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Depósito de ponencias, discusiones y ocurrencias de un grupo de profesores cosmopolitas en Jaén, unidos desde 2004 por el cultivo de la filosofía y la amistad, e interesados por la renovación de la educación y la tradición hispánica de pensamiento.

martes, 28 de enero de 2014

IDEOLOGÍA Y MENTALIDAD UTÓPICA

Mentalidad utópica. Utopía e ideología. Utopías relativas y absolutas


No nos debe extrañar que el pensamiento utópico y la mentalidad utópica hayan tenido tanta importancia en la historia de la humanidad, el hombre se ha ocupado con harta frecuencia de los objetos que trascienden su existencia, y las formas reales y concretas de la vida social se han edificado sobre la base de estados de espíritu “ideológicos”, incongruentes con la realidad.

Piénsese en la deformación impuesta al busto y cintura de las mujeres en la época de los corsés. Lo que pensamos que debemos ser influye en lo que somos, nuestra concepción de la belleza, de la justicia o de la verdad, transfiguran lo que somos. Lo que pensamos, aunque no pase, pesa mucho en nuestras vidas, a veces más de lo que realmente sucede. El mundo no es sólo lo que acontece, más lo que decimos científicamente que sucede, como pretendieron los neopositivistas; nuestro mundo está siempre bien poblado de mitos, ilusiones, esperanzas, desafíos, proyectos, planes, sueños…


Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro, en su libro Ideología y utopía (primera edición en alemán de 1936; en español, FCE, 1997) habla de la utopía como un estado de espíritu que se caracteriza por:

1) ser incongruente con el estado real y

2) pretender destruir o revolucionar el status quo.

El imaginario paraíso con el que soñaban los hombres y mujeres de la Edad media, también utópico, se volvió inmanente con el Renacimiento. Sin embargo, tanto las ideologías como las utopías trascienden la situación real, el status quo, el orden social existente. Como las utopías, las ideologías nunca lograron realizar su contenido virtual, porque sus motivos bien intencionados de conducta suelen deformar su sentido al aplicarse. Pensemos en las deportaciones masivas soviéticas o en el desastre del tercer Reich. Todas las ideologías han acabado manchándose las manos de sangre. 

Ninguna utopía se puede vivir aquí y ahora. Pongamos por caso la idea cristiana del amor fraternal, el ágape o la caridad. Vivir de forma coherente con este principio en una sociedad que no está organizada según el mismo resulta imposible, por lo que el individuo en su conducta personal se ve obligado a renunciar a sus nobles principios, se deja arrastrar por la corriente, si no quiere verse destruido por ella como un mártir. 

Por eso, toda mentalidad utópica o ideológica, salvo la del héroe revolucionario, tiene algo de incongruente, de hipócrita y se basa en un (auto)engaño deliberado.

Las utopías trascienden el orden social en el que nacen y orientan la conducta hacia elementos que no contiene la situación. Parecen irrealizables desde el punto de vista de un determinado orden social, pero transforman la realidad. Si llamamos “topía” a cualquier orden social existente, la secuencia o dialéctica histórica se configura:

topía à utopía à topía à utopía, etc.

Mannheim aprecia lo que llama “utopías relativas”, realizables, mientras que condena el utopismo absoluto. El caso que cita como ejemplo de utopismo absoluto es el anarquismo, que ve en cualquier orden social el mal supremo, como si este fuese sólo el residuo maléfico que dejan las utopías y revoluciones. El sociólogo del conocimiento busca un principio viviente, dialéctico, que vincule el desarrollo de la utopía con cierto orden existente.

Toda época consiente que surjan ideas y valores que contienen tendencias irrealizadas. Dichas tendencias expresan necesidades y elementos intelectuales explosivos. Y el pensamiento humano va por su propia naturaleza desde las cosas como son a las cosas como cree que deberían ser, desde la percepción y la experiencia, al imaginario. Por eso, como decía Lamartine, « las utopies ne sont souvent que des vérités prématurées ».   Y quien tilda a una hermosa idea de utópica suele representar el orden social caduco.

Es natural que el grupo dominante esté de acuerdo con el orden existente puesto que le va bien en él, y es ese grupo el que –según Mannheim- determina lo que se debe considerar como utópico, en tanto que el grupo ascendente, en pugna con las cosas tales como son, es el que determina lo que se debe considerar como ideológico.

Es difícil segregar completamente lo ideológico de lo utópico. Entre la interesada e histórica conciencia de la realidad que llamamos, siguiendo a Marx, ideológica, determinada por el modo en que producimos y distribuimos los bienes consumibles, y la idealidad imaginaria de la utopía, hay continuidad. Toda utopía está impregnada de elementos ideológicos. Pongamos por caso el sueño de “la libertad” de la burguesía ascendente en el XVIII que, como posibilidad realizable, estuvo vinculada en su génesis al rompimiento del sistema de gremios y castas del Antiguo Régimen y que, frente a él, partía del individualismo, de la utopía de un pensamiento autónomo.

Si la ideología es la conciencia interesada de la clase dominante o emergente, una conciencia que, en cualquiera de sus especies, falsea u oculta la realidad, es la utopía, sin embargo, la que le asigna un horizonte realizable. Para Mannheim, el criterio de demarcación entre una y otra sería su realización en la práctica. Las ideas que a la larga resultan meras deformaciones de un orden social antiguo o potencial eran ideológicas, las que se realizaron eran utopías relativas.

Milenarismo anabaptista. Energías orgiásticas y brotes extáticos
Martirio de Jan Hus, 1485

Al contrario que los mitos, los cuentos de hadas y las promesas religiosas, las utopías se empeñan en desintegrar el status quo existente. Expresan deseos espaciales, mientras que los milenarismos (quiliasmos) expresan anhelos temporales. El primer impulso hacia lo nuevo puede ser una creación personal, pero sólo tiene éxito si expresa un impulso colectivo y lo adopta un grupo.

Las utopías forman una constelación cambiante en la que el deseo predominante es el principio organizador de la forma en que experimentamos el tiempo como destino.

La primera forma de mentalidad utópica de la modernidad fue –para Mannheim- el quiliasmo orgiástico de los anabaptistas. Joaquín de Flores, los husitas y Thomas Münzer espiritualizaron la política y politizaron la espiritualidad. Las clases humildes, especialmente el campesinado, asumían así una función motriz en el proceso social. Este fue el punto de partida de la “conciencia proletaria”.

Los milenarismos no se alimentan de ideas, sino de energías orgiásticas y brotes extáticos. Las raíces de tal erupción yacen en planos vitales y psíquicos más profundos y elementales de la psique que el pensamiento racional. Lo imposible engendra lo posible. Münzer habló del “valor y la fuerza que se necesitan para realizar lo imposible”. Los campesinos proyectaban una utopía vigorosamente material y altamente espiritual.

La mentalidad utópica racional a menudo nació de la mentalidad milenarista, pero la utopía liberal también pudo con el tiempo convertirse en su principal adversaria, pues la mentalidad quiliástica no percibía la utopía como un devenir, como un proceso, sino únicamente como un momento abrupto, un presente preñado de sentido, extático. La experiencia milenarista, que coincidió con la decadencia de la Edad Media fue característica de las capas más bajas de la sociedad. Serán por el contrario otras capas sociales, aristocráticas y burguesas, las que desarrollarán la utopía moderna.

La idea liberal humanitaria
Diosa Razón

Es el segundo tipo de mentalidad utópica, según Mannheim. Ofrece una concepción racional “exacta” con la que será preciso adornar la fea y perversa realidad. Aquí “la Idea” no se concibe como en la tradición griega, estática, sino como una meta formal proyectada hacia el infinito futuro, como un designio regulador de los asuntos humanos. En Francia, la utopía adoptó un tono áspero, político; en Alemania, un tono subjetivo. Así, el camino del progreso no había de orientarse hacia una revolución, sino hacia la constitución interna del hombre y sus transformaciones. En Kant, la organización de la paz mundial, en un mundo que combine libertad y seguridad, en una unidad internacional que someta los conflictos a derecho, será el fin que más difícilmente alcanzará la raza humana. 

La actitud fundamental del liberal se caracteriza por una aceptación positiva de la cultura[1], por su didactismo o pedagogismo, junto con la atribución de un tono ético a los asuntos humanos. Se trata de una actitud que encuentra su elemento en su papel crítico más que en el de destructor-creador. No pierde contacto con el presente, con el aquí y ahora. Para el liberalismo humanitario la utopía es ese “otro reino” que, cuando se absorbe en nuestra conciencia moral, nos inspira. Las ideas importan aquí más que el éxtasis e irradiaron a todas las esferas de la vida culminando en la gran filosofía del idealismo alemán, con su hipertrofia de la conciencia de sí.

La moderna filosofía nacía para destruir la concepción clerical y teológica y fue adoptada tanto por la monarquía absoluta como por la burguesía. Creación imaginaria,

“la mentalidad idealista rehuye a la vez la visionaria concepción de la realidad que implica la invocación quiliástica a Dios, y también la dominación conservadora, y a menudo mezquina, de las cosas y de los hombres, que implica una concepción del mundo limitada por la tierra y el tiempo”

Al final, el liberalismo burgués construyó su propio mundo ideal. Elevado y desprendido, sublime, perdió el sentido de las cosas materiales e incluso el contacto con la Naturaleza. Para nuestro propósito, es importante darnos cuenta de que historia, arte, filosofía y cultura en general no son sino la expresión de la utopía central de la época.

La falta de concreción y color del idealismo, su indeterminación, concedía demasiada importancia a la forma. Predomina lo lineal, y el tiempo histórico se concibe como un progreso y una evolución universales.

Tal concepción procedía de dos fuentes:

1) el desarrollo capitalista. El progreso se concebía como el ajuste utilitario y el dominio normativo del desorden de la naturaleza al orden de la razón. El optimismo ilustrado veía a la realidad moverse incesantemente hacia una aproximación cada vez más estrecha a “lo racional”[2]. No se abandona la meta de un estado perfecto y la revolución se considera como una etapa transitoria. 

2) la idea de progreso. El girondino Condorcet, en Francia, le dio una forma clásica a la utopía “progresista”. Por su parte, Lessing, en Alemania, seculariza ciertas creencias del pietismo en el moderno concepto de “evolución”. De este modo, Dios, o el Espíritu, adquieren una función histórica. La Razón es una meta para la infinita perfectibilidad de la especie humana. La utopía pasa así a ocupar un lugar definido en el proceso histórico, pues es el punto culminante de la evolución de un espíritu que deviene en el tiempo.

Todo esto ya supone, antes de Marx, una fe inquebrantable en el poder formativo de la política y de la economía.  

La utopía liberal apelaba a la libertad y conservaba vivo el sentimiento del ser indeterminado, incondicionado, el conservadurismo de la época, que se opone a la misma, insistirá sobre todo en la determinación de nuestro criterio y de nuestra conducta.
 
Lección de Hegel en Berlin
La idea conservadora

La mentalidad conservadora no se entusiasma con las teorías porque los seres humanos no construyen teorías sobre lo que están viviendo si están bien adaptados a las situaciones reales. De hecho, podríamos concluir que la mentalidad conservadora se caracteriza por su ausencia de utopía. El conocimiento conservador es de índole práctica: orientaciones habituales y a menudo reflexivas hacia los factores inmanentes a la situación. Aceptado el orden social circundante con toda la accidentalidad de su concreción, como si fuera el propio orden del mundo, de lo que se trata es de conservarlo, y así surge una contrautopía, como medio de orientación y defensa.

Mientras que para los progresistas, la idea precede al acto, para el conservador Hegel[3] la idea de una realidad histórica se vuelve visible sólo posteriormente, cuando el mundo se ha incorporado ya a una nueva forma fija: el mochuelo de Minerva sólo emprende el vuelo a la caída de la tarde, al acercarse el crepúsculo.

Por supuesto, hay una escasísima verdad en la ilusión “progresista” de que sólo lo nuevo tiene perspectiva de futura duración, y que todo lo demás muere gradualmente. “Lo que ocurre –escribe Mannheim- es más bien que lo viejo, impulsado por lo nuevo, debe constantemente transformarse y adaptarse al nivel de su adversario más reciente”.

El conservadurismo incorpora la utopía a la realidad existente, a las leyes del Estado. Ve en el arte o la ciencia una objetivación de la espiritualidad: la idea expresada en su tangible plenitud. La realidad es racional, y es por tanto, en su aquí y ahora, no un mal a superar, sino la encarnación de los valores y los significados más altos. La realidad es necesaria, por tanto, el conservadurismo tiende al determinismo

Si las cosas no pueden llegar a ser de otro modo, podemos pensar que cualquier cambio que ponga en peligro su estabilidad será a peor, pone en riesgo el status quo. Por eso, la metafísica conservadora se inclina hacia el ser, hacia el “es”, también en el sentido de que la existencia jamás podrá integrarse completamente en la racionalidad que exige el pensamiento utópico. Y al final, el quietismo conservador, que sólo busca tranquilidad, propende a justificar, por medios irracionales, todo cuanto existe.

Si la mentalidad quiliástica abole el tiempo y para el progresismo liberal sólo cuenta el futuro, el porvernir, el conservadurismo da importancia al pasado, descubre el tiempo como creador de valores. Como tradición, el pasado se concibe como un presente virtual:

“Las experiencias que el espíritu parece tener detrás de él, existen también en las profundidades de su ser presente”
            Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, 1907

La experiencia conservador inmerge al espíritu, lo vuelve objetivo, dotando a todo acontecimiento de valor inmanente, intrínseco. Por eso la doctrina prevalente del conservadurismo es la de la “libertad interior” para sujetarse al orden establecido convirtiéndose en hábito y en norma, en “libertad objetiva”.

La utopía social-comunista
Marx vs. Bakunin

El socialismo se vio obligado por una parte a radicalizar la utopía liberal, criticando su ceguera respecto a las fuerzas determinantes de la historia, y, por otra parte, tuvo que oponerse y vencer completamente la oposición interna de la anarquía en su forma más extrema: el sentido de la indeterminación histórica que implica el quiliasmo y que tomó la moderna forma del radicalismo anarquista[4].

Su antagonista conservador fue considerado sólo secundariamente, lo mismo que en la vida común se pelea con más rigor contra un adversario cercano. Por eso, el socialismo incluso combate con más energía al revisionismo que al conservadurismo. Esto nos permite comprender por qué el comunismo aprendió tanto del conservadurismo.

Si soslayamos el socialismo utópico del XVIII, tanto el socialismo como el liberalismo del XIX rehúsan aceptar el orden existente y coinciden en reconocer que el reino de la libertad y la igualdad sólo se realizarán en un remoto futuro. El socialismo acerca ese futuro y cree que coincidirá con el derrumbe del capitalismo. Ambos rechazan el frenesí quiliástico y reconocen la necesidad de sublimar las latentes energías extáticas en ideales culturales.

Frente al carácter formal y abstracto de la ideal liberal, el socialismo coincide con el conservadurismo en su énfasis hacia el estudio de las condiciones reales. Con su concepto de ideología, el materialismo histórico desarrolló un potente instrumento de crítica en su intento por aniquilar la utopía del adversario, demostrando que tenía sus raíces en la injusta situación vigente. La estructura económica y social se vuelve una realidad absoluta para el socialista, una totalidad. El primer esfuerzo para comprender la totalidad cultural como unidad lo halla Mannheim en el concepto conservador del espíritu popular (Volsgeist).


Para liberales y conservadores esta fuerza propulsora era algo espiritual; muy al contrario, el socialismo glorificará los aspectos materiales de la existencia, sobre todo el trabajo.

“Las condiciones ‘materiales’, que antes se consideraban únicamente como malignos obstáculos en el camino de la idea, se hipostasian aquí en el factor que mueve el mundo, en la forma de un determinismo económico que se interpreta en términos materialistas”

Mannheim -con gran agudeza, a mi juicio- ve aquí una integración del sentido determinista propio de la mentalidad conservadora, con la utopía progresista que trata de reconstruir el mundo. Para los socialistas, la estructura social es la fuerza primordial del momento histórico, pero está determinada por el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Al contrario que Saint-Simon, Fourier y Owen, que conservaban en su utopismo socialista el concepto de lo indeterminado, característico de la Ilustración, el socialismo marxista es un determinismo historicista[5]. No sólo el pasado, sino el futuro tienen una existencia virtual en el presente. Si calculamos el peso de los factores sociales presentes podremos determinar las tendencias latentes en esas fuerzas, a condición de comprender el presente a la luz de su realización concreta en el futuro. La existencia histórica se convierte así en un plan estratégico dominado por una profecía.

Pero “cualquier profecía, forzosamente, transforma la historia en un estricto sistema determinado, privándonos por consiguiente de la facultad de elegir y decidir”.

¿Se apaga la lámpara de Utopía?


El determinismo extremo elimina cualquier ilusión utópica. No destruye al adversario oponiendo una utopía propia, sino desenmascarando toda utopía como ideología: 

“No acusamos al adversario de que está adorando falsos ídolos; destruimos más bien la intensidad de su idea mostrando que histórica y socialmente está determinada”.

Por otro lado, si es muy extensa la clase social que domina relativamente las condiciones concretas de la existencia y son amplias las posibilidades de mejora mediante reformas pacíficas, entonces es muy probable que esa clase tome el camino del conservadurismo y renuncie al utopismo o lo desacredite. En cualquier caso habrá renunciado a los elementos utópicos en sus propios modos de vida.

No es de extrañar que con la extensión de la clase media, la forma más pura de moderna mentalidad quiliástica, el anarquismo radical, desaparezca casi enteramente de la vida política o se refugie en el sindicalismo y el bolchevismo. 

La utopía se apaga también porque se acerca cada vez más al proceso histórico social. Utopías del pasado son realidades presentes, como los derechos sociales, que conviene conservar, y la lucha utópica hacia una meta de amplia perspectiva se desintegra ante unas próximas elecciones, en una comisión parlamentaria o en un movimiento sindical que genera una nueva "clase" dominante, una especie de aristocracia o burocracia que tiende a reproducirse y que sólo domina detalles concretos.

Epistemológicamente, la visión amplia del mundo se convierte en mero principio heurístico ante una investigación aplicada y fundida con los intereses industriales, farmacéuticos o militares.

El materialismo histórico era "materialista" sólo de nombre. La esfera económica era una conexión estructural de actitudes espirituales. La infraestructura del modo de producción era un “sistema”,  o sea, algo que surge de la esfera del espíritu (el espíritu objetivo de Hegel). Pero el proceso hacia un economicismo radical resultó imparable. El neoliberalismo cree en él. Los acontecimientos se reducen, muy económicamente, a meras funciones de los impulsos humanos (Pareto, Freud). Esta concepción de una inteligencia, o una razón, que es mero instrumento al servicio de las pasiones, o de una cultura subordinada a los impulsos inconscientes tiene su venerable antecedente en el psicologismo de Hume. 

Los elementos tanto ideológicos como utópicos (espirituales) se desintegran. La política se subordina a la economía, la conciencia histórica se debilita, y el ideal de cultura (búsqueda de la belleza, la justicia o la verdad) se reduce a la antropología de la cultura, entendida como artefacto de adaptación del humano al medio (más tecnológico ya que natural). No debe extrañarnos que en este contexto surja el mito del “final de la historia”, pues el mundo ya no necesita de utopías ni de ideologías, sino de recursos I+D+I. La utopía se transforma en tecnociencia o es sustituida por la política.

Sólo la extrema derecha o la extrema izquierda creen ahora que existe una unidad en el proceso de desarrollo histórico. En su lugar, al menos en las llamadas “democracias avanzadas” se impone el “realismo”.

“Realismo”, explica Mannheim es una palabra que adquiere un significado diferente en Europa y en América. En Europa el realismo apelaba a la necesidad de atender a las tensiones sociales, mientras que en EEUU, donde se imponía la libertad a la igualdad en el plano económico, “lo real” eran los problemas técnicos y de organización. La pregunta europea es: Qué nos reserva el futuro; mientras que la americana es: Cómo puedo hacer tal cosa, cómo puedo resolver este concreto problema individual.

El pragmatismo usamericano renuncia a preocuparse por el todo, pues ya éste se cuidará de sí. William James propone la voluntad, más que la inteligencia, como base de nuestro criterio de verdad. Una proposición es verdadera si de su aplicación se siguen consecuencias útiles[6].

Siempre que desaparece la utopía, la historia deja de ser un proceso que conduce a una meta final. Desaparecido el sentido de la historia, la utopía ya no ejerce un efecto regulativo ni ofrece un criterio para valorar los hechos. El resultado es una actitud escéptica (la de un Max Weber, por ejemplo) que puede ser la más fecunda científicamente.

Sin embargo, no dejará de ser cierto que la utopía seguirá organizando la conciencia en función sobre todo de nuestra concepción del tiempo (lo que esencialmente somos). Los intelectuales son precisamente esa minoría que se interesa por algo que no sea el éxito en la competencia económica. Su actividad nunca estará libre de un sesgo utópico.

Mannheim divide el papel y actitud de los intelectuales en cuatro grupos:

1. Los intelectuales que aquí llamamos “orgánicos”, que se ven arrastrados por el proceso social, afiliados a la izquierda, y para los que no cabe conflicto entre lo intelectual y lo social.

2. Un segundo grupo lo constituyen los "escépticos" que, en nombre de su integridad intelectual, destruyen o erosionan los elementos ideológicos en la ciencia.

3. Un tercer grupo se refugia en el pasado para encontrar allí una forma de trascendencia. Son "los románticos" que se esfuerzan por espiritualizar el presente, reviviendo el sentimiento religioso, el idealismo, símbolos y mitos…

4. Por ultimo están "los nihilistas" que se apartan del mundo y renuncian deliberadamente a tomar una participación directa en el proceso histórico. Sus miembros se vuelven extáticos como los quiliastas, con la diferencia de que se despreocupan de los movimientos políticos radicales.

Mannheim (1893-1947) no vivió lo suficiente para ver cómo en el mayo del 68 emergerían nuevas mentalidades utópicas, ni como el ecologismo, el activismo a favor de los derechos humanos y el feminismo imaginarían utopías reformadoras o revolucionarias.

La única forma en que se nos presenta el futuro es como posibilidad abierta. No sabemos si dominarán las tendencias utópicas o la complaciente tendencia de aceptación del presente. Lo que sí sabemos es que no cabe interpretación de la historia (metafísica de la historia) si no es dominada por el interés de un fin y el esfuerzo hacia una meta. 

Si todo el mundo se pusiera de acuerdo la sociedad cambiaría de la noche a la mañana, son los individuos los que alientan con su vitalidad las instituciones establecidas, el status quo, y el sistema establecido de relaciones también encadena hasta cierto punto su voluntad, pero descansa en las decisiones incontroladas de los individuos. Lo que es claro es que los cambios más importantes en la estructura intelectual de una época han de comprenderse a la luz de las transformaciones de la mentalidad utópica.

La eliminación completa de la ilusión utópica nos conduciría a un realismo (Sachlichkeit) que en última instancia significaría la decadencia completa de la voluntad humana. Mientras que la decadencia de una ideología no representa sino la crisis de cierta clase social o grupos sociales, la decadencia de la utopía significaría una inmovilidad social en la que el ser humano se convertiría en cosa. El hombre, privado de ideales, se quedaría también sin ideas y se habría convertido en una criatura de meros impulsos:

“Así, después de un tortuoso, pero heroico desarrollo, en el apogeo de su conciencia, cuando la historia va dejando de ser un ciego destino y se convierte poco a poco en la creación del hombre, al abandonar la utopía, el hombre perdería la voluntad de esculpir la historia y al propio tiempo su facultad de comprenderla” (K. Mannheim).





[1] Gustavo bueno ve en esta sublimación de la “Cultura”, inseparable de su “Progreso” con mayúsculas, una secularización de la divina Providencia.
[2] Evidentemente, este concepto de razón es histórico y limitado, como puso luego de manifiesto la crítica de la Escuela de Francfurt, se trata de una “racionalidad instrumental”.
[3] Por supuesto, cabe una interpretación no conservadora de Hegel. Todo depende de en qué parte de la conjunción pongamos el énfasis (“Todo lo real es racional y todo lo racional es real”) para que Hegel nos estimule a superar el status quo en dirección a un orden más racional, o para santificar el orden establecido explicando su racionalidad y necesidad lógica.
[4] A este respecto fue decisivo, según Mannheim, el conflicto entre Marx y Bakunin.
[5] A este respecto, es clásica y bien fundada la crítica de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos.
[6] La mejor refutación de la teoría pragmatista de la verdad se puede encontrar en un ensayito de B. Russell.

5 comentarios:

Ana A dijo...

Precioso ensayo Pepe. Sobre todo el final, sin utopía caeríamos en la inmovilidad social, la utopía es pues tan irrealizable como necesaria para una vida humana.
En la clasificacíón de los intelectuales faltan los que luchan por la utopía, digo yo que alguno habrá.
Y es muy interesante eso de los campesinos de la edad media, arrastrados por fuerzas más produndas que sólo intelectuales, en ese viento de la historia que les llevó a levantarse y querer cambiar la sociedad.

martinruizcalvente dijo...

Buen texto, José, como todos los tuyos, sinceros y actuales. No obstante, ahondaría en estos dos aspectos, al menos:

a) de la lista de intelectuales de Manneheim (orgánicos, escépticos, románticos, nihilistas), falta el más importante: el intelectual realista, aquel que mira a la realidad desde la complejidad de todos sus lados y no sólo desde la exclusividad de sus prejuicios, ideología y delirio utópico. A ver si os gasta esta carta de presentación: "Atenerse a lo real para vivir humanamente".

Mejoraría el concepto de "realismo" que en tu texto anda un tanto confuso.

b) Ya estamos en el siglo XXI: a tí te gustan mucho las utopías de la comunicación, la sociedad de la información, las nuevas tecnologías, tanto informáticas, como de la ingenería genética, que abre "progresos" insospechados antes. Hoy hay una noticia periodística que dice que las células viejas se pueden reconvertir en células madre totipotentes... ¿Pero son esos adelantos científicos-médicos utopías como las ideologías de los siglos XIX y XX?

Saludos de Martín

martinruizcalvente dijo...


Ah, la tarea de la buena filosofía es no caer en ideología-utopía y sin embargo esforzarse en ser detector-neutralizador de discursos y acciones ideológicas-utópicas. Ejemplo: hoy se celebra del día de la paz, pero qué pocos hablan de las ventas de armas y armamento por el Estado Español, octavo en el ranking comercial mundial según el dario El País, ya desde 2008.

martinruizcalvente dijo...


Ah, la tarea de la buena filosofía es no caer en ideología-utopía y sin embargo esforzarse en ser detector-neutralizador de discursos y acciones ideológicas-utópicas. Ejemplo: hoy se celebra del día de la paz, pero qué pocos hablan de las ventas de armas y armamento por el Estado Español, octavo en el ranking comercial mundial según el dario El País, ya desde 2008.

alfonso dijo...

La realidad de la vida tropieza muchas veces con la utopia y los parametros intelectuales entre lo que deberia ser y lo que realmente es Martin.La hipocresia,desde los tiempos de Jesus,supone ocultar bajo una capa de discursos bien elaborados,aparentes virtudes,interes por los derechos del hombre,todo lo contrario a lo que se predica."Obras son amores y no buenas razones",los discursos de cara a la galeria,las declaraciones programaticas,los tratados de Derechos Humanos son papel mojado ante el poder del dinero y del egoismo humano.La raiz mas profunda esta en el alma del hombre,y que en el ranking comercial ocupe ese puesto destacado el estado español no me sorprende en absoluto.Igual que la ONU,tan aparentemente sensible a la paz y el desarrollo,ha ocultado la corrupcion de numerosos amigos y familiares de Kofin Annan,y la apropiacion de fondos para otras causas supuestamente no tan humanitarias.Los medios de comunicacion social,la prensa,la radio y la demagogia politica solo sirven a los intereses de poderes financieros para los que el hombre no es mas que un numero o una maquina.