que digamos No (imperativo del disenso, muguerciano) ante cualquier incitación propia o ajena a atentar contra la dignidad humana.
(3) Una buena síntesis de los aportes de MacIntyre a la Ética contemporánea de la Virtud la hace Jesús M. Díaz Álvarez en el capítulo once de La aventura de la moralidad, manual editado por Carlos Gómez y Javier Muguerza para el grado de Filosofía de la Uned (Madrid, Alianza, 2007). Completa el capítulo dedicando una sección al carácter transcultural de la virtud en la filosofía de Martha Nussbaum.
(4) Contra el relativismo elevará sus armas dialécticas Martha Nussbaum proponiendo una ética transcultural de la virtud, desde un esencialismo humanista no metafísico, sino histórica y empíricamente fundado: una ética universal de la virtud como plenificación de esas capacidades humanas, como cumplimiento óptimo o excelente de esos rasgos que hacen nuestra vida propiamente humana y digna de ser vivida.
(5) Esta idea de que la tarea moral se extiende por su propia esencia inconclusa hasta el infinito, pues siempre podré hacerme y ser mejor de lo que soy, alentó el principio de esperanza en Kant. Cfr. Crítica de la razón práctica (A288s), donde Kant enuncia las dos cosas que colmaron su ánimo de admiración: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. "La segunda... parte de mi propio yo invisible, de mi personalidad, y me escenifica en un mundo dotado de auténtica infinitud, pero que sólo es penetrable por medio del entendimiento, y con el cual me reconozco... en una conexión no meramente contingente..., sino universal y necesaria"... Frente a las estrellas soy un punto, un ser contingente expuesto a la muerte, pero "el segundo espectáculo [la vida ética] eleva infinitamente mi valor en cuanto inteligencia gracias a mi condición de persona, en que la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad... abierta a lo infinito".
(6) En lugar de una teoría "débil" (thin) del bien, la de Rawls y su Teoría de la justicia, Martha Nussbaum propone una teoría densa y vaga del bien, en la creencia (contra Kant y Rawls) de que es posible ponerse de acuerdo transculturalmente sobre aquello que debe ser la vida humana digna, buena, lograda, feliz. Una teoría que desde la frónesis aristotélica equilibre lo uno y lo múltiple, lo particular y lo universal, la individualidad con la sociabilidad.
La teoria del termino medio sí es matemática, pero se inspira en la geometría no en la aritmética, algo de lo que ni el propio Kant se dio cuenta.
ResponderEliminarFrancisco J. FERNANDEZ
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