En la última sesión de este año Marcos nos propuso esta película cubana de Juan Carlos Tabío estrenada en 2000 y aplaudida en Cannes. La película se basa en un cuento de A. Arango que participa también en ella como co-guionista. Los pasajeros que esperan en un determinado "intercambiador" de autobuses en la isla, no pueden subir a ninguno, todos llegan a rebosar. Para rematar el único vehículo en el que podrían entrar la mayoría se estropea. Uno de los viajeros, que además es ciego supuestamente, se ofrece para reparar el motor. Se pone en marcha la "convivencia" de todo el público que se organiza en una pequeña comunidad, en la que todos colaboran incluso organizando un banquete, pintando y adecentando la estación, montando una biblioteca... Asistimos a un sueño compartido por todos los que al principio estaban enfadados y contrariados por no poder salir de aquel lugar.
viernes, 21 de mayo de 2010
Lista de espera
En la última sesión de este año Marcos nos propuso esta película cubana de Juan Carlos Tabío estrenada en 2000 y aplaudida en Cannes. La película se basa en un cuento de A. Arango que participa también en ella como co-guionista. Los pasajeros que esperan en un determinado "intercambiador" de autobuses en la isla, no pueden subir a ninguno, todos llegan a rebosar. Para rematar el único vehículo en el que podrían entrar la mayoría se estropea. Uno de los viajeros, que además es ciego supuestamente, se ofrece para reparar el motor. Se pone en marcha la "convivencia" de todo el público que se organiza en una pequeña comunidad, en la que todos colaboran incluso organizando un banquete, pintando y adecentando la estación, montando una biblioteca... Asistimos a un sueño compartido por todos los que al principio estaban enfadados y contrariados por no poder salir de aquel lugar.
martes, 18 de mayo de 2010
Ángel Ganivet
Aquí tenéis la presentación de Ángel Ganivet que elaboré para la Quinta, en un depósito creado en Google para enlazar archivos al blog. Me he molestado en cambiar la imagen de la Bergman (la actriz) por un dibujo de Marie Sophie Djakoffsky, o Diakovsky, su nórdico y platónico amor...
miércoles, 5 de mayo de 2010
Memoria
Como co-administrador del blog de nuestra Quinta, quiero dar las gracias a Encarnación Lorenzo, miembro de la AAFi, filósofa -y muchas cosas más, desde luego, como debe ser, ¡infinitas cosas!- por animarse a colaborar como autora en este blog. Ya demostró su enjundia y gracia filosófica ganando uno de los premios de microensayo "Oliva Sabuco" de la Asociación Andaluza de Filosofía. A ver si deja ya de estudiar y se dedica a compartir lo sabido, que es muchísimo...
Me ha encantado esa definición ofrecida por la condesa filósofa Anne Finch Conway: del cuerpo como "espíritu compacto" y del espíritu como "cuerpo volátil". El dualismo cartesiano nos ha llevado por la "calle de la amargura", ¡así que bien estén recuperados y proyectados todos los esfuerzos hechos y por hacer para superarlo!
Después de tantos encuentros y simposios, queridos "mochueleros y mochueleras", me gustaría deciros que sin vosotros, sin que me sirviéseis tan cumplidamente de interlocutores y "auditores" (digo, bien, porque críticos, servís críticas) no habría hallado ánimos suficientes para escribir los más difíciles, espesos -y tal vez relevantes- artículos de mis últimos años.
Como no los he publicado aquí, sino en distintos sitios, últimamente en la revista que dirige un amigo (el Boletín Millares Carló de la UNED de Las Palmas), el profesor e historiador Manuel Ramírez, creo conveniente dejar aquí sus referencias.
Los miembros "presenciales" del grupo tenéis las separatas (si no las habéis perdido); pero los virtuales, no sé. La mayoría de estos escritos -que en su origen fueron ponencias en la Quinta- pueden cargarse desde la Red gratuitamente, desde el servicio Dialnet de la Universidad de la Rioja. Hay alguno que sólo puede ser comprado, pero al menos la Red ofrece su resumen o la forma de obtener copias. Los he enlazado para que estén "a mano". Son patrimonio de la Quinta:
- Invención y disolución moderna de la identidad personal, Boletín Millares Carló, UNED Las Palmas de Gran Canaria, 2004, nº 23, pgs. 151-165.
- Biografía intelectual e ideario educativo de Federico de Castro. http://www.cibernous.com/
- La filosofía y el mito andalusí, EL Búho, revista electrónica de la AAFi, nº 4, 2006-2007.
- El poder de la imaginación y la fecundidad del entendimiento en el Examen de Ingenios para las ciencias de Juan Huarte de San Juan (Sobre el origen hispano de la filosofía moderna), Cibernous.
- Hermenéutica del sí mismo en cuanto otro (Sobre Ricoeur), Boletín Millares Carló, UNED 2007, nº 26, pgs. 177-194.
- El pensamiento de la diferencia sexual, Boletín Millares Carló, UNED 2008, nº27, pgs. 316-331.
- En torno al d'Ors de Aranguren, UNED 2009, nº 28 pgs. 159-179
Nota bene: El mochuelillo que ilustra esta entrada es trofeo de Pepetrueno (mejor conocido por Pepe Fuentes).
No sé qué ha sido de la ponencia sobre El entendimiento agente en Averroes, ni si la llegué a publicar en papel o digitalmente... Os tendré informados ;--)).
Alfred Russell Wallace
Autora: Encarnación Lorenzo
El reciente bicentenario del nacimiento de Darwin ha servido, entre otras cosas, para rescatar públicamente la memoria de Alfred Russell Wallace, quien formuló una teoría de la evolución, simultáneamente a Darwin, desde muy similares mimbres teóricos e investigaciones prácticas. De hecho, de no haber sido por aquél, Darwin no se habría visto obligado a publicar su magna obra, apresuradamente, en 1859.
Sin perjuicio de reconocer la absoluta genialidad de Darwin y el verdadero enraizamiento del evolucionismo actual en su producción científica, resulta muy positivo enriquecer nuestra visión de la historia con todas aquellas figuras que han realizado una aportación causal relevante a los hitos del pensamiento occidental. Por ello creo que deberíamos enfocar la recuperación de la tan traída y llevada memoria histórica con mayor amplitud de miras y generosidad con los actores secundarios de la historia de la filosofía.
No obstante, no se trata de un mero rescate arqueológico de nombres y biografías sino de la reconstrucción correcta de la secuencia de transmisión del conocimiento, con el fin de configurar un cuadro más completo de las tramas conceptuales, colocando el perfil de los grandes genios sobre el trasfondo de esas otras figuras que los hicieron posibles.
El reciente bicentenario del nacimiento de Darwin ha servido, entre otras cosas, para rescatar públicamente la memoria de Alfred Russell Wallace, quien formuló una teoría de la evolución, simultáneamente a Darwin, desde muy similares mimbres teóricos e investigaciones prácticas. De hecho, de no haber sido por aquél, Darwin no se habría visto obligado a publicar su magna obra, apresuradamente, en 1859.
Sin perjuicio de reconocer la absoluta genialidad de Darwin y el verdadero enraizamiento del evolucionismo actual en su producción científica, resulta muy positivo enriquecer nuestra visión de la historia con todas aquellas figuras que han realizado una aportación causal relevante a los hitos del pensamiento occidental. Por ello creo que deberíamos enfocar la recuperación de la tan traída y llevada memoria histórica con mayor amplitud de miras y generosidad con los actores secundarios de la historia de la filosofía.
No obstante, no se trata de un mero rescate arqueológico de nombres y biografías sino de la reconstrucción correcta de la secuencia de transmisión del conocimiento, con el fin de configurar un cuadro más completo de las tramas conceptuales, colocando el perfil de los grandes genios sobre el trasfondo de esas otras figuras que los hicieron posibles.
Cherchez la femme!
Anne Finch Conway y la genealogía de la "mónada"
Autora: Encarnación Lorenzo
Recibo habitualmente vuestras comunicaciones, que leo con sumo interés y, por mi parte, me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones sobre Anne Finch Conway, una filósofa inglesa del siglo XVII que considero injustamente olvidada.
Podría decirse, en el ámbito artístico, que lograr algo tan difícil como un estilo propio significa ser capaz de crear formas nuevas y distintas, esto es, de articular de manera inconfundible unos elementos arquitectónicos, melódicos, pictóricos, literarios…
En el campo filosófico, el equivalente vendría a ser la capacidad de elaborar un sistema coherente de pensamiento, formular un conjunto de conceptos o una metodología de investigación propios. Es obvio que ello sólo está al alcance de los pensadores más originales, esos que sientan época, hasta el punto de que la sola mención de ciertos elementos singulares de su obra se asocia automáticamente a su autor, incluso para quienes no están especialmente versados en filosofía. Así sucede con el mundo de las ideas, la duda metódica, el complejo de Edipo, la deconstrucción… Uno de esos conceptos que inmediatamente nos evocan a un autor determinado es, sin género de dudas, la mónada.
Leibniz (1646-1716) se refiere, con su doctrina monadológica, a las sustancias simples de la naturaleza, continuas, inextensas e indivisibles, entendidas como la representación formal o metafísica de los seres que van, en una jerarquía gradual, desde la mónadas inferiores a la mónada suprema que es Dios.
Leibniz utilizó esta construcción, esencial en su doctrina, como fundamento del principio de armonía preestablecida, que justificaría al nuestro como el mejor de los mundos posibles, y también para intentar solventar el, entonces, candente problema de las ideas innatas.
Sin embargo, lo que resulta verdaderamente sorprendente es descubrir que el concepto de mónada, en el específico sentido que le atribuye Leibniz -bien distinto de otras acepciones previas griegas, romanas, medievales y renacentistas-, trae causa directa de Anne Finch Conway (1631-1679), una de las muy meritorias scientific ladies del diecisiete, discípula del filósofo Henry More. Este la inició en el estudio del cartesianismo, que la autora criticó en la única obra que de ella se conserva: “Principios de la más antigua y más moderna filosofía”.
En la misma discute la dualidad mente vs. cuerpo inerte. Para Lady Conway, cuerpo y alma están hechos de la misma sustancia y sólo sus formas son diferentes. Mientras que el cuerpo es espíritu compacto, el espíritu puede concebirse como un cuerpo volátil. En la vida habita una sustancia primigenia que denominó “mónada”, inalterable, indivisible y que refleja la totalidad del universo. También para ella la mónada primera es Dios.
En 1670 -según relata la estudiosa alemana Ingeborg Gleichauf en “Mujeres filósofas en la historia”, editado por Icaria en febrero de este año, del que tomo la recensión del pensamiento de A. F. Conway-, la autora conoció al erudito y viajero Van Helmont (1618-1699), y fue éste quien, en 1696, transmitió a Leibniz, a la sazón en Hannover, la peculiar concepción de la mónada que aquélla le había confiado.
Ya en ese mismo año Leibniz utilizó el término en una carta, si bien sólo después elaboró una completa monadología tras explorar la riqueza de posibilidades del concepto, no publicando “Principios de la Naturaleza” y “Monadología” hasta 1714.
Afirma I. Gleichauf que Leibniz reconoció la influencia de Lady Conway en diversos lugares, extremo que he intentado corroborar personalmente sin éxito hojeando diferentes recensiones biográficas y diversos textos y correspondencia del filósofo. Pero lo cierto es que la historia de la filosofía se ha escrito con voz masculina y, por ello, sufre amnesia respecto de quienes se apartaron del patrón socialmente aceptado en cada momento.
Desconociendo tan brillante aportación previa, el por lo demás magnífico “Diccionario de Filosofía” de Ferrater Mora (voces “Mónada, monadología” y “Helmont”), atribuye a Van Helmont el carácter de precursor directo de Leibniz. Así se afirma literalmente que Leibniz tomó el término “mónada” (en el sentido más específico) de Van Helmont. Y, también, que dicho autor “llegó a la formulación de una doctrina monadológica en muchos aspectos parecida a la de Leibniz, por lo cual se supone que éste pudo haber recibido influencias para su obra”.
Por ello puede decirse que, en una típica reescritura de la historia desde la lógica patriarcal, Anne Finch Conway ha sido desposeída de su autoría, para serle adjudicada a un mero intermediario en su transmisión a Leibniz. Indudablemente, éste supo extraer de la idea todas sus virtualidades, hasta el punto de ser considerada la culminación de su pensamiento, y la insertó en un sistema completo y personal. Pero lo justo sería, como mínimo, una cita a pie de página y no el olvido más absoluto ni, mucho menos, la desposesión de su contribución.
Nota final
He rastreado con interés noticias sobre Lady Conway en la red y en textos específicos. No figura en el libro “Las filósofas” de G. de Martino y Marina Bruzzese (Cátedra, 1996). Muy pocas noticias suyas pueden encontrarse en Internet. Carece de entrada en la Wikipedia, donde únicamente aparece su nombre y sus fechas de nacimiento y muerte en el listado alfabético de filósofos.
En Definition from answers.com, bajo el nombre equivocado de Anne C. Conway (quien es, en realidad, una juez federal norteamericana, un ejemplo más de la confusión existente alrededor de su figura), se recoge la escueta cita de que “she was an acknowledged influence on Leibniz, who may have adopted the term monad from her”. Es decir, que Leibniz reconoció su influencia pero que, en realidad- si mi traducción es correcta-, solo es posible que hubiese adoptado el término de ella (no necesariamente el concepto o idea de mónada).
Autora: Encarnación Lorenzo
Recibo habitualmente vuestras comunicaciones, que leo con sumo interés y, por mi parte, me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones sobre Anne Finch Conway, una filósofa inglesa del siglo XVII que considero injustamente olvidada.
Podría decirse, en el ámbito artístico, que lograr algo tan difícil como un estilo propio significa ser capaz de crear formas nuevas y distintas, esto es, de articular de manera inconfundible unos elementos arquitectónicos, melódicos, pictóricos, literarios…
En el campo filosófico, el equivalente vendría a ser la capacidad de elaborar un sistema coherente de pensamiento, formular un conjunto de conceptos o una metodología de investigación propios. Es obvio que ello sólo está al alcance de los pensadores más originales, esos que sientan época, hasta el punto de que la sola mención de ciertos elementos singulares de su obra se asocia automáticamente a su autor, incluso para quienes no están especialmente versados en filosofía. Así sucede con el mundo de las ideas, la duda metódica, el complejo de Edipo, la deconstrucción… Uno de esos conceptos que inmediatamente nos evocan a un autor determinado es, sin género de dudas, la mónada.
Leibniz (1646-1716) se refiere, con su doctrina monadológica, a las sustancias simples de la naturaleza, continuas, inextensas e indivisibles, entendidas como la representación formal o metafísica de los seres que van, en una jerarquía gradual, desde la mónadas inferiores a la mónada suprema que es Dios.
Leibniz utilizó esta construcción, esencial en su doctrina, como fundamento del principio de armonía preestablecida, que justificaría al nuestro como el mejor de los mundos posibles, y también para intentar solventar el, entonces, candente problema de las ideas innatas.
Sin embargo, lo que resulta verdaderamente sorprendente es descubrir que el concepto de mónada, en el específico sentido que le atribuye Leibniz -bien distinto de otras acepciones previas griegas, romanas, medievales y renacentistas-, trae causa directa de Anne Finch Conway (1631-1679), una de las muy meritorias scientific ladies del diecisiete, discípula del filósofo Henry More. Este la inició en el estudio del cartesianismo, que la autora criticó en la única obra que de ella se conserva: “Principios de la más antigua y más moderna filosofía”.
En la misma discute la dualidad mente vs. cuerpo inerte. Para Lady Conway, cuerpo y alma están hechos de la misma sustancia y sólo sus formas son diferentes. Mientras que el cuerpo es espíritu compacto, el espíritu puede concebirse como un cuerpo volátil. En la vida habita una sustancia primigenia que denominó “mónada”, inalterable, indivisible y que refleja la totalidad del universo. También para ella la mónada primera es Dios.
En 1670 -según relata la estudiosa alemana Ingeborg Gleichauf en “Mujeres filósofas en la historia”, editado por Icaria en febrero de este año, del que tomo la recensión del pensamiento de A. F. Conway-, la autora conoció al erudito y viajero Van Helmont (1618-1699), y fue éste quien, en 1696, transmitió a Leibniz, a la sazón en Hannover, la peculiar concepción de la mónada que aquélla le había confiado.
Ya en ese mismo año Leibniz utilizó el término en una carta, si bien sólo después elaboró una completa monadología tras explorar la riqueza de posibilidades del concepto, no publicando “Principios de la Naturaleza” y “Monadología” hasta 1714.
Afirma I. Gleichauf que Leibniz reconoció la influencia de Lady Conway en diversos lugares, extremo que he intentado corroborar personalmente sin éxito hojeando diferentes recensiones biográficas y diversos textos y correspondencia del filósofo. Pero lo cierto es que la historia de la filosofía se ha escrito con voz masculina y, por ello, sufre amnesia respecto de quienes se apartaron del patrón socialmente aceptado en cada momento.
Desconociendo tan brillante aportación previa, el por lo demás magnífico “Diccionario de Filosofía” de Ferrater Mora (voces “Mónada, monadología” y “Helmont”), atribuye a Van Helmont el carácter de precursor directo de Leibniz. Así se afirma literalmente que Leibniz tomó el término “mónada” (en el sentido más específico) de Van Helmont. Y, también, que dicho autor “llegó a la formulación de una doctrina monadológica en muchos aspectos parecida a la de Leibniz, por lo cual se supone que éste pudo haber recibido influencias para su obra”.
Por ello puede decirse que, en una típica reescritura de la historia desde la lógica patriarcal, Anne Finch Conway ha sido desposeída de su autoría, para serle adjudicada a un mero intermediario en su transmisión a Leibniz. Indudablemente, éste supo extraer de la idea todas sus virtualidades, hasta el punto de ser considerada la culminación de su pensamiento, y la insertó en un sistema completo y personal. Pero lo justo sería, como mínimo, una cita a pie de página y no el olvido más absoluto ni, mucho menos, la desposesión de su contribución.
Nota final
He rastreado con interés noticias sobre Lady Conway en la red y en textos específicos. No figura en el libro “Las filósofas” de G. de Martino y Marina Bruzzese (Cátedra, 1996). Muy pocas noticias suyas pueden encontrarse en Internet. Carece de entrada en la Wikipedia, donde únicamente aparece su nombre y sus fechas de nacimiento y muerte en el listado alfabético de filósofos.
En Definition from answers.com, bajo el nombre equivocado de Anne C. Conway (quien es, en realidad, una juez federal norteamericana, un ejemplo más de la confusión existente alrededor de su figura), se recoge la escueta cita de que “she was an acknowledged influence on Leibniz, who may have adopted the term monad from her”. Es decir, que Leibniz reconoció su influencia pero que, en realidad- si mi traducción es correcta-, solo es posible que hubiese adoptado el término de ella (no necesariamente el concepto o idea de mónada).